Hch
8:5-8, 14-17; Sal 66(65), 1-3a. 4-7a. 16. 20; 1 Pe 3:15-17; Jn 14:15-21
…que también
nosotros podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.
DEUS
CARITAS EST
Benedicto
XVI
La Conferencia de Aparecida -V del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe- nos llamó a un tránsito de una Pastoral que
miraba con orgullo el número de bautizados, a otro tipo de enfoque que hace su énfasis
en la calidad de discípulos misioneros. Allí se planteaba ya, que un cambio de
enfoque cuesta, pero que de no hacerse tendríamos profunda responsabilidad en
la disminución, retroceso y debilitamiento de la fe, y del divorcio entre fe y
vida. La liturgia de hoy nos hace voltear la mirada hacia este horizonte y, nos
convoca a ponernos la mano en el corazón y recapitular si el Encuentro Personal
al que convidamos a los “fieles” se está acompañando de una formación
mistagógica coherente; o, seguimos estancados en el modelo doctrinal preterido.
Bien es cierto que estas evaluaciones miran hacia el clero y la jerarquía, pero
no es menos cierto que ellos no pueden quedarse solos en el afán y el empeño,
sino que las comunidades vivas, serán las que promuevan y alienten el soplo del
Espíritu, para que cooperemos de modo que, el velamen recoja todo el viento y
su impulso.
Viene, muy a tono, reflexionar, sobre aquella
sentencia del Padre Nuestro: “hágase Tu Voluntad” … Se nos llama -sin embargo-
a reconocer que esto lo pronunciamos de muy buena gana, queriendo significar
“hágase Señor Tu Voluntad, siempre y cuando coincida con mis gustos y anhelos”.
Así, nuestra experiencia de vida, hoy por hoy, se contextualiza y nos desafía a
descorrer la cortina para mirar, con mirada devota y ojos piadosísimos hacia la
“Voluntad de Dios”, a la vez que hacia su Amor. Una manera de ser
discípulos-misioneros es entender que el Amor de Dios está abierto a la
correspondencia, es más, la espera y la supone.
Una y otra vez nos encontramos con el Amor, nuestra
fe pivota sobre ese Eje, porque Dios es Amor, porque el amor es el corazón de
nuestra fe, es Dios mismo que se nos propone como meta, como paradigma de
humanidad, se nos ofrece, entonces, como una dinámica para vivir esa fe, no se
trata simplemente de aceptarla y decir “creo”, se trata de vivir construyendo
una Nueva Humanidad, cuyo corazón sea el Amor. El Papa Benedicto XVI inició su Deus Caritas Est citando la
Primera Carta de San Juan: «Dios es amor, y quien permanece en el
amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera
carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la
imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su
camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una
formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el
amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él» Y continuaba el Papa Benedicto
diciendo, «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la
opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva.»
El Evangelio de San Juan nos ha acompañado en
estos Domingos de Pascua (con excepción del Tercer Domingo). En el Primer
Domingo el foco estuvo puesto en la Resurrección; En el Segundo, El Domingo de
la Misericordia, Jesús se les aparece, es el Resucitado que se les presenta, el
co-protagonismo estuvo a cargo de Tomás el Incrédulo, (en el Tercer Domingo,
fuimos al Evangelio según San Lucas, nos ocupamos de los dos que huían hacia
Emaús), el Cuarto Domingo nos referimos a Jesús el Buen-Pastor, y estos dos
Domingos –V y VI- nos remitimos a la gran perícopa –que va de Jn 13 a Jn 17,
que encierra los discursos de Despedida de Jesús- sólo dos fragmentos: Jesús es
el Camino y Jesús promete enviar su Espíritu Santo, que es el tema de este VI
Domingo de Pascua. «Si ustedes leen a San Juan, ven que en todas sus páginas, a
través de los pocos episodios que escoge de la vida de Jesús, de las palabras
de Jesús que prefiere, se desarrolla un solo tema, siempre repetido, y es este:
el Padre revela al Hijo porque ama al mundo. “Tanto ha amado Dios al mundo que
le ha dado a su Hijo Unigénito” (Jn 3, 16).»[1]
Amar tiene su praxis en un estilo de vida que
“guarda sus mandamientos”; pero ¿son ellos plurales? Porque -donde leemos en
Juan su Mandamiento- se habla de uno sólo, el mandamiento del Amor. Su
pluralidad consiste en la diversidad de prácticas con las que se ejercita este
amor. «Juan no habla ni de virtudes, ni de vicios, no hace problemas por la
obediencia, ni por el perdón mutuo, ni por los deberes matrimoniales o de
estado, ni por compromisos de justicia. Nada de esto se encuentra en el
vocabulario de Juan: se trata de cosas importantes… Juan va a lo que constituye
el sentido la culminación de todo, es decir, fe y caridad.»[2]
«… el diálogo sobre la partida y retorno de
Cristo (13, 31 – 14, 31). “Voy” y “Vuelvo”, tienen el valor de fórmulas
expresivas de la muerte y la resurrección de Cristo, su transitus su viaje al Padre a través de su muerte. Además, Cristo
crucificado será el camino por el cual sus discípulos llegaran al mismo Padre.
La unión con su Señor muerto, y sin embargo vivo, será el pasaporte para la
vida eterna. Y el amor de unos hacia otros debe reproducir el amor de Dios por
Cristo.»[3]
En el numeral 22 de la Deus Caritas est,
Benedicto XVI nos actualizó al presente, la Presencia de Jesús, y nuestro
compromiso con el Amor: «Con el paso de los años y la difusión progresiva de la
Iglesia, el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos
esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la
Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los
enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el
servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar
el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra.»[4]
«A
partir del amor misericordioso con el que Jesús ha expresado el compromiso de
Dios, también nosotros podemos y debemos corresponder a su amor con nuestro
compromiso. Y esto sobre todo en las situaciones de mayor necesidad, donde hay
más sed de esperanza. Pienso – por ejemplo – en nuestro compromiso con las
personas abandonadas, con aquellos que cargan pesadas minusvalías, con los
enfermos graves, con los moribundos, con los que no son capaces de manifestar
reconocimiento… En todas estas
realidades nosotros llevamos la misericordia de Dios a través de un compromiso
de vida, que es testimonio de nuestra fe en Cristo. Debemos siempre llevar
aquella caricia de Dios –porque Dios nos ha acariciado con su misericordia–
llevarla a los demás, a aquellos que tienen necesidad, a aquellos que tienen un
sufrimiento en el corazón o están tristes: acercarnos con aquella caricia de
Dios, que es la misma que Él nos ha dado a nosotros.»[5]
«No
es casual que entre los símbolos cristianos de la esperanza existe uno que a mí
me gusta tanto: es el ancla. Ella expresa que nuestra esperanza no es banal; no
se debe confundir con el sentimiento mutable de quien quiere mejorar las cosas
de este mundo de manera utópica, haciendo, contando sólo en su propia fuerza de
voluntad. La esperanza cristiana, de hecho, encuentra su raíz no en lo
atractivo del futuro, sino en la seguridad de lo que Dios nos ha prometido y ha
realizado en Jesucristo. Si Él nos ha garantizado que no nos abandonará jamás,
si el inicio de toda vocación es un “Sígueme”, con el cual Él nos asegura de
quedarse siempre delante de nosotros, entonces ¿Por qué temer? Con esta
promesa, los cristianos pueden caminar donde sea… Volvamos al ancla: el ancla
es aquello que los navegantes, ese instrumento, que lanzan al mar y luego se
sujetan a la cuerda para acercar la barca, la barca a la orilla. Nuestra fe es
el ancla del cielo. Nosotros tenemos nuestra vida anclada al cielo. ¿Qué cosa
debemos hacer? Sujetarnos a la cuerda: está siempre ahí. Y vamos adelante
porque estamos seguros que nuestra vida es como un ancla que está en el cielo,
en esa orilla a dónde llegaremos. Cierto, si confiáramos solo en nuestras
fuerzas, tendríamos razón de sentirnos desilusionados y derrotados, porque el
mundo muchas veces se muestra contrario a las leyes del amor. Prefiere muchas
veces, las leyes del egoísmo. Pero si sobrevive en nosotros la certeza de que
Dios no nos abandona, de que Dios nos ama tiernamente y a este mundo, entonces
en seguida cambia la perspectiva. “Homo viator, spe erectus”, decían los antiguos. A lo largo del
camino, la promesa de Jesús «Yo estoy con ustedes» nos hace estar de pie,
erguidos, con esperanza, confiando que el Dios bueno está ya trabajando para
realizar lo que humanamente parece imposible, porque el ancla está en la orilla
del cielo.
El
santo pueblo fiel de Dios es gente que está de pie –“homo viator”– y camina, pero de pie, “erectus”, y camina en la esperanza. Y a donde
quiera que va, sabe que el amor de Dios lo ha precedido: no existe una parte en
el mundo que escape a la victoria de Cristo Resucitado. ¿Y cuál es la victoria
de Cristo Resucitado? La victoria del amor.»[6]
[1]
Martini, Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo. Santafé de
Bogotá. 1995 pp. 25-26
[2]
Ibid.
[3]
Fannon, Patrick. LOS CUATRO EVANGELIO. Ed. Herder. Barcelona 1970. p. 137
[4] BENEDICTO
XVI. DEUS CARITAS EST. #22 Roma 25/12/2005
[5]
Papa Francisco. Audiencia General Vat. 20 de febrero de 2016
[6]
Papa Francisco. AUDIENCIA GENERAL Vat. 16 de abril de 2017
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