Sir 17, 24-29
Vamos
con la penúltima sesión de nuestro estudio sobre el Libro del Sirácida. Hoy nos
encontramos una exhortación a “Volvernos a Dios”. El sábado nos quedamos en 17,
15; nos hemos saltado los versos 17-23 -allí se sigue mencionando la
Omnisciencia Divina; después de este salto, vamos a empezar a hacer el elogio
del arrepentimiento, motivado por una fructuosa contrición.
Cuán
valioso es el arrepentimiento, que anida en él, la capacidad de reconocer que
muchas veces, muy irreflexivamente caemos, sin advertir con toda su dañosa
consecuencia, que sabíamos, que estábamos mal encaminándonos. Muchos, tristemente,
hemos recogido una altanera herencia que nos incapacita para reconocerlo: Con
desfachatado engreimiento decimos “no arrepentirnos de nada”, como si arrepentirnos
fuera algo que nos disminuye, o algo que nos arranca nuestro abolengo, cuando -por
el contrario- lo único que nos quita es la horrorosa mancha del alma; es algo que
nos eleva a la Altura de recuperar nuestra Vida Eterna y subsana el quiebre de
la Amistad con nuestro Señor.
El
arrepentimiento es un regreso, un volver tan perfectamente retratado en el “regreso
del hijo prodigo”, que nos recuerda que al que regresa no se le ha de rechazar sino
otorgarle la acogida compasiva de un hermano muerto que ha resucitado.
El
arrepentimiento ingresa en la categoría del “perdón” (el don de dones, el don
perfecto, en suma, don-Divino), en tanto que nos lleva a consolarnos y regocijarnos
en el hora buena de la virtud y de la santidad.
Pero
el arrepentimiento amerita y se condiciona a una serie de “controles de calidad”:
i)
Dejar el pecado, no rancharse en él
ii)
La oración en Presencia de Dios, abriéndole con entera
sinceridad nuestro pecho
iii)
Apartarse de la maldad, disminuyendo así el riesgo de la recaída
iv)
El profundo desprecio de la idolatría
v)
Recordar que después de la muerte física, caemos en la
total y fatal incapacidad de cantar alabanzas, y que sólo los vivos tienen voz
para entonarlas
vi)
No faltan los que caen y la narcolepsia de pensar que la
juventud y la vitalidad son tesoros otorgados para vivir en la ebriedad, la lascivia
y el desorden, y así se lo predican a sus hijo, hermanos y amigos; y no alcanzan
a distinguir que se nos brinda la salud y la vida para cantar Aleluyas al
Señor.
Alcanza
su cima la perícopa con una resplandeciente conclusión: “Qué grande es la
Misericordia del Señor y su perdón para los que retornan a Él”.
Sal 32(31), 1b-2. 5. 6. 7
Se trata de la ruptura
de la Alianza, de la reanudación del dialogo de amor, entre dos seres que se
aman, y que se han hecho mal, pero que se perdonan.
Noël Quesson
Este
Salmo está en la categoría de las Acciones de Gracias: su tinte y su tonalidad
son las de la Reconciliación. Se han tomado 5 y medio versos, de los once
versos que lo forman, la mitad exacta del salmo.
La
alegría se toma -en muchos casos como un rayo que le cayó a uno, pero, la
verdad sea dicha, gran parte de la alegría es optativa, mana de una disposición
del corazón, que, contra toda adversidad, es capaz de rescatar el brillo que -a
primera vista- se encuentra oculto. La alegría y eso lo hemos resaltado en
diversas ocasiones- no es el detonante de la hilaridad estrepitosa y bullangera
del carnaval. Hay alegrías tan profundas y tan concentradas, que, en pluralidad
de veces, se queda discreta tras la apacibilidad. En casos límite, la alegría
puede llegar a expresarse como llanto, que nos desconcierta, cuando alguien dice:
“lloro de felicidad”.
Por
ejemplo, para alegrías camufladas, podemos nombrar la que surge de la “absolución.
La persona emerge del confesionario con un brillo muy luminosos, el corazón
lleno de “Reconciliación con el Señor”, pero no hay risa, no hay ningún sonido
o mueca que lo evidencie, y -contra toda apariencia- la alegría viene como
embriaguez del corazón que reboza de nuevo amistad con Dios.
La
culpa es la resonancia del pecado en el corazón, es como su eco. Hay personas
que no la distinguen, pero la culpa no es lo mismo que la “falta”, la culpa es
la capacidad de la conciencia de reconocer que, al haber cometido una falta,
una consecuencia queda ahí, pendiente, vibrante, contenida por ahora, pero que
saldrá a flote como cobro. Esa consciencia de haber faltado es lo que se
denomina culpa. La culpa es un sentimiento noble, del que carecen los sinvergüenzas,
los de corazón depravado que han alcanzado la condición de ignorar su pecado y
sentirse tan horondos, como si fueran inocentes. Es una hipocresía, porque en
el fondo, el corazón sabe que le cabe el dolo, pero -de dientes para afuera- y
para desconocer su error, se engalana de indiferencia ante la falta, disimulando
una inocencia arrogante pero fatua.
En
la tercera estrofa habla de las consecuencias del pecado mostrándolas como una
creciente, como una inundación que nos amenaza; pero, de la cual seremos salvos
si suplicamos por la absolución.
En
la cuarta estrofa nos menciona el perdón de Dios con un signo parabólico: habla
de la absolución nombrándola como un arca que nos socorre ante el anunciado
Diluvio.
“Efectivamente
el hombre que reconoce su pecado se convierte en un hombre libre, que no
necesita freno ni rienda.” (Noël Quesson)
Mc 10, 17-27
… la
pregunta que un joven se hace: "¿Qué haré para heredar la vida
eterna?", subrayando que la respuesta de Jesús se centra en el amor al
prójimo. El Papa también señaló que, aunque el joven cumplía con los
mandamientos, su observancia no era suficiente para satisfacer su deseo de
plenitud.
Papa Francisco
Como
recordaran, el sábado dejamos en Marcos 10,13-16. Retomamos hoy, justamente
allí donde habíamos quedado. El tema, como ya lo hacen prever las dos Lecturas,
la Primera y la del Salmo, se refieren a la “Vida Eterna”.
Toda
vez que buscamos la “salvación”, sin mirar primero la suerte del hermano, del
más desfavorecido, del que ha sido excluido y soñamos con la Salvación y la
Santidad sólo para nosotros mismos, cerramos con toda seguridad y bajo clave de
caja fuerte, el acceso al Cielo.
Se
produce entonces una falla, una patología de la consciencia que no ha podido
romper con el narcisismo, y cuyo egocentrismo solamente le permita preocuparse
por él mismo. Esta forma de egolatría, que quiere conseguirse un altar para sí
mismo y los demás, “que miren para lo alto”, es una verdadera patología de la
fe.
¿Alcanzan
para la salvación verdadera los Mandamientos? ¡Ahí está el núcleo de la Lectura
del Evangelio Marqueano de hoy!
Jesús
-fijémonos bien- le responde que ¡no basta! Que está incompleto, aun cuando
este que le está preguntando, desde muy joven ha practicado esa religiosidad
morbosa que esta egoístamente fundamentada en la salvación propia, y le importa
menos que un esparrago la salvación de los demás. Y salta a los ojos que el
error depende de no preocuparse por nadie más que por él mismo, porque ahí se
demuestra que no hay amor. Y, al que no
tiene amor, las puertas del Cielo le quedan clausuradas.
Podríamos
poner a los Santos como ejemplo, ellos han alcanzado la santidad porque han llevado
su amor hasta las fronteras del mismísimo heroísmo. Tomemos un caso, San Pablo,
cómo se desvivió por llevarle el Evangelio a todos, sin fronteras, para que los
demás alcanzaran la Salvación que sin el Anuncio les era imposible.
Otro
ejemplo, hoy se celebra la memoria de Santa Catalina Drexel, que fundó una
Congregación dedicada a la Educación y al bienestar de los indígenas norteamericanos
y de los africanos y afroamericanos. Con 145 misiones y llegó a fundar una
universidad.
Si
estudiamos un poco la santidad veremos que siempre se antepone el servicio y el
amor y la acogida del prójimo para que otros se salven y que la preocupación
por la santidad propia no es el motor. El verdadero motor es hacer siempre el
bien y pavimentarle a los demás el Camino a la Vida Eterna.
Salvarse
es prácticamente imposible, pero Dios, que es Omnipotente creo la sinodalidad
para que hagamos verdaderas cooperativas de Salvación y nos salvemos los unos a
los otros.
El
sacramento del matrimonio, es el modelo de la Alianza: “El matrimonio
sacramento es una función salvadora, como Cristo Salvador, … quiere decir que,
si el marido y la mujer son salvadores, son como si fueran dos Cristos que se
casan para salvarse, para que el uno salve al otro”. (Gustavo Baena s.j.)
Toda
la escritura tiene que leerse en clave de mutua santificación, la reciprocidad
de la Salvación llena toda la economía salvífica. Dios envía al hijo, el Hijo
envía a los Apóstoles, los Apóstoles envían a los Obispos y así sucesiva e
ininterrumpidamente. Si uno se salvara solo, con toda seguridad que Jesús no
habría instituido ninguna Iglesia.
La
Salvación Eterna no es un nicho en un desierto de soledad, donde uno muy
juiciosos se santifica; es en un contexto sinodal donde hombro a hombro,
remangados, tesoneros, infatigables, construimos y servimos al Proyecto
Salvífico de Dios.
Decimos que nuestra religión exige un descentramiento, es quitarnos nosotros mismos del centro, superando el egocentrismo de la fe mal entendida, y ponernos a la tarea de hacer verdaderamente fácil que otros se salven: “… el dinero, el placer, el éxito deslumbran, pero luego desilusionan: prometen vida, pero causan muerte. El Señor nos pide el desapego de estas falsas riquezas para entrar en la vida verdadera, la vida plena, auténtica y luminosa”. (Papa Francisco).
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