domingo, 2 de marzo de 2025

Lunes de la Octava Semana del Tiempo Ordinario



Sir 17, 24-29

Vamos con la penúltima sesión de nuestro estudio sobre el Libro del Sirácida. Hoy nos encontramos una exhortación a “Volvernos a Dios”. El sábado nos quedamos en 17, 15; nos hemos saltado los versos 17-23 -allí se sigue mencionando la Omnisciencia Divina; después de este salto, vamos a empezar a hacer el elogio del arrepentimiento, motivado por una fructuosa contrición.

 

Cuán valioso es el arrepentimiento, que anida en él, la capacidad de reconocer que muchas veces, muy irreflexivamente caemos, sin advertir con toda su dañosa consecuencia, que sabíamos, que estábamos mal encaminándonos. Muchos, tristemente, hemos recogido una altanera herencia que nos incapacita para reconocerlo: Con desfachatado engreimiento decimos “no arrepentirnos de nada”, como si arrepentirnos fuera algo que nos disminuye, o algo que nos arranca nuestro abolengo, cuando -por el contrario- lo único que nos quita es la horrorosa mancha del alma; es algo que nos eleva a la Altura de recuperar nuestra Vida Eterna y subsana el quiebre de la Amistad con nuestro Señor.

 

El arrepentimiento es un regreso, un volver tan perfectamente retratado en el “regreso del hijo prodigo”, que nos recuerda que al que regresa no se le ha de rechazar sino otorgarle la acogida compasiva de un hermano muerto que ha resucitado.

 

El arrepentimiento ingresa en la categoría del “perdón” (el don de dones, el don perfecto, en suma, don-Divino), en tanto que nos lleva a consolarnos y regocijarnos en el hora buena de la virtud y de la santidad.

 


Pero el arrepentimiento amerita y se condiciona a una serie de “controles de calidad”:

i)              Dejar el pecado, no rancharse en él

ii)             La oración en Presencia de Dios, abriéndole con entera sinceridad nuestro pecho

iii)           Apartarse de la maldad, disminuyendo así el riesgo de la recaída

iv)           El profundo desprecio de la idolatría

v)            Recordar que después de la muerte física, caemos en la total y fatal incapacidad de cantar alabanzas, y que sólo los vivos tienen voz para entonarlas

vi)           No faltan los que caen y la narcolepsia de pensar que la juventud y la vitalidad son tesoros otorgados para vivir en la ebriedad, la lascivia y el desorden, y así se lo predican a sus hijo, hermanos y amigos; y no alcanzan a distinguir que se nos brinda la salud y la vida para cantar Aleluyas al Señor.

 

Alcanza su cima la perícopa con una resplandeciente conclusión: “Qué grande es la Misericordia del Señor y su perdón para los que retornan a Él”.

 

Sal 32(31), 1b-2. 5. 6. 7

Se trata de la ruptura de la Alianza, de la reanudación del dialogo de amor, entre dos seres que se aman, y que se han hecho mal, pero que se perdonan.

Noël Quesson

 

Este Salmo está en la categoría de las Acciones de Gracias: su tinte y su tonalidad son las de la Reconciliación. Se han tomado 5 y medio versos, de los once versos que lo forman, la mitad exacta del salmo.


 

La alegría se toma -en muchos casos como un rayo que le cayó a uno, pero, la verdad sea dicha, gran parte de la alegría es optativa, mana de una disposición del corazón, que, contra toda adversidad, es capaz de rescatar el brillo que -a primera vista- se encuentra oculto. La alegría y eso lo hemos resaltado en diversas ocasiones- no es el detonante de la hilaridad estrepitosa y bullangera del carnaval. Hay alegrías tan profundas y tan concentradas, que, en pluralidad de veces, se queda discreta tras la apacibilidad. En casos límite, la alegría puede llegar a expresarse como llanto, que nos desconcierta, cuando alguien dice: “lloro de felicidad”.

 

Por ejemplo, para alegrías camufladas, podemos nombrar la que surge de la “absolución. La persona emerge del confesionario con un brillo muy luminosos, el corazón lleno de “Reconciliación con el Señor”, pero no hay risa, no hay ningún sonido o mueca que lo evidencie, y -contra toda apariencia- la alegría viene como embriaguez del corazón que reboza de nuevo amistad con Dios.

 

La culpa es la resonancia del pecado en el corazón, es como su eco. Hay personas que no la distinguen, pero la culpa no es lo mismo que la “falta”, la culpa es la capacidad de la conciencia de reconocer que, al haber cometido una falta, una consecuencia queda ahí, pendiente, vibrante, contenida por ahora, pero que saldrá a flote como cobro. Esa consciencia de haber faltado es lo que se denomina culpa. La culpa es un sentimiento noble, del que carecen los sinvergüenzas, los de corazón depravado que han alcanzado la condición de ignorar su pecado y sentirse tan horondos, como si fueran inocentes. Es una hipocresía, porque en el fondo, el corazón sabe que le cabe el dolo, pero -de dientes para afuera- y para desconocer su error, se engalana de indiferencia ante la falta, disimulando una inocencia arrogante pero fatua.

 

En la tercera estrofa habla de las consecuencias del pecado mostrándolas como una creciente, como una inundación que nos amenaza; pero, de la cual seremos salvos si suplicamos por la absolución.

 

En la cuarta estrofa nos menciona el perdón de Dios con un signo parabólico: habla de la absolución nombrándola como un arca que nos socorre ante el anunciado Diluvio.

 

“Efectivamente el hombre que reconoce su pecado se convierte en un hombre libre, que no necesita freno ni rienda.” (Noël Quesson)

 

Mc 10, 17-27

… la pregunta que un joven se hace: "¿Qué haré para heredar la vida eterna?", subrayando que la respuesta de Jesús se centra en el amor al prójimo. El Papa también señaló que, aunque el joven cumplía con los mandamientos, su observancia no era suficiente para satisfacer su deseo de plenitud.

Papa Francisco

 

Como recordaran, el sábado dejamos en Marcos 10,13-16. Retomamos hoy, justamente allí donde habíamos quedado. El tema, como ya lo hacen prever las dos Lecturas, la Primera y la del Salmo, se refieren a la “Vida Eterna”.


 

Toda vez que buscamos la “salvación”, sin mirar primero la suerte del hermano, del más desfavorecido, del que ha sido excluido y soñamos con la Salvación y la Santidad sólo para nosotros mismos, cerramos con toda seguridad y bajo clave de caja fuerte, el acceso al Cielo.

 

Se produce entonces una falla, una patología de la consciencia que no ha podido romper con el narcisismo, y cuyo egocentrismo solamente le permita preocuparse por él mismo. Esta forma de egolatría, que quiere conseguirse un altar para sí mismo y los demás, “que miren para lo alto”, es una verdadera patología de la fe.

 

¿Alcanzan para la salvación verdadera los Mandamientos? ¡Ahí está el núcleo de la Lectura del Evangelio Marqueano de hoy!

 

Jesús -fijémonos bien- le responde que ¡no basta! Que está incompleto, aun cuando este que le está preguntando, desde muy joven ha practicado esa religiosidad morbosa que esta egoístamente fundamentada en la salvación propia, y le importa menos que un esparrago la salvación de los demás. Y salta a los ojos que el error depende de no preocuparse por nadie más que por él mismo, porque ahí se demuestra que no hay amor.  Y, al que no tiene amor, las puertas del Cielo le quedan clausuradas.

 


Podríamos poner a los Santos como ejemplo, ellos han alcanzado la santidad porque han llevado su amor hasta las fronteras del mismísimo heroísmo. Tomemos un caso, San Pablo, cómo se desvivió por llevarle el Evangelio a todos, sin fronteras, para que los demás alcanzaran la Salvación que sin el Anuncio les era imposible.

 

Otro ejemplo, hoy se celebra la memoria de Santa Catalina Drexel, que fundó una Congregación dedicada a la Educación y al bienestar de los indígenas norteamericanos y de los africanos y afroamericanos. Con 145 misiones y llegó a fundar una universidad.

 

Si estudiamos un poco la santidad veremos que siempre se antepone el servicio y el amor y la acogida del prójimo para que otros se salven y que la preocupación por la santidad propia no es el motor. El verdadero motor es hacer siempre el bien y pavimentarle a los demás el Camino a la Vida Eterna.

 

Salvarse es prácticamente imposible, pero Dios, que es Omnipotente creo la sinodalidad para que hagamos verdaderas cooperativas de Salvación y nos salvemos los unos a los otros.

 

El sacramento del matrimonio, es el modelo de la Alianza: “El matrimonio sacramento es una función salvadora, como Cristo Salvador, … quiere decir que, si el marido y la mujer son salvadores, son como si fueran dos Cristos que se casan para salvarse, para que el uno salve al otro”. (Gustavo Baena s.j.)

 

Toda la escritura tiene que leerse en clave de mutua santificación, la reciprocidad de la Salvación llena toda la economía salvífica. Dios envía al hijo, el Hijo envía a los Apóstoles, los Apóstoles envían a los Obispos y así sucesiva e ininterrumpidamente. Si uno se salvara solo, con toda seguridad que Jesús no habría instituido ninguna Iglesia.

 

La Salvación Eterna no es un nicho en un desierto de soledad, donde uno muy juiciosos se santifica; es en un contexto sinodal donde hombro a hombro, remangados, tesoneros, infatigables, construimos y servimos al Proyecto Salvífico de Dios.

 


Decimos que nuestra religión exige un descentramiento, es quitarnos nosotros mismos del centro, superando el egocentrismo de la fe mal entendida, y ponernos a la tarea de hacer verdaderamente fácil que otros se salven: “… el dinero, el placer, el éxito deslumbran, pero luego desilusionan: prometen vida, pero causan muerte. El Señor nos pide el desapego de estas falsas riquezas para entrar en la vida verdadera, la vida plena, auténtica y luminosa”. (Papa Francisco). 

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