1Cor
8, 1b-7. 11-13
Entramos
ahora en el cuarto “bloque” de la 1a Carta a los Corintios (8,1 – 11,1) donde
el asunto es “la carne ofrecida como sacrificio idolátrico”, este cuarto bloque
lo estudiaremos en lo que resta de la semana, comenzando hoy: jueves hasta el sábado.
¿En
qué estribo hace pie Pablo para presentar esta temática? Él retoma el tema de
las dos muy diversas sabidurías: Que son la sabiduría “mundana” y, otra La Sabiduría
Suprema, que nos viene de Dios. La sabiduría intelectualista, con densos
brochazos de filosofía, es la sabiduría que Pablo denuncia, llamándola de los
“fuertes”.
La
sabiduría que nos viene del Señor, es la sabiduría de los “débiles”. Esta
sabiduría fraterniza, armoniza, no quiere “ganar”, quiere acercarnos los unos a
los otros y llevarnos a reconocer nuestra filiación del Señor. Amar a Dios
descorre la pesada reja que se interpone al Verdadero Saber; pero amar es
inaccesible a los “fuertes”, el fuerte está enjaulado en sus recursos de
fuerza, de violencia, de muerte. ¡Salta a la vista que el amor es una filosofía
totalmente distinta! No se trata -diríamos hoy, de un duro racionalismo
cerebral, sino de un razonamiento dulce, que pasa por el corazón y cuyo axioma
base es la capacidad de compadecerse. (No vayamos a tratar de reducir el “amor”
a un afectismo chicloso, a una acariciadera y besuqueo empalagoso que, por
donde se pruebe sabe a miel y vainilla. ¡No se trata de eso! El amor también es
“inteligente”, este no es el amor de Cupido que tiene los ojos vendados y
dispara sus flechas a la loca. Es el amor más “lógico” porque su basamento está
en Dios, Cima Perfecta de toda Sabiduría): Al amor a Dios nos recubre de un
dorado especial en el que los destellos del Amor de Dios, que se reflejan en
nosotros, atraen la atención del Padre Celestial, que nos descubre enseguida
como suyos.
“Sobre
el hecho de comer lo sacrificado a los ídolos…” Pablo nos dice que nosotros sabemos
y entendemos que los ídolos no son más que eso, fantasías inventadas por el
pensamiento humano, y -también sabemos perfectamente- que no hay más que un
Dios, manifestado a nosotros en la Persona de Jesucristo; aun así, conocemos un
sin fin de dioses mitológicos que pueblan tanto el cielo como la tierra, todos
ellos “irreales” y, un Único Señor Dios Verdadero, el Padre de quien procede
todo y el Hijo por quien existe todo y Él es nuestro Dueño y Señor.
Eso
estaba muy claro y algunos lo entendían de manera excelente. Pero, por otro
lado, estaban los que, habiendo abandonado la idolatría, no habían logrado
apartar de sus vidas los rezagos de tales creencias, que continuaban teniendo
sus conciencias “manchadas de inseguridad”.
A estos, todavía muy frágiles, se les dificultaba aceptar y sostenerse
en la verdad, y, ver que consumían carne que había pasado por un altar
idolatra, los confundía y veían en ello un abandono, o al menos, una traición a
su fe cristiana. Y a pesar de esta endeblez, Pablo los destaca como “hermanos”
por quien también murió Cristo.
Ahora
bien, hay un cuidado sinodal que Pablo nos alerta que debemos aplicar en favor
de los que todavía no gozan de la convicción suficiente y nos advierte que no
podemos escandalizarlos porque si ayudamos a confundirlos estaríamos pecando
contra Cristo. Para estos casos se sienta un principio: “…nunca comeré carne
para no dar escándalo a mi hermano” (8, 13). Aquí ya está en acción una cultura
del cuidado que es consciente que la fe no es un asunto exclusivamente
personal, sino que hay retículos de la fe que nos enlazan con todos los
miembros (y aún con los no-miembros, pero que bajo ciertas circunstancias
podrían alcanzar el paso a Jesucristo), y que esa responsabilidad corporativa
nos asiste a todos los que confesamos a Jesús como nuestro Señor. Esa
conciencia nos conecta al cuerpo Místico de Cristo.
Sal
139(138), 1b-3. 13-14ab. 23-24
Estamos
ante un salmo del Huésped de YHWH. Un padre o una madre conocen a su hijo, lo
conocen bastante bien, pueden intuir sus sentimientos, sus pensamientos, sus
decisiones (no con una exactitud del 100%, pero sí con un porcentaje bastante
alto). Pues Dios nos conoce completa y totalmente. Él nos ausculta hasta el
mismísimo centro de nuestra medula y puede decir con cabal seguridad hacía que
metas nos movemos y si las vamos a alcanzar o no. ¿cómo podría ser de otra
manera si somos los huéspedes de la morada terrenal que Él nos otorga?
¡Opcionados, también, para llegar a la Morada Final, en la Nueva Jerusalén!
La
consciencia del Salmista a este respecto es profunda. Se fija en sus propios
pensamientos y en el alambicado y alocado fleco que los atraviesan, y sabe que
Dios -previo a cualquier idea o pensamiento- se ha anticipado a observarlo y a
detectarlo.
También
como un sabio galeno, conoce nuestro organismo, todos nuestros órganos, su
funcionamiento y estado de salud, y, el cantor, agradece la maravilla de
organismo que Dios ha diseñado como soporte de la vida humana.
Y,
le ruega que esté presente en su interior, siempre al timón de toda nuestra
nave, para que sea Él quien la pilote y la prevenga de llegar a desviarse.
¿Para
donde va la Nave de nuestra vida? Hacia la Vida Eterna, pero que inexpertos y
cuán torpes somos para dirigir las riendas y acertar a nunca desviarnos. Por
eso, el salmista nos da ejemplo, abandonándose en la conducción de “la carroza
de la vida” hacia el Cielo y se entrega confiado al Señor que será el Auriga
experto que no permitirá que erremos nuestro destino.
Lc
6, 27-38
El
fragmento de hoy forma estrecha continuidad con el que leímos ayer y es parte
de la misma perícopa. Nos hallamos en el Sermón del Valle. Es evidente que el
Señor no ha venido a abolir la Ley, sino a perfeccionarla. Muchas veces se
piensa que perfeccionar implica complicarla más, ponerle más artículos, y más parágrafos
y llevar su casuística hasta las más mínimas variantes, así, hasta llegar a la
más laberíntica exageración, a un galimatías, y reduciéndola a una maraña sólo
accesible a los súper especialistas.
Este
no es el camino de “perfección” que escoge Jesús, Él lo que hace es tomar el
eje y enunciarlo con tan profunda sencillez que hasta un bebé lo entienda. Para
eso, desplaza los reflectores y apunta al núcleo. Veamos, concretamente, el
caso de esta perícopa:
i)
Amén a sus enemigos
ii)
Hagan el bien a quienes los odian
iii)
Bendigan a quienes los maldicen
iv)
Oren por quienes los insultan
v)
Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la
otra.
vi)
Si alguien te quita la capa, déjalo que se lleva también tu
camisa
vii)
A cualquiera que te pida algo, dáselo
viii)
Al que te quite algo que es tuyo, no se lo reclames
Y,
llega a la cúspide, con una fórmula sintética: “hagan ustedes con los demás
como quieren que los demás hagan con ustedes”.
Todo
esto no es un moralismo, es un ideal de vida tan alto como el Cielo. (Ojo que
no decimos “tan difícil”, ni tampoco, “tan imposible”, o “inalcanzable”; nada
de esto es imposible, sencillamente porque el amor nos hace poderosos).
Analicemos:
i)
Si solamente amamos a quienes nos aman, ¿hay en eso algo de
extraordinario?
ii)
Si se hace bien solamente a quienes nos hacen el bien, ¿se
adelanta algo con eso?
iii)
Si se les hacen prestamos sólo a aquellos que nos van a
retribuir ¿se puede ver en eso algo meritorio? ¿podrá llevarnos ese enfoque a
un lugar mejor?
Estos
tres enunciados, de alguna manera, constituyen una denuncia, porque se señalan
con ellos, lo que siempre se ha hecho y, que, por lo mismo, demuestran que no
han desatado ningún espacio de “Justicia”. Nos atrevemos a afirmar que todos
conocemos este texto prácticamente de memoria, pero, en nuestras agendas no ha
tenido ninguna repercusión.
De
ese marco de denuncias se pasa al renglón propositivo:
i)
Amar a los enemigos
ii)
Hacer el bien (Atención, a veces se subraya excesivamente
lo que está prohibido -una religión de no hagas esto y no hagas aquello- pero
falta el compromiso constructivo con el bien. Y es que en la predica de Jesús
-especialmente en su accionar- lo que encontramos es un compromiso con el Bien,
y un precepto implícito: el mayor pecado es perder toda oportunidad que Dios
nos conceda para obrar ese Bien)
iii)
Presten, sin esperar nada a cambio
iv)
Sean compasivos, como su Padre es Compasivo.
Y
vienen a continuación las dos joyas de la Corona (del Reino de Dios. En el Reino de Dios también hay corona). Dos
axiomas que nos dan la completitud de la terna y nos muestran la ruta del
cristianismo:
a) No juzgar. No
condenar. Perdonar (Jesús no solamente lo mandaba, sino que lo practicaba. En esto hay que imitar a Cristo).
b) Dar. A lo que Jesús
añade una glosa-sinóptica, que es el colmo de la sencillez: Con la misma
medida que ustedes den a otros, Dios les devolverá a ustedes.
Ni
siquiera se puede decir que hay en esto alguna palabra rara. Por eso es la Ley
Perfecta, porque es perfectamente clara.
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