jueves, 21 de noviembre de 2024

Viernes de la Trigésimo Tercera Semana del Tiempo Ordinario


 

Ap 10, 8-11

Durante siglos, la sagrada Escritura estuvo vetada para la enorme mayoría porque sólo un ínfimo porcentaje de la población podía leer. Y, de otra parte, los libros eran prerrogativa sólo de quienes pudieran adquirir un libro que se escribía sobre pieles de animales y por escribas cuyo trabajo tan artesanal encarecía el costo de la trascripción manual de las obras y hacía inalcanzable su posesión para casi todos.

 

Ayer hablábamos del rechazo y de toda la no aceptación de Dios en nuestras vidas. Hoy, cuando la adquisición de una Biblia se ha democratizado hasta hacerse muy fácil tener una, personal y contando con la posibilidad de acceder a ella inclusive por vía digital, y donde muchos la tenemos descargada, incluso en nuestro teléfono móvil. Hoy día, nadie puede quejarse por no poder acceder a Ella. Pero, ¿hemos superado el analfabetismo bíblico? O, a pesar de todo ¿seguimos alejados de Dios y sin recibirlos en nuestras vidas, atareados en encontrar pretextos para dejarlo por fuera de nuestras vidas.

 

Si por algún “percance”, alguien -puede ser, en la vida escolar- nos pide una cita bíblica, el software electrónico, nos permite hallarla con prontitud y no falta quienes memorizan citas -deshilvanadas de todo contexto-, como parte de una “cultura a-religiosa”. Se dice a-religiosa porque la falta de esfuerzo por digerir y contextualizar ese “conocimiento”, no logra re-ligar nada.

 

La “religión” cumple en nuestra vida la “función” de volvernos a vincular con la trascendencia, después que la “caída” nos llevó a dividirnos de tan vital amistad; pero eso no ocurre con un conocimiento fragmentario, sino por una verdadera relación con lo Divino. La religión supone una verdadera e intensa amistad con Dios.

 


Hoy por hoy la situación que nos presenta la perícopa se vive en la vida de cada cual: una voz del Cielo nos invita a tomar el “rollo” de la Escritura y alimentarnos con él. Cuando se lo pedimos al Ángel, Él nos dice “Toma y devóralo”.

 

Es cierto que para el paladar es una dulzura, un verdadero deleite. Pero, al llegar al estómago, nos llenamos de amargura. Seguramente esto es lo que nos hace tan supremamente refractarios a esa Lectura y a trabar amistad con Dios. Y es que no se trata de una simple Lectura. Vemos que los jovencitos devoran verdaderas toneladas de lecturas con libros de cientos de páginas, lo que nos lleva a hablar de “grandes lectores” y de “verdaderos amantes del saber y la cultura”.

 

Se ha logrado así un mundo donde la división entre la mente y la vida es un profundo abismo. Se trata pues de una forma de leer que no permite ningún anclaje de lo leído en nuestra vida. Este tipo de “lectores” practican un tipo de “lectura” que los previene de que algo o alguien les “amargue la vida”.

 


Claro, nos llevamos la mano al corazón y pensamos -con sobrada razón- que, si tienen la paciencia de acompañarnos en esta aventura en la que nos hemos propuesto reflexionar las Lecturas como nos las va presentando la liturgia, significa que no pertenecen al gremio de los a-religiosos, sino, todo lo contrario, de los que degustan la Palabra y asumen la Amistad con Dios procurando hacer cada vez más fuerte el vínculo con todas las responsabilidades que nos da el discipulado.

 

 Sal 119(118), 14. 24. 72. 103. 111. 131

En este salmo encontramos ese llamado al estudio y la contemplación que son un ejercicio re-ligante, en tanto en cuanto nos trasportan a los planos de la adoración y la contemplación. Verdaderamente que “tomar el rollo y tragarlo” son condicionantes de una aproximación eficaz a la Palabra. Hablamos, claro está, de una eficacia espiritual.

 

¿Qué quiere decir eficacia espiritual? Ante todo, que no se trata de batir records en materia de hojas y capítulos recorridos.

 

Luego está esa absorción que hace que la Palabras se hagan piel, carne, sangre y huesos de la persona. Que le permite vivir Crísticamente.

 

No tiene nada que ver con el memorismo. Antes, en el marco de otra cultura, se trató, en muchos casos de competir en el aprendizaje de numerosas oraciones, y estas de gran longitud; sin trascender el plano de lo estrictamente memorístico.

 

Poder encontrar y descubrir en este hacer de la Palabra el faro de la existencia, debería reportarnos una dicha sincera.

 

Se acerca uno a la Palabra para hallar en Jesús al Consejero por excelencia, y no caer en manos -ingenuamente- de gurúes y manuales de auto-ayuda. Tampoco en los collages de frases célebres.

 

Tampoco debe dársele a la Palabra el valor y la aplicación de amuleto o talismán.

 

La palabra ha de estar presente para el alma y el espíritu como el aire para los pulmones y el alimento para la salud equilibrada de nuestro organismo.

 

Lo que se busca es poder proclamar con gratitud y sinceridad: ¡Qué dulce al paladar tu promesa, Señor!

 

 

Lc 19, 45-48

El celo de tu casa me devora (Jn 2, 17c)

Jesús no viene con el fuego del cielo que nos extermina a nosotros sino con el fuego del amor, que lo quemará a Él.

Silvano Fausti

Pensar la religión como negocio y como fuente de ganancias nos pone sobre alerta de los cientos de toldos donde se comercializa con base en la fe. Y, hoy como entonces, Jesús los denuncia, siendo de las muy escasas cosas que lo llevan a encolerizarse. Con tanta frecuencia Él asume con extrema paciencia el dialogo con sus contradictores y acoge a las víctimas de estas falacias.

 


“Mi casa es casa de oración” que quiere decir. Sencillo, no es para otras cosas, no tiene diversidad de finalidades, no es una carpa circense conde fácilmente cohabitan el mago, el payaso, el equilibrista, el trapecista, el domador de tigres, el malabarista, el vendedor de palomitas de maíz y el de la caseta de perros calientes. Tiene una sola finalidad, es un lugar “reservado a la oración”.

 

En un mundo donde un crimen que acaba de ser actuado, representado, pasa a la propaganda del desodorante y luego, muestra el comercial de una empresa turística, y -a continuación- el anuncio de la bebida gaseosa que acompaña bien todo lo demás; ¿qué podría tener de malo que añadiera la venta de palomas y terneros sacrificiales, el cambio de monedas impuras y monedas dignas de la alcancía del templo?

 

Atención, esta destinación exclusiva del Templo, está escrita. No es un chispazo del momento, no es una corrección que hasta ahora se hace, no es una precisión brotada de un corazón fanático. ¡Está escrito!

 

Quiere, además añadir, una connotación: Lo que está escrito, escrito está. ¡No consiste en que al escribano le sobre un minuto y varias gotas de tinta en su tintero! ¡Es que Dios lo dictó y por eso está allí!: ¡Escrito está!


 

En voz pasiva (recordemos que la Voz Pasiva no quiere resaltar tanto quien lo hizo, sino el hecho mismo), en perfecto de indicativo: Γέγραπται [Gegraptai] «Está escrito”, casi como si dijera “está grabado en piedra”. Ha perdido la volatilidad de la voz que pasa, que -en su provisionalidad- se apaga. Se olvida, se disuelve en el tiempo. En este caso, ¡no! Está allí, presente, quien quiera constatarlo puede venir y leerlo de nuevo, porque está escrito. No se le puede desaparecer tan fácil, otra voz, o el grito, o el rugido del trueno la podría acallar, si ella fuera pura oralidad. Pero al estar “escrito”, cuando el trueno tenga ya cansada la garganta y tenga que callarse, la “escritura” seguirá allí, campante, vencedora, permanente.

 

Eso molesta a los que quieren estorbar lo que Dios dice. Todos ellos se coligan para atacarlo, para quitarlo de en medio, para que no pueda seguir tirando mesas y flagelándoles la espalda con un lazo trenzado a modo de fuete. (Cfr. Jn 2, 15-17) Lo detestan porque Él se ha dado a la tarea de defender lo que Dios ha Escrito, como si les gritara en la cara: Falsarios, eso no es lo que Él dijo, corrijan, miren estas fueron sus Palabras reales.

 

En el fondo de la perícopa encontramos a los que no dicen nada, pero atesoran esas palabras y “están pendientes de Él, “escuchándolo”. Ellos ya cumplen el Shema que Dios dirigió a Israel. Ellos son el pueblo sacerdotal que Él se escogió para su Padre. (cfr. Ap 5,10)

 

¿Saben porque lo detestan? Porque Él anunció que el pueblo que se había escogido, reinaría sobre la tierra.

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