Sab 9, 13-19; Sal 90(89),
3-4. 5-6. 12-13. 14. 17; Fil 9b-10. 12-17; Lc 14, 25-33
Enséñanos lo que valen
nuestros días,
para que adquiramos un
corazón sensato.
Sal 89, 12
¡Camina en Cristo y
canta con alegría! ...,
pues el que te mandó
que le siguieses...,
va delante de ti... El
resucitó primero...,
para que tuviésemos un
motivo para esperar...
San Agustín de Hipona
La
fe nos permite caminar por sobre el dualismo que presenta el proyecto de vida
de los humanos como una realidad diversa del proyecto que Dios le propone. La
fe permite taladrar hasta el punto donde se descubre la unidad del único
proyecto de vida: nuestra identidad.
El verso 12 del Salmo 90(89), allí donde dice “corazón sensato” pone la expresión לְבַ֣ב חָכְמָֽה algo así como “dispuesto para Ti”, se podría traducir por “juicioso” o por “maduro”. En fin, estamos rondando en torno a la sabiduría que conduce hacia Dios como disponibilidad devota.
La
fragilidad humana, de la que renegamos con frecuencia, es un referente de
nuestro ser y de nuestra realidad. Nos permite justipreciar lo que somos,
nuestras limitaciones, la inestabilidad de nuestro estado, y –en consecuencia-
aquilatar el valor del tiempo y de la vida; nos permite ponernos frente a Dios,
nuestro Señor, y saber en qué nivel estamos. Es tal el valor de nuestra
debilidad que ella nos conduce por caminos de sabiduría. ¡No la desdeñemos!
Pero esa sabiduría sería más bien, motivo de burla, si no la aplicamos en la elección de nuestras metas, en las decisiones que hacemos, en los compromisos que contraemos. Conocer nuestra condición nos da la posibilidad de medir –como dice Jesús en su enseñanza- si voy a “construir una torre”, primero calcularé su costo. Así, cualquier empresa que nos propongamos deberá tomar como referente las flaquezas que nos pueden detener y los altibajos que pudieran sobrevenir.
Vamos
a tomar un datico de la historia de la filosofía: el platonismo se expandió
durante el Helenismo, especialmente a partir del siglo I a. C. y en los
primeros siglos de nuestra era. Mirando hacia la otra vertiente, esta vez la
del pensamiento bíblico, tomaremos este dato: se cree que el Libro de la
Sabiduría se escribió en Alejandría, en Grecia, entre finales del siglo I a.C.
y principios del siglo I d.C., aunque algunas estimaciones católicas sitúan el
período más probable entre el año 80 a.C. y el 50 a.C. Son dos vertientes del
pensamiento que, en el Libro de la Sabiduría recoge su resonancia. Hay que ver
el planteamiento platónico sobre el cuerpo y el alma, donde, se establece la
existencia de dos realidades opuestas: el mundo sensible (material, imperfecto,
cambiante) y el mundo inteligible (de las ideas, perfecto, eterno, la verdadera
realidad). Esta división se refleja también en el ser humano, dividido entre el
cuerpo (material, mortal) y el alma (inmaterial, inmortal), que ansía regresar
al mundo de las ideas. A esta partición del bloque de mantequilla en dos
porciones, prácticamente opuestas, se la ha denominado “el dualismo platónico”.
Forman parte de una concepción ajena al pensamiento semita que propugnó el
mundo judío, y donde podríamos descubrir precisamente esta influencia del platonismo,
que impregna la idea expresada en “Los pensamientos mortales son frágiles e
inseguros nuestros razonamientos, porque el cuerpo mortal oprime al alma y la
tienda terrenal abruma la mente reflexiva”.
A partir de esta veta se encuentran dos subproductos colados en nuestra interpretación:
i)
Una especie de incapacidad del ser humano para la
trascendencia
ii)
La concepción del ser humano como dos realidades
divorciadas: por un lado el cuerpo como cárcel, y por el otro, el alma inmortal
pero vallada al interior de su prisión.
Tal
vez hay quienes –en aras de mantener la pintura de fondo totalmente rosa-
opinen que el gozo será mayor si vivo de espaldas a mi realidad. Pero entonces
perderemos la perspectiva. Muy cierto es que pesa sobre nosotros un deber de
“optimismo”, que no podemos desde el día de nuestro nacimiento vivir contando
con nuestra muerte para el día siguiente, que nuestro enfoque no puede ser el
desespero de la sinrazón en la que muchos han caído y caen (pretendidos
filósofos que se tumban pesadamente sobre su muy oscura melancolía, pensando
que, si hemos de morir nada vale la pena. Frente a ese nihilismo trágico la
mirada cristiana –dicha en palabras de José Luis Martín Descalzo: “Cristo jamás
vio a la humanidad como una suma de mal irremediable, tuvo siempre la total
seguridad de que valía la pena luchar por el hombre y morir por él”). Otra
panorámica –esa es la mirada sabia- reconoce el Don maravilloso de la vida y
¡la disfruta mientras dura!
¿Cómo
–se preguntan los pesimistas redomados- podemos disfrutar de la vida si ella
está tachonada de dolores, enfermedades, separaciones, tristezas y otro sin fin
de pesares? Y la respuesta es casi obvia, mirando la otra mitad del vaso (la
mitad que está llena), y no ahogándose en el medio vaso que está vacío.
Jesús
llena el vaso proponiendo una finalidad y un sentido para la existencia:
¡Seguirlo! Y, aquí cabe con la mayor propiedad recordar que Jesús, que se hizo
hombre ¡es Dios! ¡Esto ha de mantenerse en el norte de nuestro andar! Por eso
hay que seguirlo. Ese “discipulado” también requiere un cálculo de costos,
amerita un “presupuesto” seriamente planeado, no porque la obra acometida no
valga la pena, no porque el seguimiento pueda estar equivocado, ¿cómo podría
ser vano ir tras lo Trascendente? No hay posibilidad de equivocarse si se sigue
a Dios; el riesgo está de la parte del discípulo: ¿Podrá el discípulo desatarse
de los “apegos” mundanos para vivir su ser de Eternidad en plenitud? ¿Somos
capaces de desligarnos de las ataduras que -dicho sea de paso- nos hemos
anudado nosotros mismos? (es decir, ¿somos capaces de mirar -directamente- a
los ojos la libertad que hemos recibido para vivir abandonados en las Manos de
Dios?) Esto embona perfectamente con nuestra petición en la oración Colecta
para la Liturgia de este Domingo 23º Ordinario (C): “Padre y Señor nuestro…Haz
que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la Libertad verdadera y la
Herencia eterna”.
Si
comparáramos la vida con un tour, más o menos, la metáfora nos llevaría a
preguntarnos si ¿nuestra fe es la suficiente para alcanzar a comprar todos los
tiquetes de los trenes que tendremos que trasbordar, para ir de ciudad en
ciudad hasta alcanzar el feliz término? El fondo del que se dispone para
comprar “pasajes”, el peculio que financia nuestra travesía no es oro, ni es
plata; ese fondo es la fe.
No
vamos a ocultar que la fe tiene un componente de solidez que –para efectos de
este análisis vamos a denominar- madurez de la fe. Quizás con un pensamiento pueril
nuestro “presupuesto” calcule que bastan dos moneditas para pagar todos los
tiquetes que mi travesía requerirá y ¡nos engañamos si pensamos así! Jesús al
enseñarnos no vacila en colocar un precio estimado para que podamos intuir lo
que podría llegar a costar este viaje “al rededor del mundo”, y pone en el
“cartel” este estimativo: Él pone allí la palabra CRUZ.
Puestos los ojos en la CRUZ, (mirando al que Traspasaron) alcanzo a ver –sin engañarme- que la CRUZ es el Trono de su Grandeza. No que la CRUZ sea un mueble acolchado de muelle espuma forrada en terciopelo. ¡Para nada! No queremos envolver la CRUZ en un baño de almíbar; sino mantener la claridad y sopesar la realidad de la CRUZ. La cruz no es muerte y sólo muerte, la CRUZ siempre es muerte y Resurrección. ¡La cruz es esa fantástica dialéctica de la Vida Eterna! Y -por lo mismo- para asumirla y poderla vivir requiere la madurez de la fe. ¡El abismo de la muerte sólo puede ser atravesado por el puente de la Cruz!
¡Sí!,
atrevámonos a decirlo con todas las letras: sí tu fe ha de quebrarse ante los
tropiezos y dificultades, entonces –¡óigase bien! es mejor que no acometas la
construcción de la torre. Sigue muelle y holgazanamente apoltronado en “tus
bienes” temporales porque no te alcanza tu “tesoro” para darle “la vuelta al
mundo”; es cierto, sólo te alcanza para “entretenerte”, quizá para un algodón
de azúcar aquí y un merengue allá. Pero –tampoco se puede soslayar y mal
haríamos en ocultártelo -habrá cuartos de hora de sinsabor y cuartos de hora de
amargura- aun cuando no inicies la travesía, y optes por quedarte engolosinado
en la “estación”, (porque hay quienes se empecinan en quedarse en el puerto sin
jamás zarpar). De todas maneras, el Don de la vida terrena es provisorio y
tendrá su término.
Pero el “seguimiento” discipular (que no es exclusividad de quienes han optado por la “vida consagrada”) es garantía de Trascendencia, ¡esa sí que es Vida Eterna! Repitámoslo a riesgo de sonar machacones, requiere de una fe madura. Requiere romper con los apegos, liberarnos de las manías, desvincularnos de vicios y placeres mundanos -por así llamarlos- se requiere madurez que, en este caso, quiere decir una fe acrisolada, sometida al temple de los “tragos amargos”. Ante ellos Dios nos responde siempre: “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”. Vamos a analizar esto, permítannos, contar aquí la historia de “la tacita”, para tratar de mejor explicar en qué consiste la fe madura:
«Se
cuenta que alguna vez, en Inglaterra, existía una pareja que gustaba de visitar
las pequeñas tiendas del centro de Londres. Una de sus favoritas era donde
vendían antigüedades; en una de sus visitas encontró una hermosa tacita. ¿Me
permite ver esa taza?, pregunto la Señora, ¡nunca he visto nada tan fino!
En
cuanto tuvo en sus manos la taza, esta empezó a hablar:
–
“¡Usted no entiende!, yo no siempre he sido esta taza que usted está
sosteniendo. Hace mucho tiempo yo era solo un montón de barro sin forma. Mi
Creador me tomo entre sus manos y me golpeo y me amoldo cariñosamente. Llegó un
momento en que me desespere y le grite: Por favor, ya déjame en paz. Pero solo
me sonrió y me dijo: Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.
Después me puso en un horno. Yo nunca había sentido tanto calor. Me pregunté por qué mi Creador querría quemarme, así que toque la puerta del horno; a través de la ventana del horno pude leer los labios de mi creador que me decía: aguanta un poco más, todavía no es tiempo.
Finalmente
mi Creador me tomo y me puso en una repisa para que me enfriara. Así está mucho
mejor, me dije a mi misma; pero apenas y me había refrescado cuando ya me
estaba cepillando y pintándome. El olor de la pintura era horrible. Sentía que
me ahogaba. Por favor detente gritaba yo, pero mi Creador solo movía la cabeza
haciendo un gesto negativo y decía: aguanta un poco más, todavía no es tiempo.
Al
fin dejo de pintarme, pero esta vez me tomó y me metió nuevamente a otro horno.
No era un horno como el primero, sino que era mucho más caliente. Ahora si
estaba segura que me sofocaría, le rogué y le implore que me sacara, grite,
llore, pero mi Creador solo me miraba diciendo: aguanta un poco más, todavía no
es tiempo.
Después
de una hora de haber salido del segundo horno, me dio un espejo y me dijo:
Mírate, esta eres tú. Yo no podía creerlo, esa no podía ser yo, lo que veía era
realmente hermoso. Mi Creador nuevamente me dijo: Yo sé que te dolió haber sido
golpeada y amoldada por mis manos, pero si te hubiera dejado como estabas, te
hubieras secado.
Sé
que te causo mucho calor y dolor, se también que los gases de la pintura te
causaron mucha molestia, pero de no haberte pintado tu vida no tendría color. Y
si yo no te hubiera puesto en el segundo horno, no hubieras sobrevivido mucho
tiempo, porque tu dureza no habría sido lo suficiente para que subsistieras.
¡Ahora
eres un producto terminado, eres lo que tenía en mente cuando te comencé a
formar!”.
Igual
pasa con Dios, Él sabe lo que está haciendo en cada uno de nosotros y no nos va
a tentar ni a obligar a que vivamos algo que no podemos soportar. Él es el
artesano y nosotros somos el barro con el cual Él trabaja. Él nos amolda y nos
da forma para que lleguemos a ser una pieza perfecta y podamos cumplir con su
voluntad.»
La
parábola, muy enriquecedora, tiene -no obstante- una limitante que recorta indebidamente
su potencial: sobreentiende que el proyecto divino es diferente del proyecto
humano. Siendo que esa dualidad no existe, en su raíz el sueño Divino se puede
identificar plenamente con el sueño humano. El “pero” surge cuando el mundo
promueve otro sueño, otro proyecto, ese si distinto: el proyecto mundano, es
allí donde surge de verdad el dualismo y el ser humano termina recortado en dos,
por el cinturón, o por la corbata: la parte de arriba y la parte de abajo. Ahí
es donde el Malo nos divide, nos bisecciona.
Para
sobrellevar la Cruz podemos –con corazón sensato- orar como en Sabiduría 9,
17-18: ¿Quién conocerá tu designio, si Tú no le das la sabiduría / enviando tu
Santo Espíritu desde el Cielo / sólo así fueron rectos los caminos de los que
están sobre la tierra, / así los hombres aprendieron lo que te agrada y la
Sabiduría los salvó.
“Señor,
enséñanos lo que valen nuestros días, para que adquiramos un corazón sensato”. Ya
para concluir queremos subrayar que no son cuatro Evangelios, no hay sino Un
Evangelio. Evangelio significa Buena
Noticia y la Única Buena Noticia para alcanzar la Vida Eterna es
Jesucristo. ¡Él es la Sabiduría! ¡A Él vale seguirlo!
Que
cuando nos miremos al espejo, al final del proceso, reconozcamos que el
Proyecto propio y el proyecto divino no difieren. ¡Ambos sueñan con la tacita de
porcelana perfecta!












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