1
Cor 6, 1-11
Pablo,
en la perícopa de hoy trabaja el segundo comportamiento, “Alguien de la
Comunidad que lleva a juicio a otro, que también es miembro de la Comunidad”.
El núcleo del problema no radica en que alguien tenga que buscar un
arbitramento para resolver una diferencia, evidentemente, es bastante lógico
que se apele a una autoridad; pero ¿quién era la autoridad competente para un
cristiano? eran los presbíteros de la comunidad; entonces el error radica en no
apelar a “los santos”, sino a los “injustos”.
El
problema estriba en que los “injustos” recurren a otro tipo de legislación
incompatible con nuestra fe. Y esto hilvana perfectamente con una enseñanza de
Jesús que está consignada en el Evangelio Mateano, donde Él establece: “Les
aseguro que, en el mundo nuevo, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono
de Gloria, ustedes, los que me han seguido, se sentaran también en doce tronos
para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19, 28). Pablo hace una exegesis
de este texto que consigna aquí -en la perícopa de hoy- “Pues si ustedes van a
juzgar al mundo ¿no estarán a la altura de juzgar minucias? Recuerden que
juzgaremos a ángeles; cuánto más, asuntos de la vida ordinaria”.
De
aquí San Pablo saca una conclusión firme, sería preferible dejarse robar, sería
mejor ser víctima que acoger la ley de gentes que para la Iglesia no cuentan.
Se
amplía el panorama cuando Pablo hace el elenco de los que “no entrarán” en el
Reino de Dios, los que no podrán heredar ese Gran Bien, el Bien Fundamental, a
saber, les estará vetado el acceso a:
a) los inmorales
b) los idolatras,
c) los adúlteros,
d) los lujuriosos,
e) los invertidos
f) los ladrones
g) los codiciosos
h) los borrachos,
i) los difamadores
j) tampoco los estafadores
No
sólo los que roban están vetados para gozar del Reino de Dios. Aquí se expande
a muchas otras situaciones que deben ser juzgadas desde la Ley Cristiana y no
desplazadas a los tribunales laicistas con sus leyes acomodaticias y mundanas. Observamos
en el último verso de la perícopa que la conversión existe y Dios la acepta,
uno no está definitivamente perdido sí reconoce que estaba o vivía en el error,
lo que está condicionado, claro está, por la aceptación de Jesucristo como
Señor de nuestra vida, es Él quien puede sanarnos y ganarnos la “justificación”,
pagada con el precio de su Preciosísima Sangre. Su Sangre Redentora nos lava
con la Gracia Purificadora de la Remisión de los Pecados, porque es Sangre de
Dios.
Sal
149, 1bc-2. 3-4. 5-6a y 9b
Este
es un himno, otra vez notamos que no hay doble numeración, lo que sucede a
partir del salmo 146, que tiene una sola numeración. Ha sido valioso confrontar
las versiones masoreta y de los setenta en los casos de textos corrompidos.
Quizás tengamos oportunidad en otro lugar de detenernos un poco más en los
detalles de estos últimos salmos con una sola numeración, a pesar de lo que,
hay divergencias y no se corresponden exactamente.
Este
salmo inicia con una “invitación” dirigida a la asamblea. Este himno agradece
la protección concedida a su Pueblo y alaba las Victorias derivadas de la
Intervención del Poderoso Brazo de Dios.
Se
habla de venganza, esto debemos corregirlo desde la óptica cristiana, que no se
da espacio a rencores y a alimentar ánimos vindicativos.
Se
ha dictado una sentencia y, cuando la sentencia viene del Divino Tribunal es
inapelable. Tendrá que ser ejecutada. ¿En qué consiste la Sentencia? En que -en
algún momento histórico- todos los pueblos tendrán que venir y doblar sus
rodillas reconociendo la Realeza Universal de Dios. Alude a la Realeza del Mesías
como Reinado Universal.
El
salmo nos va guiando para ver la sinceridad de nuestra acogida al Mesías. Cada
uno tendrá que sondear a fondo su corazón y contestarse si lo adora
sinceramente o sólo se trata de una repetición mecánica, de un ritualismo
hipócrita, de un rezo-a-la-mascarada.
Los
versos seleccionados en la antífona se concentran en los aspectos catabáticos,
los que “bajan de Dios” para nosotros, sin embargo, las tres estrofas son
definitivamente anabáticas.
El
verso catabático -la antífona- dice: “El Señor ama a su Pueblo”. (El Señor
siempre nos primerea).
Las
estrofas se distribuyen así:
1) Como pueblo le
ofrecemos a Dios un cantico “nuevo”. Y nuestro canto está inmerso en un corazón
alegre.
2) La Alabanza va
acompañada de danzas, de corales con fondo musical, esas danzas están motivados
porque el Señor da la victoria a los עֲ֝נָוִ֗ים [anawin] “pobres”.
3) Organizados en filas como una masa coral, los fieles cantarán
jubilosos, llenando sus bocas de cantos de Victoria. Así se honrarán todos los חֲסִידִ֣ים [hasidim] fieles.
Lc
6, 12-19
Estamos
ante la elección de los discípulos. No es una elección para conformar una “gallada”
que ya después veremos, ¿qué los ponemos a hacer? ¡No!, el señor hace una
elección muy precisa, sabiendo cuál será su tarea. Ellos serán estrechísimos
colaboradores en la Misión de la difusión evangelizadora.
Jesús
entra en un trance oracional, se reúne con el “Gran Jefe” y consideran quienes
serán los designados. (Leyendo, tanto el Evangelio lucano, así como los hechos
de los apóstoles, resalta el papel de la oración en el enfoque de San Lucas).
Sólo después de esta consulta con el Padre Celestial se pasará al
“nombramiento” oficial.
Se
llama “nombramiento” porque tiene que ver con el “nombre” y el valor central
que tiene cada nombre con su significado, en la cultura semítica.
De
inmediato se nos viene al pensamiento que no se trata de hombres perfectos, son
los elegidos, junto con sus fragilidades, casi parecería que lo que guio a
Jesús no fue la “integridad” en cada uno, sino sus resquebrajaduras, sus
quiebres, su falibilidad.
Nos
gusta idealizarlos, mostrarlos como sólidos bastiones, pero no debemos ocultar
que -según el decir paulino “gustosamente me gloriaré más bien en mis
debilidades (1 Cor 12, 9d) Jesús nos llama no porque estamos arriba, quizás nos
llama porque estamos en el fondo. Con tantos defectos y tan someras cualidades,
quizás nunca nos salvaríamos si no fuéramos rescatados por Su Llamada.
La
semana pasada leímos en una perícopa cuando Pedro le pide al Señor: “Apártate
de mí, Señor, porque soy hombre pecador”. A tal punto, el mismo Pedro, le pide al
Señor -Tres Veces Santo- que se aleje de él, porque con tanto pecado, lo puede
contaminar, si lo llegara a tocar lo dejaría, instantáneamente- impuro.
A
veces nos asombramos que las listas no coincidan, quizás en parte se deba a que
el propio Jesús les cambió los nombres, según su misión y lo que llegaría a ser
su “Fuerte”.
Lo
que está muy claro, pese a las discordancias de las listas, es que no se trata
de personas al azar, de unos “cuales quiera”, no es un colectivo donde el uno
da lo mismo que el otro; nos atreveríamos a decir que pese a tanto barro
amontonado, cada uno somos “infinitamente valiosos”, aún sin entender en qué
radica nuestra valía: Jesús sabe destilar de nuestra imperfección los destellos
de Su Reflejo que Él mismo hará incidir en nuestra debilidad como la pobre
luna, sin adorno alguno, ha servido para reflejar e iluminar las noches de
tantos siglos.
Al
Señor le gusta contar con nuestra disponibilidad, y estar disponibles para Él
es la mayor dicha que pueda habitar nuestro corazón.
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