viernes, 15 de noviembre de 2024

Sábado de la Trigésimo Segunda Semana del Tiempo Ordinario


 

3Jn 5-8

El destinatario es Gayo, por su devoción a Cristo, ya que le dio alojamiento a los siervos viajeros al servicio del Anuncio de Dios, quien actuó con la generosidad fraterna les dispensó la hospitalidad a esos hermanos misioneros, aunque ellos eran extranjeros. Para Juan esa representa la ἀγάπῃ ἐνώπιον ἐκκλησίας [agapé enopion eclesias] “plenitud de la lealtad para con la Iglesia”.

 

Juan le ruega “proveerlos con generosidad porque la tarea que se han propuesto es, nada menos que, trabajar por el Santo Nombre; así que al apoyarlos están -en realidad- proveyendo al Propio Dios.

 


Obrando así, nos convertimos en προπέμψας ἀξίως τοῦ Θεοῦ [propempsas axios tou Teou] “dignos colaboradores de Dios”. “lo que es verdaderamente valioso”.

 

Sal 112(111), 1b-2. 3-4. 5-6

Dichoso el que goza de caridad constante

Para ser justo no hace falta leer el último libro de la moda espiritual para encontrar a Dios en la vida.

Carlos González Vallés s.j.

En el primer verso aparece la expresión יָרֵ֣א [yare] “el que reverencia”. Es una bienaventuranza: ¡Bienaventurado el que reverencia al Señor YHWH!

 

¿En qué consiste esa “reverencia”? El salmo explica que consiste en “amar de corazón los Mandatos de Dios”. Quien cumple este pedido obtiene bienaventuranza, manifestada en su “linaje”, porque su vida se prolonga en los descendientes suyos, con una descendencia que gozará de poder y de bendición.

 

Ahora, en esa línea de explicaciones concatenadas, pasa a explicar ese “poder y esa bendición”, en qué aspectos se dan: riqueza, abundancia y caridad; este último aspecto es muy significativo, porque contará con recursos para poder ejercer esa caridad. No tendrá una riqueza y un poder para mantener gordos bolsillos y billetera, sino que tendrá con qué propulsar la acción de Dios manifestada por medio de los hombres de la Iglesia.

 

Esa prodigalidad será un brillo verdadero. Como un faro brillará resplandeciente, porque sus caudales serán compuertas abiertas para socorrer a la causa del Reino. De alguien adornado con este tipo de generosidad desprendida se podrá decir que, es “clemente y compasivo”, es decir, se le podrán aplicar calificativos propios de Dios, porque Dios es El-verdaderamente-Clemente-y-Compasivo.

 

La riqueza que se nos dé, no es para acapararla envidiosos, sino para perpetuar nuestra vida recordando cuán generosos y desprendidos hemos sido: esa es la verdadera permanencia a perpetuidad aquí en la tierra, no en que nuestro cuerpo arrastre las decadencias de la senilidad, sino que -al ausentarnos de nuestra presencia física aquí-, quede sembrada la recordación de haber pasado siendo “administradores honestos” de todo lo que Dios nos dispensó: porque en el momento indicado supimos prestar y no padecimos un corazón envidioso, sino un corazón desprendido y libre del culto a los bienes materiales, que son riquezas que pudren el alma.

 

Gayo, al que le remite Juan su Tercera Carta, tiene estos atributos divinos, que Juan le reconoce y alaba. Porque su corazón no se encadena al “tener”, su único desvelo es trabajar y servir a la causa de Dios.

 

¡Bienaventurado el que חוֹנֵ֣ן [chanan] “se apiada”, “se muestra misericordioso” y לָוָה [lavah] “presta”! Este prestar es el verbo que implica unirse a una causa dándolo todo, empeñándose por entero, sin sustraer nada para sí, sino con plena adhesión. Como la viuda que echó sus únicas dos moneditas en la en la caja de las ofrendas del Templo (Cfr. Lc 21, 1-4). Como aquel que se consagra, que no da algo, sino se da todo y se da a sí mismo, comprometiendo en ello su propia vida, él no presta, ¡se presta, él mismo! Y da lo que tiene: ¡su tiempo! Que representa toda su vida.

 

Lc 18, 1-8

La oración como alma de la espera vigilante es la fatiga de “siempre” y se vuelve fuerza en la lucha, para que el primado de Dios pueda seguir siendo el criterio de toda elección.

Enrico Masseroni



Jesús va a Jerusalén (9,51-19,27), el recorrido es -principalmente- un tiempo de discipulado, de formación del evangelizador; el Señor les va entregando los elementos interpretativos para que puedan salir de la oscuridad y captar lo que implica la Redención. Quiere decir que ya en breve Jesús llegará a Jerusalén y empezará su actividad allí. En esta zona del Evangelio lucano, de la subida a Jerusalén, Jesús toca varias veces el tema de la oración, especialmente el de cuándo orar. Nuestra perícopa parece puesta entre un paréntesis: el del pequeño apocalipsis lucano (17, 22-37) se nos plantea la oración como un flotador lo es para aquel que no sabe nadar, aquí, la ignorancia de las artes natatorias representa la carencia de fe, cuando perdemos contacto con la espera de su Vuelta (Parusía); y cerrando paréntesis con el gran apocalipsis (21, 34-36); lo que se nos está resaltando es el riesgo de llegar al “juicio” y que no estemos listos. Llegar a nuestro fin, supone prepararse para estar en condiciones de abocarlo.

 

El “cuándo” está adverbialmente descrito como “siempre” y “sin cansancio”, “sin tregua”, “sin desfallecer”: la oración es una lucha, como la de Jacob, que lucho toda la noche (la noche figura toda la oscuridad de su vida) y nunca se da por vencido. Hoy tenemos que vérnosla con una parábola: la de la viuda y el juez. La viuda se erige como la figura paradigmática del orante, persona indefensa y maltratada. Aquí, Lucas simboliza con la viuda, sola, afligida y que clama por su vuelta, a la Iglesia a la que se le ha quitado su Esposo.


 

En la parábola de la viuda y el juez, el Juez está descrito como un malvado: “No temía a Dios ni respetaba a los hombres”. Pero, cuando nosotros elevamos nuestras preces, tenemos que saber que Dios-Juez es, Dios-Justica y que en Él no cabe injusticia alguna.

 

Recordemos -cuando oramos- que el propio Maestro nos dijo que no sabíamos orar, no pidamos cosas, con nuestros ruegos, pidamos como la “viuda” Justicia; cuando nos afanamos por cosas, lo perdemos de vista a Él; muchas veces tenemos que soltar las cosas para que tengamos por fin la sabiduría de levantar la mirada para buscarlo a Él. «La oración no necesita ser escuchada en lo que pide. El don más grande que ella obtiene es el mismo hecho de orar». (Silvano Fausti).

 

Se tiene que insistir en el foco que nos da el Padre nuestro: “Hágase Señor tu Voluntad…”. Urge ganar en conciencia que el objetivo de la oración no es torcerle el brazo a Dios, sino reconocer que nos abandonamos en sus Manos. No es Dios a quien le apremia cambiar. ¡Somos nosotros los que requerimos enderezar el rumbo! (Recordemos que, tanto en hebreo como en griego, la palabra que significa pecado es “errar la puntería”, porque no sabemos corregir nuestro derrotero y apuntar certeramente al verdadero “sentido de la Vida”: Al Don por excelencia, al Espíritu Santo.

 

«La oración es la voz de un corazón despierto y vigilante sobre el misterio que está “más allá”. Es una sabiduría que sabe discernir lo esencial y lo eterno más allá de las frágiles imágenes que son trasmitidas cada día sobre las olas de los hechos. Por eso, no sólo se da un tiempo, “al lado” de otros para orar, sino que es necesario orar “siempre”, “sin cansarse nunca”» (E. Masseroni).

 


Nótese que se dejó sentado que la oración es un salvavidas para corregir nuestras aspiraciones, para tener esperanzas coherentes con la fe, y se dijo también que cuando abandonamos la confianza en su vuelta, caemos en la sinrazón que denominamos extravío. Ahora, bien, Él no podrá cumplir su Parusía, si nosotros no lo aguardamos fervientemente. Cómo a un Buen Amigo, el no querrá volver a menos que estemos seguros de que anhelamos su regreso, y le roguemos que Venga: ¡Ven Señor Jesús!  

No hay comentarios:

Publicar un comentario