domingo, 15 de septiembre de 2024

Lunes de la Vigésimo Cuarta Semana del Tiempo Ordinario

 


1 Cor 11, 17-26. 33

Entramos hoy en el quinto bloque de esta Carta, que trata los problemas de la vida en Comunidad. Este bloque lo podemos seccionar en dos sub-bloques, para mejorar nuestra aproximación. El primer sub-bloque, que o vamos a estudiar, trata el tema de las mujeres en el culto (11,2 – 16). Vamos a trabajar el segundo sub-bloque que abarca (11, 17-34) y cuya temática es la celebración Eucarística en conformidad con su institución. Lo que empalma muy bien con lo que estudiamos el sábado pasado.

 

Se trata aquí, lo que podríamos llamar un “abuso”. Dice San Pablo, que, llegando aquí, no puede felicitarlos por lo que le han informado: Se le ha dicho que “cuando la comunidad se reúne, hay divisiones entre ustedes”. Está muy claro que cuando las divisiones se presentan, empieza -inmediatamente- un proceso de corrupción de la comunidad, de disolución, de descomposición. No hay un problema, lo que hay es un “problemazo”. Esto lo indica Pablo, diciendo: la cena que ustedes toman en sus reuniones, ya no es realmente la cena del Señor.

 

Unos comen muy opíparamente, otros, pasan hambre. ¡esa es la situación! ¿Puede ser esta la caracterización del ágape Eucarístico? Cómo es posible que, la “Cena del Señor” se haya convertido en la oportunidad para que unos lleven una lonchera descomunal, y humillen a los que no pueden llevar sino un mendrugo o, aún menos.

 

Nótese que Pablo no prohíbe que los que tiene en abundancia se reúnan en sus casas y se atraganten hasta el gaznate. Pero Pablo no puede barrer bajo el tapete la dificultad que esto plantea. Se ha tergiversado completamente el sentido fraternal del Agape. Así no se construye sinodalidad, sino que se fomenta el faccionalismo. Esta conducta es un verdadero ácido virulento que corroe la sinodalidad. Quienes así actúan condenan a la comunidad inexorablemente a su fin. Así las cosas, comprendemos que Pablo no puede “felicitarlos” por semejante comportamiento.




 

A continuación, la Carta nos trae el relato más antiguo sobre la Eucaristía, se estima que fue escrito hacia los años 55 y 56 de la era cristiana. Nos revela que Pablo les dejó las pautas para esta celebración, de acuerdo a lo que él mismo había aprendido en su formación, y cuyo patrón litúrgico se fue extendiendo e instituyendo una verdadera “tradición”, como él mismo la llama. Provenía del Señor, según nos la legó en la “Última Cena”.

a)    Celebrada la tarde de la noche en que iba a ser “traicionado”.

b)    Tomo en sus Manos Pan, dio gracias al Padre, lo partió y les dijo que “ese era Su Cuerpo”, el Cuerpo que Él entregaba a la muerte, para favorecerlos con la Redención. Y les mando a repetir esta acción “en memoria” suya.

c)    Después de la cena, tomo la copa entre sus Manos y les enseñó que esa Copa era la Nueva Alianza, y que esta Nueva Alianza era ratificada por el ofrecimiento sacrificial de su propia Sangre. De nuevo les mando repetir esta acción, en “memoria de Él.

d)    Y, concluye en el verso 26 insistiendo que la acción de comer el pan y beber de la copa, es, mucho más que un ritual alimenticio, es la proclamación del Valor Salvífico de si muerte. Sólo cesará de repetirse cuando llegue la Parusía.

 

Así la esencia de la reiteración Eucarística, consiste en un acto “Memorial”.

 

Sal 40(39), 7-8a. 8b-9. 10. 17

Este Salmo es Eucarístico, valga decir, de “acción de Gracias”. A un mismo tiempo que muestra gratitud, eleva una súplica. La tonalidad de fondo es la gratitud, pero en primer plano, en el salmo, se mueve el apremio, el peligro, el cerco tendido en torno, las amenazas que aprietan y ahorcan, inclusive, la enfermedad que clava su s fauces en la debilidad del salmista.

 

Sí, es un clamor de auxilio, el que se ahoga gime que le arrojen el salvavidas. Pero hay un envoltorio aislante, es la convicción de que el Señor no defrauda.

 

Sabe, ante todo, que el señor no reclama pagos por adelantado, que no apremia condicionando su apoyo al pago de una altísima cuota inicial. Sólo espera que nos presentemos ante su Presencia, mostrándonos disponibles para reconocerlo.

 

Reconoce que está Escrito, no en un código legalista, ni en un contrato formalizante; está escrito en el Libro de cada vida, porque el Señor no nos ata a una predestinación, pero dirige todo con su Misericordiosa Providencia para que el saldo final nos sea favorable.

 

La tercera estrofa de nuestra perícopa confiesa que el salmista se ha gastado cumpliendo la tarea de proclamarlo, de anunciarlo delante de todos, poniendo en riesgo su vida, que poco vale, comparada con la precisa valía de haberlo proclamado.

 

En la cuarta estrofa, declara algo muy importante, los que se salvan no son los muy buenos, los santitos juiciosos de la foto, sino los que tienen sed de Salvación.  Los que lo buscan, esos son los que siempre tienen un canto en los labios y saben pronunciar las Cuatro Hermosas palabras: “Grande es el Señor”. Ellos forman un corro de dicha y júbilo. ¿En qué consiste esta Grandeza de Dios? En que Él no interpone אָחַר "tardanza", Él es pronto en atender nuestras súplicas. (Lento -en cambio- para airarse en contra nuestra).

 

El verso antifonal conecta excelentemente con la primera Lectura. Se refiere al encargo que nos dejó el Señor, que le pone cimientos a nuestra fe: la tarea de proclamar la muerte del Señor, hasta que Él vuelva. Nuestra vida debe traducir, del arameo, una constante: Maran Atha.

 

Lc 7, 1-10



Pasó el Sermón del Valle, que nos ocupó el viernes y el sábado de la semana anterior; hoy, Jesús entra en Cafarnaúm, de la que, recientemente decíamos era como la base de operaciones de Jesús.

 

Un centurión, que tenía un criado a quien apreciaba mucho, viene a Jesús para implorarle por la salud de su criado (su esclavo). Al ser un “gentil”, recurre al Señor por interpuestas personas. Eleva su ruego por medio de la intercesión de unos ancianos judíos.  Este centurión se había ganado la estima de los judíos porque les había hecho adecuar un lugar para sus reuniones cultuales, una sinagoga.

 

Jesús salió para allá, pero, cuando ya estaba cercanos, el centurión le envió otra delegación para decirle que se avergonzaba de su atrevimiento al pedirle que lo visitara. Muy seguramente el Centurión, que había tratado con ellos, recordó que pedirle a un judío que entrara en casa de un pagano, lo condenaba a la “impureza ritual”.

 

No es que la fe del centurión se hubiera debilitado, al contrario, a pesar de estarle pidiendo más allá de lo que el judaísmo permitía, para no forzarlo a caer en esa situación que lo impurificaba, le pide que “lo sane a distancia”: Y lo hace con una comparación. Así como él tiene la autoridad que le concede el Emperador de mandar a lo lejos órdenes a sus subalternos, y ellos tienen que acatarlo, pese a esa distancia; así Jesús, con el Poder Celestial, que lo llena de “autoridad” puede pronunciar la “Palabra de Sanación” y, de inmediato, la enfermedad sería expulsada.

 

Este era, insistimos, un “gentil” y, a Jesús le asombra que entre los gentiles haya fe, y una fe mayor que la que florecía en Israel. Israel, era el pueblo elegido, pero este relato lo que nos muestra es que esa elección, no hacía más férrea la fe de este pueblo, sino que, por el contrario, a veces llegaron a mostrar una fe más débil, una fe enclenque.

 

Así las cosas, esta perícopa enfoca ya que, el cristianismo no sería un monopolio racial, o cultural, o político, o económico, de cierta gente, sino que sería una fe “católica”, es decir, abierta a todos los que tengan fe. Esta catolicidad se fue descubriendo paulatinamente y, a algunos -en especial a los judaizantes- les costó muchísimo aceptarla. Al volver a la casa, el Poder de Jesús, ya había llegado, y el esclavo estaba completamente sano.


 

Aquí encontramos la raíz histórica de esa frase que nosotros pronunciamos al acercarnos a recibir el Pan y el Vino Consagrados: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa; pero una Palabra tuya bastará para sanar”. ¡Fue lo que dijo el Centurión!

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