Stg 1, 1-11
La primera palabra de esta carta es Ἰάκωβος [Iakobos] “Santiago”, pero ¿a cuál Santiago se refiere?
porque se nombran varios Santiagos en el Nuevo Testamento: tenemos al Apóstol
Santiago, el hermano de Juan, a ellos los llamó Jesús “los hijos del trueno”.
En segundo lugar, el Santiago, hijo de Alfeo, también discípulo del Señor,
mencionado por San Mateo en 10, 3. Otro Santiago es el hermano de Judas Tadeo,
que nombra San Lucas en 6,16. Un cuarto Santiago es el mentado por San Mateo en
(13, 55); también San Juan -que lo menciona en (7,5) y, referido por San Pablo
en la Carta a los Gálatas (1,19) y también en la Primera a los Corintios (15 ,7).
Este último parece haber recogido la bandera, cuando San
Pedro abandonó Jerusalén, asumiendo allí el liderazgo de la comunidad
cristiana. (La última mención que se hace de él es en Hch 21, 18). Este
Santiago parece haber tenido algún parentesco con Jesús y por tanto, San Pablo
alude a él llamándolo “hermano del Señor”. Es a él a quien se le atribuye esta
Carta -una de las siete llamadas católicas- porque no están dirigidas
específicamente a alguna comunidad, sino a todos los que profesaban esta
religión.
Como decíamos el sábado, hoy y mañana trabajaremos en este
cursillo que se interrumpirá por la llegada de la Cuaresma, y que retomaremos
después de Cuaresma-Semana Santa-Pascua, cuándo tendremos otras cinco clases
sobre este Libro. En estos dos días nos ocuparemos del capítulo Primero, hasta
el verso 18, y, les dejamos los versos 19-27, que esperamos ustedes saquen el
tiempo para leerlos, porque en ellos se nos señala la importancia de no dejar
estas enseñanzas en el tintero sino pasarlas a la vida, convirtiéndolas en una
práctica constante, en un estilo de vida. No basta conocer los principios del
cristianismo, si no los llevamos a la práctica.
Nos dice que seremos δοκίμιον [dokimion] “puestos a
prueba”, como en un simulacro, “como el testeo de una pieza que se lleva al
laboratorio de materiales y se califica su resistencia”, la prueba puede ser la
tentación, que intenta acorralarnos, la amenaza de un peligro que se levanta
contra nuestro cuerpo o contra nuestra vida espiritual. Cuando se tiene una fe autentica
-se nos dice en esta Carta- la prueba redundará en un fortalecimiento de la fe.
La paciencia es toda una potencia en cuanto a la
plenificación de nuestro ser, esa plenificación aquí es llamada
“perfección”. La perfección se muestra
cuando el material es “testeado” y se manifiesta su ὑπομονή “resistencia”, “su tolerancia” a la presión, a la tensión,
o se mira si su elasticidad “soporta”.
Cuando pasa el examen, se le da “el visto bueno” y se
declara τέλειον «perfecta”, “consumada”, “plena”.
Observemos la secuencia:
prueba →endurecimiento o forjado →perfección.
El objeto en prueba,
para alcanzar este grado de “aprobación”, tiene que pasar por un revestimiento,
un baño, un enchape de una sustancia que lo satura: “La sabiduría”. Venimos de
estudiar la Sabiduría -en el caso de Salomón- y descubríamos que no basta
“tenerla” sino que ella sólo opera beneficiosamente, para alcanzar la
perfección, si se da una constante conexión con Dios. Si se recibe, pero no se
cultiva la amistad con el Señor, la sabiduría se quedará inoperante, neutralizada,
inutilizada. Su enchape será en vano.
Sal 119(118), 67.68.71.72. 75. 76.
Este es un Salmo de Súplica. Su estructura es alefática,
pero no por versos, sino por estrofas. La primera estrofa, por ejemplo, con sus
ocho versos, todos empiezan por א alef; en la segunda estrofa -ocho versos también- todos los
versos empiezan por ב bet; y así sucesivamente, con las 22 letras del alefato, para
un gran total de 176 versos.
Aún hay otra peculiaridad, en cada verso nos encontramos
algún sinónimo de la palabra “Ley”: tu voluntad, tu Mandato, tu decisión, tus
caminos, tus promesas, tus decretos, tus sendas, etc.
Por otra parte, son una especie de bienaventuranzas, la
palabra inicial nos da la tónica: אַשְׁרֵ֥י [esher] “bienaventurado”. ¡Quién será
bienaventurado?, el que obedece la Ley divina, ese alcanzará la plenitud de la
dicha.
La perícopa de hoy tomó seis versos de los 176 para
configurar el Salmo responsorial.
1º Me ajusto a Tu Promesa
2º Instrúyeme, es la educación que da bondad y conduce al
bien.
3º El sufrimiento ayuda a re-direccionar nuestro camino.
4º Ningún tesoro es mayor que la Ley proferida por Tus
Divinos Labios
5º Estuvo bien justificado el sufrimiento que obtuve, de
otro modo no habría corregido.
6º Se puede uno confiar plenamente en lo que Tú prometes,
lo que cumpla tu Promesa será motivo de Consuelo.
El verso responsorial dice que uno está como muerto en
vida, sólo se alcanza la vida verdadera cuando se llega a recibir el don de “la
compasión” que nos viene del Señor. Entonces y sólo entonces, estaremos
resucitados.
Mc 8, 11-13
Jesús vino a participarnos su Misericordia, no a jugar
caprichosamente con los astros. Hace “milagros” que liberan, no tiene un
“planetario de atracciones lúdicas”.
Suceden tantas bondades del Cielo, pero cuando sobrevienen,
les damos cualquier “explicación”, decimos que es natural, que ya era tiempo,
que cumple las leyes probabilísticas, que tarde o temprano tenía que suceder,
que ha sido una pura coincidencia, que tiene su explicación científica, bueno,
y cientos de miles más.
Jesús no entra en nuestros juegos -que nosotros por nuestra
altanería consideramos juegos tan sofisticados-, no convierte el día -el pleno
mediodía- súbitamente en la zona más
oscura de la noche. Aun cuando al que cree no se le niega el prodigio,
recordemos los “Magos de oriente” y la estrella que los guiaba, ¡ese era un
signo cósmico!
Vienen los fariseos y le piden a Jesús un σημεῖον ἀπὸ τοῦ οὐρανοῦ [semeión apo tou
uranon] “signo del cielo”, una “señal incontrovertible”, “demostrativa e
irrebatible, un aval de Dios”. La nuestra -y en eso nos gusta ser enfáticos
porque es clave- es una religión histórica, muchas de las religiones antiguas y
orientales eran religiones de tipo cósmico, que se anunciaban y hablaban por
eclipses, por estrellas, por vendavales, maremotos, huracanes, la nuestra no
juega con esas “espectacularidades”; pero sabiendo que cualquier “señal” será
dejada en suspenso, para no dar el brazo a torcer (porque los fariseos no
querían creer, más bien querían un argumento para rechazarlo, argumento para no
creer, para remacharse en su supuesta fe que más bien era falta de fe); pero no
siempre será así, llegará un momento en el cual los corazones estarán mejor
dispuestos y los oídos más despiertos, mejor capacitados para oír y ojos mejor
dispuestos para ver. Tal vez será otra cultura, tal vez, otras naciones.
Lo más probable es que Jesús no se refería tanto a los de
aquella época, sino a los de aquel pueblo. La palabra γενεά [genea] que significa “generación” también significa
“nación” (también “raza”, “nacimiento”, “descendencia”); los fariseos -en esta
situación y dentro de este dialogo con Jesús- son los portavoces y
representantes oficiales del judaísmo. Preferían seguir aferrados a su manera
oficial de pensar. Y no ha de parecernos extraño, solemos proceder así, también
nosotros -muy frecuentemente-, preferimos seguir tozudamente asidos a la
cantinela de siempre, antes que abrir los ojos y los oídos a una “nueva canción”.
Y es que culturalmente se nos ha formado para preferir los odres viejos a los
nuevos, por aquello de que “más vale pájaro en mano que cien volando”, y por el
valiosísimo argumento de “siempre se ha hecho así, así lo hacía el abuelo y así
lo hacia mi bisabuelo”, y frente a eso, la autoridad del Cielo… muy poco vale;
ellos pretendían que les bajara una estrella, la señal que pedían era un
fenómeno planetario, algo “del Cielo”, (detrás de esto se agazapa otra objeción,
lo “reciente”, “lo actual”, lo miramos siempre con los ojos de la duda, y
siempre lo miramos con los lentes del “no está suficientemente probado”,
“requiere por lo menos un siglo más de maduración”): adoramos las “realidades”
terrenales y detestamos que nos hable el Cielo, con toda su autoridad.
Y es que estamos tan aferrados y envanecidos de nuestra
cerrazón, que preferimos rechazar a Dios que ha “venido a acampar entre
nosotros” para traernos su Revelación, que invalidamos su Epifanía y su Resurrección.
Si esta “nación” no quiere acogerlo, ¿qué puede hacer Él? ¿Qué queríamos? ¿La
fe mezclada y disuelta con escopolamina?
¡Pues no! ¡Se embarca, y se va a la otra orilla!
¡Allí donde encuentre gente más abierta! ¡No los abandona! ¡Ellos lo expulsan!
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