Ap 1, 1-4;
2, 1-5a
Lo que la comunidad
desea no es que “vuelva”, sino que se manifieste, que actúe, que libere, que
reine.
Pablo Richard
Para
cerrar este Año Litúrgico, del ciclo par, vamos a adelantar un cursillo de once
encuentros sobre el Apocalipsis. Este Libro es, prácticamente, un seriado de
visiones, que según el hagiógrafo fueron entregadas por Dios Padre o por su
Hijo Jesucristo. Antes que nada, nos parece apropiado declarar, contra lo que
se suele pensar que este Libro no es de carácter profético, en el sentido que
se le suele dar a esta palabra, de anuncio de cosas que van a suceder, en algún
futuro.
Es
importante dejar claro que el profetismo se da en el marco de portavoces de la
Palabra -el profeta es, si de alguna manera se puede decir, una suerte de “recadero”
de Dios, que se dirige al “gobernante” o a su casta, que muestra algún interés
en escucharle, más o menos a gusto, a veces con más disgusto que cualquier otra
cosa, francamente a regañadientes.
El
apocaliptismo, es un género distinto, en este caso, Dios se dirige a su gente,
al pueblo con el que ha sellado su Alianza, como aclarándole que su destino no
depende de una especie de traición divina para con sus aliados, sino que la
Alianza sigue totalmente en pie, pero ha tomado otro curso, distinto a tratar
de convencer por fin a los gobernantes, y a los pastores, porque estos se han
demostrado incapaces de atender, de corregir, de enderezar sus manejos; y en
cambio, han dejado correr a raudales sus criminales manejos, sus destructores
propósitos, sus sangrientos designios.
Dios
ha cambiado su destinatario, en vez de hablarle al Pastor, se dirige a su “rebañito”.
Enfaticemos, algo que nos parece obligatorio reiterar, aun cuando llovamos
sobre mojado: Ἀποκάλυψις Apocalipsis es un vocablo griego que traducido al español,
significa “revelación”, “destapar algo”, “descubrirlo”, “ponerlo o sacarlo a la
luz”. ¿Qué es lo que hace Dios con los apocalipsis? “Revelarle a su pueblo,
algo que sus ovejitas ignoraban, o que no se ocupaban de caer en la cuenta.
¿Cómo así que no nos dábamos cuenta? ¡Claro! Cuando algo está oculto por un “velo”,
está “velado” a nuestra vista, no sabemos que hay detrás de ese velo, es
necesario que Alguien venga y levante el “velo”, eso es lo que hace la “Revelación”,
descorrer el velo y dejar a la vista. Muchas veces decimos que es una “denuncia”,
pero la denuncia oculta el hecho de que existía un velo y era necesario que
Alguien lo retirara, lo descorriera. Estamos trabajando el Saludo y prólogo del
Apocalipsis que abarca los versos 1-8 del primer capítulo, (en la liturgia,
sólo vamos ver la mitad del saludo e introducción (vv. 1-4).
Habrán
notado que en ambos casos ese Alguien, lo hemos escrito con mayúscula, y eso se
debe a que para aclarar la vista y darse cuenta, se requiere una especie de “colirio”
que nos limpie los ojos, porque el velo no se lo han puesto a “la realidad”,
sino que son como lagañas que se nos han aplicado directo en nuestros ojos. Por
eso es tan importante este nombre que aparece en el primer versículo del primer
capítulo. Si vamos a este verso nos encontramos que Dios le reveló esto
a Jesús, el Cristo, para que Él, Dios-humanado, se encargara de dárnoslo a
conocer.
Esta
mediación, encomendada a Jesucristo, ha empleado los servicios de mensajería de
un ἀγγέλου [angelou] “Ángel”. Ahí también es importante resaltar que
el Cielo tiene su servicio de Mensajería confiable, y son los Ángeles, que por
eso se llaman así, en español “mensajero”. Este “mensajero”, no sólo hace
entrega del mensaje, sino que lo μαρτυρίαν [martirian]
“testimonia”.
Inmediatamente
viene la consecuencia, esto se nos entrega no simplemente para que lo pongamos
en el cuarto de San Alejo, como solemos hacer con los regalos innecesarios.
Este regalo es de algo de muy urgente recepción, pongamos por ejemplo un medicamente
de vida o muerte; si lo recibimos y lo dejamos por ahí dando vueltas, quizás,
cuando caigamos en la cuenta, ya sea demasiado tarde. En el verso 3, tenemos
una bienaventuranza: Μακάριος [Makarios] “Dichoso”, o sea, “bienaventurado” el que lo lea
y el que preste sus oídos al “mensaje revelador”, y lo “escuche”. Esta bienaventuranza
es la primera de las siete que nos comunica el Apocalipsis.
Nótese
que allí dice claramente que no se trata de un “anuncio” para el final de los
tiempos; no es un mensaje escatológico; dice con todas las letras que “ya
está cercano el tiempo” (v. 3f). Pero, esta “sentencia” no se refiere al
regreso parusiaico, sino a la trasparencia de la esfera en la que se haya, a la
dimensión en la que nosotros estamos. Y es que el hecho de que no seamos
capaces de “percibirlo”, no significa que Él se haya ausentado para irse a vacacionar
a algún islote con “resort”; significa solamente que Él está allende nuestra
percepción. Y el fundamento confiable de esta aseveración es la afirmación
perentoria que formuló el Emmanuel: “Sabed que yo estaré con vosotros hasta la consumación
de los tiempos” (Cfr. Mt 28, 20).
Aquí
se da un salto gigantesco, desproporcionado, se dejan de lado 16 versículos y
se pasa al capítulo segundo, donde viene la carta que se destina a la Primera
Iglesia, la de Éfeso, donde se denuncia la primera desviación: son los
Nicolaitas, herejes que se caracterizaban por falta de valores morales, libre
desahogo de las pasiones y sus desmanes sexuales, etc. Aun cuando más adelante la
desviación parece haber tomado otro rumbo; son los que se llaman apóstoles sin
serlo.
La
alternativa que el autor de la Revelación recoge es la de retornar al fervor
original, lo que él llama, “el amor primero”. Es cierto que cuando un amor se
enciende, su vehemencia es constante y fogosa, pero, siempre, con el correr del
tiempo amenaza el descuido, la flojera, la monotonía, el desgaste. Llama,
entonces, a una conversión, y retomar las πρῶτα ἔργα ποίησον [prota
erga poieson] “hacer las cosas como al principio”, “reasumir las obras con las
que expresaba el amor primero”, volver a ser el novio ardiente del principio.
Sal 1, 1-2.
3-4 y 6
… el que florece y da
fruto, es decir, el hombre cuya acción es la extensión amorosa y razonable y
autentica de sí mismo.
Carlo María Martini
Este
salmo es un salmo de la Alianza. Que también inicia con una bienaventuranza: “Dichoso
el hombre… que su gozo es la Ley del Señor, y medita su Ley, noche y día”.
Se
nos ofrecen en este salmo una serie de recomendaciones para mantenerse en el
amor primero y no incurrir en desviaciones y enfriamientos. Dice que la “Ley del Señor es su amada”. Lo
que gana coherencia con aquello de retornar al Primer Amor. Parábola muy
afortunada, porque para el ser humano, es muy claro que no se debe permitir que
la tibieza porosée el amor y lo vaya desgastando, debilitando, vulnerando.
El
amor verdadero, debe hundir sus raíces en el cauce hídrico que con sus aguas lo
nutra y no se marchite su follaje. En esa medida, va a frutecer. Con los frutos
vivaces del amor intenso de los recién enamorados que o han saboreado los
quebrantos del amor enfermo y decaído.
El
Señor les tomará cuentas a los que den fruto y a los marchitos. A los que
mantengan su amor encendido y a los que lo dejen apagar sin esmerarse. A los
primeros, hará que les vaya bien, Dios le hará salir bien todas sus obras.; en
cambio a los segundos les irá mal.
«Este
hombre es realmente autentico y la sociedad que él forma es una sociedad
autentica, la sociedad que da fruto en el sentido que no solo construye cosas,
sino que edifica desde el interior comportamientos y modos de ser.» (Carlo María
Martini)
En
esta parábola, ¿cuál es la fuente? ¿A qué acequia nos hemos de conectar para
frutecer? Pues a la Palabra de Dios. La palabra de Dios es la que nos da una
moral certera. La que nos muestra a qué coherencia hemos de responder. Hay que
meditar su Ley día y noche, y no caer en los valores fraudulentos que nos
propone el mundo. Los valores del cristiano no pueden confundirse con la conducta
que nos guía para la elección del papel regalo para envolver los presentes
navideños que vamos a entregar. No se puede caer en un subjetivismo ingenuo donde
arbitrariamente elijamos los que nos parezcan buenos frutos: tenemos que ver el
“modelo”, el verdadero “dechado”, que nos sugiera valores firmes, afines con
nuestra fe y con el Reino: Podemos con seguridad buscarlos en la Palabra y en
su paradigma que es Jesús, preguntándonos honestamente, que optaría Jesús como
valor cristiano: para vivir Jesúsmente.
Lc
18, 35-43
Jesús
avanza rumbo a Jerusalén, va llegando a Jericó, y se encuentra a un ciego. Los
discípulos van sinodalmente con Él. Su situación podemos evaluarla en general
como un estado de incomprensión, lo siguen sin entenderlo (será necesario que
Muera y Resucite para que puedan llegar a “ver”). Uno se va fraguando una idea
de lo que Dios puede hacer con la situación en que vivimos. Y poco a poco le
vamos añadiendo duro y rígido concreto a esa imagen. Sin saber, ni como, ni
cuando, lo que era una idea se vuelve un esquema riguroso y severo (no que
tenemos que seguir nosotros) sino que le imponemos a Dios para que Él lo siga:
Le hemos planeado la ruta a Dios, con nuestros planes muy estrictos, a Dios, le
damos permiso -solo- de que lo cumpla.
El
plano de esta salvación humanamente fraguada, está en papel cuadriculado, ¡ay
de que Dios se corra un cuadrito¡: ¡queremos que vaya recto, por donde le hemos
trazado!
Pero,
detengámonos un instante: ¿Quiénes somos nosotros en esta perícopa? ¡Los
ciegos! ¿Cierto? Y, ¿a pesar de nuestra ceguera queremos que Él se ajuste a
nuestras ideas de Salvación? ¿Quizás, no sería mejor entregarle el timón y los
frenos al-que-Ve?
Su
proyecto Salvífico no se va a ir a pique porque nosotros demos una “opinión”,
por ejemplo “quiero recobrar la vista”, Él tomará nuestras apreciaciones y las
integrará a la ruta Salvífica, y si es acorde con el Proyecto real, lo “sumará”
como el que “suma un vector”; si la petición está en contravía, la disolverá,
la desvanecerá, pero el Proyectó ¡irá adelante!
¿Cómo
se incorporó este vector -el que aportaba el ciego- al Gran Vector? Jesús se lo
concedió, y él no se opuso al fluir de Jesucristo, siguió la misma ruta, la
misma dirección y sentido (como les gusta decir a los físicos), y -en plena
armonía- uniéndose a la sinodalidad de Jesús, iba gritando glorificación, iba
proclamando su eukaristein, dando gracias por tan prodigioso “milagro”, ¿cómo
no pregonar la grandeza de quien tiene el Poder de devolvernos la vista a
nosotros los “ciegos”?
Lo
que llama intensamente la atención en este relato es que los que decimos que
vemos, no vemos “ni pio”, estamos absolutamente ciegos; por otra parte, el que
está ciego, ¡si ve!, desde el principio distingue que Jesús es el Mesías.
Esto
es así, porque precisamente como decía el Principito: “Solo con el corazón se puede ver
claramente. Lo. esencial es invisible a los ojos”. Tocamos una frontera, casi
que podríamos decir, ¡Qué pesar que tenemos ojos! Los ojos son un “bloqueo”.
Tenemos que pedir a Jesús que derrame su colirio en nuestros ojitos y un
bálsamo en el corazón para que no vayamos a ser de los ingratos, que sólo
quieren “sacar su tajada” y luego ¡ni las gracias dan! (Decimos esto haciendo
memoria de los diez leprosos)
Es
fundamental, que el ex-ciego, no sólo lo glorifica, sino que lo “sigue”. Pero
hay más (un elemento sinodal), no sólo lo sigue, sino que su testimonio atrae a
otros, que se unen en alabanza.
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