Lev 13, 1-2. 44-46; Sal
31, 1-2. 5. 11; 1Cor 10, 3 1 -11, 1; Mc 1, 40-45
¡Y cómo no iba a querer
curarlo Jesús, si vino para eso: para sanar!
Lo dejó más limpio que
bebé entalcado y perfumado. Las llagas y el dolor se convirtieron en salud y
alegría.
Héctor Muñoz
… los enfermos, los
frágiles, los pobres están en el corazón de la Iglesia y deben estar también en
el centro de nuestra atención humana y solicitud pastoral.
Papa Francisco
Hoy
la Iglesia propone al Mundo entero la celebración de un día para reflexionar en
torno al enfermo: Este año, en la trigésima primera celebración de esta jornada,
el tema que nos propone Papa Francisco apunta a cuidar al enfermo cuidando las
relaciones y es que, las relaciones de los cuidadores y el enfermo, de los
familiares entre sí, y de toda la comunidad que rodea a esa “persona”, que no
es menos persona, sino que Dios nos la entrega para prodigarle nuestros
desvelos, son como la red que lo sustentan y que permiten tejer una
solidaridad, una projimidad y una sinodalidad con el enfermo para que esa
persona no sufra el vacío de la soledad: es decir, el Papa lo que nos está
recordando es lo que nos hizo caer en cuenta Dios al crear una compañía idónea para
el ser humano y es que “No conviene que el hombre esté solo” (Gn 2, 18): «Ese
aislamiento nos hace perder el sentido de la existencia, nos roba la alegría
del amor y nos hace experimentar una opresiva sensación de soledad en todas las
etapas cruciales de la vida», dice Papa Francisco.
Así
que toda la reflexión de hoy habrá que leerla desde este ángulo, y tejerla con
el Mensaje Pontificio que a este propósito despachó el romano-argentino Pontífice.
Una
de las más comunes estrategias para descargarnos de la responsabilidad es la
cacería de culpables, la búsqueda de “chivo expiatorio”, encontrar a alguien
que “cargue con el pato”. En la Primera Lectura encontramos un procedimiento
para fabricar la marginación. Al chivo expiatorio, sobre el que los culpables
ponían la mano en la cabeza para transferirle la culpa y luego era condenado a
la extradición, por lo general en el desierto, donde las fieras daban buena
cuenta.
Ya
en el Génesis Adán le transfiere la responsabilidad a Eva: “La mujer que me
diste por compañera me dio de ese fruto y yo lo comí” (Gn 3, 12b). Así a través
de toda la historia hasta nuestros días. Se apela con suma frecuencia a este
expediente. Con frecuencia la primera pregunta que viene a la mente es esa: ¿A
quién le puedo echar la culpa? Y luego ¡que sea castigado, eso sí ¿quién le
manda?! Al castigo, fuera del desprecio, se añade el aislamiento, la exclusión,
el rechazo, -y como lo hemos dicho antes- el destierro. Y es que el aislamiento
y la soledad nos debilitan, nos demuelen, nos sumen en la indefensión. Hoy
leemos: “… traerá la ropa descosida, la cabeza descubierta, se cubrirá la boca
e irá gritando: ‘¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro! Mientras le dure la lepra,
seguirá impuro y vivirá sólo, fuera del campamento”. Lev 13, 46.
Muchos
dirán, ‘suma prudencia’ se entiende como una precaución contra una enfermedad tan
terrible en una sociedad pre-científica’ donde no se conocían los antibióticos
y donde no se podía distinguir si era o no la enfermedad de Hansen o sólo era salpullido,
eczema, tiña o sarna. De inmediato viene la pregunta: Jesús ¿cómo actúo y cómo
nos enseñó a actuar? Jesús se compadeció de él (los eruditos nos informan que
en el texto antiguo dice que ‘se llenó de ira’ ¿por qué se enojó Jesús hasta
tal límite? «Contra quién estaba airado Jesús: contra una sociedad que, en vez
de dar vida y salud a las personas, conduce a la marginación»[1]
Cuantas
veces los cuidadores se descargan en la disolución de su matrimonio porque como
el otro está comprometido con el enfermo, está ocupado atendiéndolo, “no tiene
tiempo para mí y yo tengo mis propias necesidades; y es que yo ya me cansé”.
Ahí está la gran diferencia entre el Antiguo
Testamento y el Nuevo. Jesús no rechaza, no excluye, no aísla. Por el
contrario, sigue todo, lo toca y sana (aun cuando ese contacto haga que Él
quede impuro y tenga que quedarse en lo sucesivo en las afueras, sin poder
entrar en la ciudad), y cumple todo el protocolo para que quede legalmente”
reincorporado a la comunidad. Dado que los administradores de esa
“reglamentación” eran los sacerdotes y sólo ellos podían levantar la
proscripción, lo manda que se presente ante ellos para que puedan constatar que
ahora está “limpio” a la vez que para pagar la multa por el ‘certificado
de sanidad’.
Así
mirando las páginas de la historia nos topamos con una sucesión ininterrumpida
de marginaciones, contra personas, contra comunidades y contra pueblos enteros
–en muchas ocasiones- también contra razas enteras, a los que se acusaban de
ser la causa de tal o cual problema; también a Jonás lo arrojaron al mar para
que la ballena se lo tragara por ser el “culpable” de la tormenta terrible que
los amenazaba de naufragio. En el Éxodo leemos la orden de matar a todos los
niños varones, hijos de las Israelitas, y en la infancia de Jesús, una de sus
páginas nos habla de la sentencia de Herodes contra los “Inocentes”. La mujer
‘adultera’ iba a ser apedreada, pero para el hombre que participó en el adulterio,
no se da noticia de castigo alguno, ese –tan responsable o más que ella-, salió
impune, el “chivo expiatorio” era “sólo ella”.
Jesús
es un revolucionario, (no que anduviera con fusil y granadas cambiando el mundo
con violencia), sino que tiene una línea radicalmente distinta: Él va por la
vía totalmente contraria: Él recupera, reinserta, sana y re-incorpora. Él nos
enseña no a despreciar sino a perdonar, es más a entender al otro hasta el
límite de justificarlo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” Lc
23, 34. Y San Esteban el primer mártir aprendió esa lección, así leemos en
Hechos de los Apóstoles: Κύριε, μὴ στήσῃς αὐτοῖς ταύτην τὴν ἁμαρτίαν. “Señor,
no les tomes en cuenta este pecado”, clamaba a favor de quienes lo estaban lapidando.
(Hch 7, 60c).
Así,
sin ninguna necesidad de abundar en citas, he aquí la enseñanza de hoy, que no
es la del rechazo y la culpabilización, sino la del perdón –y lo que es más
importante- del desvelo por rescatar, por redimir, por restituir al seno de la
comunidad al que aparentemente está “perdido”. «Nosotros los cristianos estamos especialmente llamados a hacer
nuestra la mirada compasiva de Jesús. Cuidemos a quienes sufren y están solos,
e incluso marginados y descartados. Con el amor recíproco que Cristo Señor nos
da en la oración, sobre todo en la Eucaristía, sanemos las heridas de la
soledad y del aislamiento. Cooperemos así a contrarrestar la cultura del
individualismo, de la indiferencia, del descarte, y hagamos crecer la cultura de
la ternura y de la compasión»[2] La lección de hoy se
dirige a modelar nuestro corazón y nuestras acciones según el patrón del Divino
Corazón de Jesús, que tiene corazón de Buen Pastor y no ha venido a juzgar al
mundo sino a salvarlo. (cfr. Jn 12, 47).
«El
tiempo de la vejez y de la enfermedad se vive a menudo en la soledad y, a
veces, incluso en el abandono. Esta triste realidad es consecuencia sobre todo
de la cultura del individualismo, que exalta el rendimiento a toda costa y
cultiva el mito de la eficiencia, volviéndose indiferente e incluso despiadada
cuando las personas ya no tienen la fuerza necesaria para seguir ese ritmo. Se
convierte entonces en una cultura del descarte, en la que «no se considera ya a
las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar,
especialmente si son pobres o discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como
los no nacidos—, o si “ya no sirven” —como los ancianos—.»[3]
«A
ustedes que padecen una enfermedad, temporal o crónica, me gustaría decirles:
¡no se avergüencen de su deseo de cercanía y ternura! No lo oculten y no
piensen nunca que son una carga para los demás. La condición de los enfermos
nos invita a todos a frenar los ritmos exasperados en los que estamos inmersos
y a redescubrirnos a nosotros mismos»[4].
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