1
Cor 10, 14-22
Formamos un solo Cuerpo
Arranca
con una recomendación que da base al resto: ¡Huir de la idolatría! Un creyente
no puede caer en el sincretismo de aceptar la fe en Jesucristo y añadirle una serie
de remiendos ajenos que no hacen otra cosa que negar la fe. Aunque a muchos les
irrita que se les diga: eso es diabólico.
En
Corintio se celebraba la Eucaristía, con Pan y Vino. Como nos lo muestra la
perícopa. Este Cáliz y este Pan que nosotros reconocemos como la Presencia
Personal de nuestro Señor Jesucristo: Cuerpo, Alma, Sangre, y Divinidad de
nuestro Señor, ellos lo llaman “de la bendición”.
A
hora bien, no llamemos a las Formas Consagradas “comunión”. Se habla de “la
comunión” que se establece entre todos, y que consiste en una unidad de
creencia, de sentires, de fraternidad y de compasión que los pone a todos en la
misma longitud de onda, como una “sintonía” que los lleva a la experiencia de
fraternidad y les permite avanzar en sinodalidad.
Nosotros
lo hemos convertido en un nombre como si el sacramento fuera una cosa, pero cuando
hablamos de Comunión nos referimos al vínculo fraternal que nos une como
verdaderos hermanos, hijos del mismo Padre. La Comunión es una relación interpersonal. Se trata de una amistad que tenemos,
donde la fuerza circulante para todos nosotros, es el Amor de Dios que nos
acerca y nos llena de reciproca afinidad. San Pablo va al meollo de la cuestión
cuando se adelanta a decir: “nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo”,
y esa es la mejor definición de Comunión.
Existe
el peligro de Comulgar sin comunión. Yo voy, me como el Cuerpo de Cristo, pero
todos los demás que están en la Iglesia, para mí son unos extraños, gente que
me es indiferente, que no me importan ni un pepino, que empujo e ignoro con
atrevida insolencia. Ahí no hay Comunión. El que así come las Formas Consagradas
es un “infiel”. No está en Comunión porque no se siente de un Mismo Cuerpo.
Cuándo
nos comemos a Nuestro Señor Jesucristo, nos volvemos de la misma familia y, por lo tanto, debemos querernos,
respetarnos e interesarnos los unos por los otros, empezando por un trato
amable, que es el primer paso de la Comunión.
Digámoslo
una vez más: comulgar sin construir sinodalidad es una parodia de cristianismo;
no es la fe en Jesucristo, que implica la implementación de una familiaridad,
de una intensa amistad, de sentirse comunidad, de confesarnos Uno en Dios.
Los
no creyentes, que en aquel lenguaje se llamaban “gentiles”, ofrecen sacrificios
que no están dirigidos a Dios, sino a los “demonios”. Y por hacer eso, caen
automáticamente en la idolatría, y por eso, no pueden comulgar con las Formas Consagradas.
Al estar practicando la idolatría, se salen de la Comunidad de Fe, abandonan en
seco la Comunión, se hacen indignos de comer el Pan de la Fraternidad en
Jesucristo. Por eso, empezamos diciendo que no se podía mezclar una cosa con
otra, lo que constituye una profanación, porque son dos cosas muy diferentes, y
apuntan en sentido contrario. El Pan y el Cáliz lo son de Salvación; los
holocaustos y las victimas ofrendadas a los ídolos son “perdición”. Con eso,
sólo lograremos detonar la ira de Dios.
Sal
116(115), 12-13. 17-18
Salmo
de Acción de Gracias. Después de la Cena Pascual, viene este acto de
agradecimiento consistente en la recitación de una serie de salmos llamados del
Hallel, este es el cuarto cantico de Hallel (הלל, "alabanza").
Nosotros
traducimos ¿Cómo le pagaré al Señor todo el Bien que me ha hecho? Como si se
tratara de una tiendita. ¿Haré el pago en efectivo o con otro medio de pagó?
Cuando uno paga, tiene que dar el “precio convenido”, uno no puede pagar menos;
la transacción no se dará si se queda debiendo una gran diferencia; puede
también suceder que uno pague, y Dios le quede debiendo, porque no le dio las
vueltas completas.
En
realidad, el verbo que aparece aquí es שׁוּב [shub]
“volver”, “devolver”, “rendir”, “dejar”, “retornar”, “presentar (por ejemplo,
una ofrenda en el Altar)”, “devolver algo inútil, dañado”. Aquí desaparece la
idea de cambio por su equivalente, simplemente hay un gesto de gratitud, que
reconoce que no puede dar lo justo, sino que da algo que no amortiza pero que
demuestra el agradecimiento por el favor donado.
Como
agradecimiento, se hace un brindis, se brinda con la copa llena de Vida, y de
Vida Feliz. Y, mientras se levanta la coma se pronuncia el Santo Nombre de
Dios, porque se brinda reconociendo que todo nos viene de las manos de Dios.
La
gratitud no será un acto clandestino: se dará gratitud delante de todo el mundo
para que conste a todos que Él sólo hace el bien y les hace el bien a todos,
indiscriminadamente. Es un brindis propagandístico, que anuncia la verdad de su
Bondad a los cuatro vientos.
En
la segunda estrofa hay otro verbo es el verbo זָבַח [zabach], “ofrecer”
especialmente un sacrificio. Este verbo se vuelve aquí explicativo del shub,
admite un cambio desigual con desventaja para el donante primero, que no recibe
lo que es justo, en la práctica se acepta mucho menos.
Levantar la Copa de la Salvación parece aludir a la
“Elevación”, el brindis Eucarístico. Con este brindis el Señor no celebra su
muerte, sino su ingreso en la Sala del Rey, en calidad de Príncipe Heredero.
Si todo lo que tenemos viene de Dios, ¿cómo podríamos
nosotros, de forma alguna, llegar a “pagar” tanto Don maravilloso?
Sin embargo, en una transacción desigual, lo que hace el
salmista es presentar un tributo -desigual- por tanto, insuficiente que es solo
una señal de gratitud. Una víctima simbólica. Presentando este sacrificio, sólo
se rinde “alabanza”, ¡jamás se paga! Es un cumplido por cortesía. Dios así lo
recibe, como -y esta es la imagen más aproximada que tenemos- un niño, que -sin
saber escribir-, toma el esfero de su papá y le dibuja en mamarracho y se lo שׁוּב [shub]
“entrega” como tarjeta de cumpleaños.
Lc 6, 43-49.
Un árbol se podía describir con acertada aproximación, por
medio de la descripción de los frutos que da. En tal caso, hay un acomodo muy
preciso entre el árbol y el fruto, Los frutos son del mismo talante que el
árbol. Cuando se tiene una manzana entre las manos, se tiene la certeza que
viene de un manzano. Y, al probarla, diremos, conforme a su sabor, qué clase
de árbol la produjo.
Al ser humano se le nota el corazón, a la legua, con sólo
escuchar sus discursos. Normalmente, acertamos a discriminar con qué clase de
persona nos las habemos, escuchando su “habla”. En este caso la relación de
correspondencia es paritaria con la del árbol y sus frutos. Un corazón perverso
no podrá pronunciar tiernas loas cargadas de verdad, de altura, de
magnanimidad.
Lo inverso también se cumple, no sólo podemos detectar su
maldad, también podemos leer la bondad que anida en el pecho de la persona,
escuchando su lengua florida que pronuncia alabanzas y loas. ¿Podrá un espino cargar “ricos higos”? ¿es
posible que colectemos sabrosas uvas en una zarza?
Se podría extender este tipo de relación a un paisaje: una
tierra seca y agreste ¿valdrá la pena adquirirla para cultivar trigo para muy
sabroso pan? Uno puede llegar a conocerse si se mira con este mismo discernimiento:
así podrá darse a la tarea de enmendar
su propio corazón, procurando corregir y desbrozar todo los detestable de su
terruño personal.
Se trata pues, de un encuentro con el yo-mismo, con un
propósito de crecimiento para poderse presentar -algún día- ante Dios como
árbol de buenos frutos.
En este proceso, uno puede no sólo llegar a conocerse mejor
y plantearse un “plan de mejora” personal, un programa de auto-superación, planteándose
sinceramente ante Dios, y tomando como referencia que a Él no lo podemos
engañar y que Él conoce a fondo nuestro corazón con todas sus limitantes; a la
vez que reconociendo que Él siempre nos ve con Su Infinita Misericordia.
A veces nos dejamos engañar pensando que somos mejores que
nuestras palabras y que nuestras acciones las superan; pero lo cierto es que
nuestras palabras engloban el esquema general de nuestra personalidad y de
nuestro proyecto de vida. Habrá siempre que trabajar en nuestras palabras, para
lograr que lleguemos a un progreso consonante en nuestras acciones.
En la segunda parte de la perícopa, nos encontramos con un
molde perfecto para catar y mensurar nuestra palabra, y es la Palabra de Dios. Un trabajo sincero sobre el yo implica dos
pasos:
1)
Escuchar con todo el corazón las palabras de Dios y las
orientaciones que Él nos da.
2)
Poner por obra la asimilación de ese Mensaje en nuestra
existencia.
Esa
coherencia entre los dos planos: lo que Dios nos dice y el acatamiento e
implementación de su significado en nuestra existencia, el Señor la dibuja con
una parábola doble: La de los dos hombres que construyeron su casa en terrenos
totalmente diferentes, uno sobre roca y el otro sobre arena.
Obsérvese
que la parábola no todo lo atribuye al terreno, sino a la “profundidad” de los
cimientos. Una casa sólidamente construida requiere bases profundamente
ancladas. El que construye sobre roca, pero deja los cimientos a ras de tierra,
tampoco alcanzará una edificación resistente, así como el que edifica sobre la arena,
pero cava hondo para poner el basamento bien profundo, nunca logrará la
estabilidad del que construye sobre roca, pero tendrá algo mejor que aquel que
no pone ningún empeño en las raíces de la estructura.
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