sábado, 29 de marzo de 2025

EL PADRE SE COMPADECE DE NUESTRA CRISIS DE IDENTIDAD



DOMINGO DE LAETARE

Jos 5, 9a. 10-12; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7; 2Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3. 11-32

 

La parábola del hijo pródigo es la parábola del Padre misericordioso. Quizá la más emotiva y sublime de todas las parábolas de Jesús en el Evangelio.

Hans Urs von Balthasar

 

Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles y me faltara el amor, no sería más que un bronce que resuena y una campana que tañe.

1 Cor 13, 1

 

La crisis más aguda de identidad consiste en no saber quiénes somos porque no sabemos quiénes son nuestros padres, de quién somos hermanos, que relación de parentesco tenemos con los otros y con el Otro… Si no sabemos quiénes somos, mucho menos podremos amarnos a nosotros mismos, y, sí no nos podemos amar nosotros mismos no habrá fuente de dónde sacar el amor al prójimo. Cuando hacemos este tipo de análisis, de inmediato sentimos la urgencia de recordar que nadie da de lo que no tiene y la veta que es la fuente del amor al prójimo es -precisamente- la capacidad de amarnos a nosotros mismos: Entonces, también estaremos incapacitados para amar a Dios. No seremos otra cosa que bronces resonadores, pero nunca sujetos de la economía salvífica.


 El otro día un sacerdote le preguntó a su feligresía a quién preferían de entre los dos hermanos de la parábola que cuenta Jesús en el Evangelio de este Cuarto Domingo de Cuaresma, (ciclo C): Unos tomaron partido por el hermano mayor y no faltaron los que se pusieron del lado del menor.

 

Claro que el protagonista es el menor y el antagonista es el mayor. Pero, nos hemos concentrado excesivamente en el menor que fue el que pidió su parte de la herencia y, observamos que no hemos prestado toda la atención necesaria al hermano que se quedó… Puede que el hermano menor represente a todos los pecadores, prostitutas, publicanos y demás; pero el hermano mayor representa con creses el fariseísmo. En alguna parte hemos leído que los fariseos no eran malos –y eso es cierto- eran “fieles”, “muy fieles”, diríamos que eran “exageradamente fieles” a su manera, de una manera tan reforzada que “se pasa”. Quizás la muestra más farisaica del hermano mayor es cuando dice. “Hace tantos años que te “sirvo” sin haber “desobedecido” jamás ni una sola de tus ordenes”. La relación que expresa esta frase es de “servilismo”; y –definitivamente- Dios no nos ve como siervos, lo cual ya Jesús nos lo explicó -detalladamente- manifestando que nos ve como “amigos” (cfr. Jn 15,15).

 


¡Pero si la relación se tergiversa, se enferma, se desvía, se obstruye hasta el bloqueo, sobreviene la crisis de identidad! En cambio, veamos cómo le respondió su Padre, vayamos al verso 31: “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. Es decir, tenemos que entender verdaderamente quienes somos. Usemos como puente un relato- parabólico:

 

«Una mujer estaba agonizando en la sala de un hospital. De pronto, tuvo la sensación de que era llevada al cielo y presentada ante un Tribunal.

“¿Quién eres?”, dijo una Voz.

“Soy la mujer del alcalde”, respondió ella.

“Te he preguntado quién eres, no con quién estás casada.”

“Soy la madre de cuatro hijos.”

“Te he preguntado quien eres, no cuántos hijos tienes.”

“Soy una maestra.”

“Te he preguntado quién eres, no cuál es tu profesión.”

Y así sucesivamente. Respondiera lo que respondiera, no parecía poder dar una respuesta satisfactoria a la pregunta “¿Quién eres?”

“Soy cristiana”, respondió ella.

“Te he preguntado quién eres, no cuál es tu religión.”

“Soy una persona que iba todos los días a la iglesia y ayudaba a los pobres y necesitados.”

“Te he preguntado quién eres, no lo que hacías.”

Evidentemente, no consiguió pasar el examen, y fue enviada de nuevo a la tierra. Cuando se recuperó de su enfermedad, tomó la determinación de averiguar quién era realmente y su vida cobró otro sentido…»


 

No sabemos si se debe decir la respuesta correcta, o es mejor dejar que el lector la deduzca, pero nosotros queremos acelerar la reacción y poner por expreso que nuestra verdadera e íntima identidad es la de ser hijos de Dios. No somos ni nuestros títulos, ni nuestras riquezas, ni siquiera nuestras pobrezas sean estas materiales, morales o espirituales… Esto lo queremos ilustrar con otra parábola titulada EL ABRAZO DE DIOS

 

«Un hombre santo, orgulloso de serlo, ansiaba con todas sus fuerzas ver a Dios. Un día Dios le habló en un sueño: “¿Quieres verme? En la montaña, lejos de todos y de todo, te abrazaré”.

 

Al despertar al día siguiente comenzó a pensar qué podría ofrecerle a Dios. Pero ¿qué podía encontrar digno de Dios?

 

“Ya lo sé”, pensó. “Le llevaré mi hermoso jarrón nuevo. Es valioso y le encantará...

Pero no puedo llevarlo vacío. Debo llenarlo de algo”.

 

Estuvo pensando mucho en lo que metería en el precioso jarrón. ¿Oro? ¿Plata?

 

Después de todo, Dios mismo había hecho todas aquellas cosas, por lo que se merecía un presente mucho más valioso.

 

“Sí”, pensó al final, “le daré a Dios mis oraciones. Esto es lo que esperará de un hombre santo como yo. Mis oraciones, mi limosna, sufrimientos, sacrificios, buenas obras...”.

 

Estaba contento de haber descubierto justamente lo que Dios esperaría y decidió aumentar sus oraciones y buenas obras, consiguiendo un verdadero récord. Durante las pocas semanas siguientes anotó cada oración y buena obra colocando una piedrecita en su jarrón. Cuando estuviera lleno lo subiría a la montaña y se lo ofrecería a Dios.

 

Finalmente, con su precioso jarrón hasta los bordes, se puso en camino hacia la montaña. A cada paso se repetía lo que debía decir a Dios: “Mira, Señor, ¿te gusta mi precioso jarrón? Espero que sí y que quedarás encantado con todas las oraciones y buenas obras que he ahorrado durante este tiempo para ofrecértelas. Por favor, abrázame ahora”.

 

Al llegar a la montaña, oyó una voz que descendía retumbado de las nubes: “¿Quién está ahí abajo? ¿Por qué te escondes de mí? ¿Qué has puesto entre nosotros?”

 

“Soy yo. Tu santo hombre. Te he traído este precioso jarrón. Mi vida entera está en él. Lo he traído para Ti”.

 

“Pero no te veo. ¿Por qué has de esconderte detrás de ese enorme jarrón? No nos veremos de ese modo. Deseo abrazarte; por tanto, arrójalo lejos. Quítalo de mi vista”.

 

No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Romper su precioso jarrón y tirar lejos todas sus piedrecitas? “No, Señor. Mi hermoso jarrón, no. Lo he traído especialmente para Ti. Lo he llenado de mis...”

 

“Tíralo. Dáselo a otro si quieres, pero líbrate de él. Deseo abrazarte a ti. Te quiero a ti”.»

 

«Puesto que Dios es Dios, el Santo, actúa como ningún hombre podría actuar. Dios tiene un corazón, y ese corazón se revuelve, por así decirlo, contra sí mismo. El corazón de Dios trasforma la ira y cambia el castigo por el perdón.»

Joseph Ratzinger

 

Estos dos hijos de los que nos habla Jesús en la “parábola del hijo pródigo” adolecen de una enfermedad horrible, ¡tienen problemas de identidad! Y, en un examen atento de esta dolencia nos encontramos que su síntoma básico es que, al no saberse hijos, no se pueden reconocer “hermanos”. Por ejemplo, cuando el mayor se refiere a su hermano menor lo llama “…ese hijo tuyo…” (ver el verso 30b). Si se pierde nuestra filiación, también perdemos nuestra fraternidad y ahí el Malo ya gano con su asquerosa semilla de división.

 


Si miramos la parábola del ABRAZO DE DIOS una de las cosas que más resalta es el fetichismo en el que ha caído este ”santo”, ha incurrido en la idolatría a sus piedritas coleccionadas en el “precioso jarrón” (su autoindulgente manera de resaltar la que él considera su fiel-obediencia), así como el otro hermano del Evangelio idolatraba la “herencia”, la “riqueza” material del Padre por eso no podía amar al Padre, porque entre él y el Padre se interponía la “parte de la herencia” (que él anhelaba canjear por una vida licenciosa); y, para el otro hijo, el fetiche es su egoísta-obediencia que no podía “tirarla”, ni dársela a otro, en realidad estaba encadenado a su auto-apego, que se interponía entre Dios y él; entre él y el abrazo de Dios.

 

No ignoremos que también existen los que pasan su vida muriendo lentamente sometidos a la envidia de los jarrones ajenos, porque los ven llenos de piedritas que ellos no han coleccionado. Como dice San Ireneo, “esa elevación gratuita de la carne humana, movió a envidia el príncipe de la apostasía”, como si los méritos de esas “piedritas” no fueran gracia y/o carismas graciosamente otorgados por Dios. Y no podemos entender y vivir el Encuentro con el Amor que nos ama sin atender la belleza de los jarrones, ni la cantidad de piedritas que en ellos se alojan. Otros se quieren presentar con su colección de estatuillas de santos, o con extensos listados de reproches por los pecados ajenos. ¡Ya basta de hacer penitencias por pecados ajenos!


 

Dios es Infinitamente Justo y nosotros somos finitamente humanos, nos cuesta salir de la “obsesión culpable”, y así, creemos que la Justicia divina tiene la misma densidad de la justicia humana, que se queda corta en su ser retaliativa, pero la Justicia Divina tiene su esplendor en el poder “perdonador” de la Sangre Redentora. Eso es casi imposible de comprender para quienes fueron criados en la cultura de la fuetera, cuando los platillos voladores no eran los de la ciencia ficción sino las chancletas maternas que sobrevolaban el espacio sideral hasta venir a estrellarse en nuestra humanidad castigada.

 

En cambio, entre el Padre y sus hijos no hay barrera, él los ve límpidamente, con los claros ojos de la ternura paternal-maternal. En ese preciso instante, los recupera, los rehace, los vuelve a crear como recién bautizados, (¡Bendito sea Dios que es Infinitamente Misericordioso, es decir, “lento a la cólera y rico en Clemencia y nada puede empañar su Amor!); sus Purísimos Ojos nos devuelve el “contador a cero”, como siempre lo hacen los Ojos del Padre, que no acumula rencores, ni guarda registro de las culpas. Él toma su barro y, Padre-Alfarero, los vuelve a moldear, para que salgan de Sus Manos sin imperfección alguna. Pasan por Sus Ojos Misericordiosos y salen más blancos que la nieve más blanca. (No porque lleven un cántaro lleno de hermosas piedritas); sino, ¡sencillamente, porque Dios es Amor! (Dios siempre fija la mirada en el corazón de la persona, y nunca cosifica al ser humano, un ser humano es para Él siempre un hijo en el Hijo; jamás una cosa).

 

Existe el riesgo fatal de que nosotros también nos escondamos -detrás de nuestras pretendidas virtuosas maneras de ser o de una codicia de riquezas y delectaciones que no sabríamos administrar- y perdamos de vista lo que realmente somos y que en consonancia con ese ser de hijos, nos corresponde disfrutar y alegrarnos.

 

Este es el Domingo de Laetare, laetare es el imperativo del verbo laetari “alegrarse”, o sea que significa “Alégrense”; y la expresión sale del introito (antífona de entrada) de la Eucaristía de hoy, donde se lee (Is 66, 10s), incluimos también (Is 66, 12s) porque nos ayudan a contextualizar. Adviértase que la Nueva Jerusalén es figura de la consumación del Reino de Dios:

 

Alégrense con Jerusalén, y que se feliciten por ella todos los que la aman.

Siéntanse, ahora, muy contentos con ella todos los que por ella anduvieron de luto,

porque tomarán la leche hasta quedar satisfechos de su seno acogedor,

y podrán saborear y gustar sus pechos famosos.

 

Pues Yavé lo asegura: Yo voy a hacer correr hacia ella, como un río, la paz,

y como un torrente que lo inunda todo, la gloria de las naciones.

Ustedes serán como niños de pecho llevados en brazos y acariciados sobre las rodillas.

Como un hijo a quien consuela su madre, así yo los consolaré a ustedes.  

 

porque, ¿qué otra cosa puede cabernos en el corazón que el regocijo de sabernos hijos del Padre Celestial? ¡Esa es nuestra identidad patente! ¡Levantémonos! y pongámonos en camino adonde está nuestro Padre, llenos de ese regocijo.                                               

 

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