Rm
8, 1-11
En esta capitulo octavo
está el eje de esta carta. 
Carlos Mesters
Tenemos
el Espíritu que se nos da en el Bautismo, es Espíritu Santo, porque Él es ajeno
a las apetencias de la carne. Nos figuramos una casa con un portal adornado y
atractivo que nos abalanzamos a traspasar, y una vez dentro, sin discernirlo
claramente, descubrimos que se trata de un pasadizo que no permite un verdadero
ingreso en la casa, sino que nos lleva directo y sin alternativa, de nuevo
afuera. Se trata de una falsa entrada, un corredor, una calle ciega, sin
puertas de acceso, una entrada nula. Aquí el engaño está en el atractivo y muy
decorado portal. Y, nos dejamos seducir por la fachada. Cuando caemos en la
cuenta, ya estamos de nuevo afuera, expulsados, desterrados. 
Y
hay, no obstante, una puerta menor, modesta, sin repujados ni artesonados. Es
la verdadera “entrada” que nos lleva al real interior de un Palacio de Vida y
Esplendor: ¡la Vida en el Espíritu! Aquí no rige la ley del pecado y su
consecuencia, la muerte está inerme.
«Pablo
resume esta nueva condición de la humanidad representada por los cristianos con
una declaración programática: “Por consiguiente ninguna condenación pesa ya
sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida
en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Ro 8, 1-2)»
(Rinaldo Fabris).
El
enfrentamiento de fuerzas es entre las tendencias de la carne-vs-las tendencias
del espíritu. Hay un antecedente puesto ya como basamento en el capítulo 7:
“Hemos muerto a la ley que nos tenía bajo su poder, quedando así libres para
servir a Dios en la nueva vida del espíritu y no bajo una ley anticuada”. (Ro
7, 6). «Cuando San Pablo habla de Carne y de espíritu, no lo hace de un modo
dualista. El dualismo lo tenemos en la cabeza, porque recibimos esas palabras según
el pensamiento de los griegos que hacían una separación entre cuerpo y alma.
Para San Pablo el hombre es una unidad, un solo bloque. En la carne él ve al ser
del pecador. En el espíritu, al ser del justo. La misma única persona puede
vivir según la carne o según el espíritu». (Carlos Mesters) una misma persona
puede prestar su corazón para anidar una paloma o un alacrán.
Le
ley, no es -en sí misma – un pecado, pero la ley actúa como los barrotes de una
jaula: Es precisamente ella la que nos mantiene cautivos. Cuando tratamos de
abrir vuelo, ¡pum!, nos damos de bruces contra los barrotes de la jaula. La ley
se nos planta delante diciendo precisamente: ¡Esto es pecado! “Lo que pasa es
que el pecado, me causó la muerte valiéndose de lo bueno. Y así, por medio del
mandamiento, quedó demostrado lo terriblemente malo que es el pecado. 
Lo
que hace la ley es desenmascarar el pecado. El ἁμαρτία [amartia] “pecado”
no habría sido “mortal” si no lo hubiera desenmascarado la ley. Algo que es
bueno, el ἐντολὴ [entolé] “mandamiento”, nos conduce a la muerte. La
palabra ἐντολὴ denota que lo que hace
es precisamente impedirme alcanzar mi “propósito”, mi “finalidad”, mi “meta”,
la realización de mi “plenitud”. Este “mandamiento, lo que hace es llevar al
fracaso mi puntería y no dejarme dar en el blanco. El ἁμαρτία
“pecado” se define así, como un fracaso de la “puntería” que no me deja acertar
con el objetivo, con el propósito correcto.
El punto de partida en la perícopa que nos ocupa hoy, es “para
los que están en Cristo, no hay ninguna condena”. ¿Cómo así? Es que Cristo la
que tiene es una ley espiritual que no opera dando muerte, sino que ¡da vida!
Es una ley que libera, no que enjaula. Si uno vive con coherencia respecto del
reconocimiento de Cristo como Redentor, no encontrará por ningún lado
“condena”.
Esta es una increíble Victoria: con Cristo no hay tendencias hacia
la satisfacción de la carne, sino hacia la satisfacción de las apetencias
espirituales. La ley mosaica identificó el mal y allí donde la bestia tenía su
control, Moisés instaló el barrote, que priva de la liberad y si se toca,
“electrocuta”. Cristo, en cambio, lo que hizo fue arrancarle a la bestia su
aguijón y de esa manera destruir la muerte. 
El que no tiene el Espíritu de Dios no le pertenece a Dios. En
cambio, si estamos habitados por Cristo, nuestro cuerpo aparece muerto para el
pecado, como aquel que se hace pasar por muerto, el Perverso no lo vuelve a
matar, porque lo considera ya muerto; más cuando el maligno se ausenta, este se
puede levantar campante y airoso, porque el Propio Cristo lo ha reservado para
Sí, declarándose su Dueño y Señor.
Esto sorprendía grandemente a los judíos que vivían confiados
en la ley que, a su contacto, los enviaba directo a la impureza de su falta (de
puntería) inoculando en ellos la toxina del pecado, en tanto que ley
trasgredida, ¡pasaje directo al Sheol!
No perdamos de vista en esa panorámica, el Auxilio Divino,
que es el que logra ponernos por sobre la ponzoña del maligno.  Así, todo lo necesario es dejarse llevar por
la Gracia de las apetencias espirituales y -con el auxilio Divino-
sobreponernos a las volubilidades a las que nuestra debilidad puede sucumbir.
«Pablo está seguro de la victoria final de Dios en Cristo y
de los que son de Cristo. A partir de Él la Resurrección es la meta y la
consumación última de toda vida humana histórica. Jesucristo es el principio de
vida y de consumación última de todos los hombres, de toda la creación y de
toda la historia». (José L. Caravias s.j.)
El lunes estudiaremos un segundo fragmento del capítulo 8, 12-17; el miércoles estudiaremos el bloque 8, 26-30 y el jueves el bloque 8, 31b-39. Como se puede notar, solo se exceptuará el bloque 8, 18-25 que se refiere a “la esperanza de la gloria” que hace un cotejo entre los sufrimientos de esta vida y la “gloria que habremos de ver después” después de ella, una vez alcanzado el plano escatológico.
Sal
24(23), 1b-2. 3-4ab. 5-6
Al
judaísmo siempre le ha preocupado y le ha interesado en grado sumo, el tema de
la pureza ritual. Por ejemplo, en la entrada del Templo había una gran pila de
agua en el Templo de Jerusalén utilizada para la purificación ceremonial de los
sacerdotes, llamada “el Mar de Bronce”, que
construido por el rey Salomón y se encontraba en el patio del templo.  
Este
Salmo tiene mucho que ver con el Templo y las condiciones que debían cumplirse
para ser dignos de entrar en el templo. Y ese es el tema de la primera parte de
este salmo, que reproduce el Salmo 15(14).
La segunda parte -que no se toca para nada en la perícopa que proclamamos hoy- se refiere a las alabanzas, loas y encomios, que se proclaman al entrar procesionalmente en el Templo llevando el Arca de la Alianza.
La
primera estrofa intenta dimensionar el por qué se le pone tanto misterio al
ingreso en el Templo. Precisamente porque es el Palacio de Dios: Dueño de todo
lo que existe, su Creador, fue Él quien la יְכוֹנְנֶֽהָ [yekouneja]
“consolidó” (derivada del verbo כּוּן [kun] “poner firme”, “erigir”), sobre el líquido
elemento.
En
la segunda estrofa, el eje es “la pureza requerida y reglamentaria” que está
expresada aquí como “¿Quién puede subir al Monte del Señor?” o sea, ¿quién
puede entrar al “Santuario”, al “lugar Santo”?. Pero los requisitos, y aquí
está la sabiduría teologal del salmo, no pide rituales de “purificación”, no
remite al Mar de Bronce, lo que pide es un corazón purificado: que no haya
incurrido en idolatría. Los ídolos son los que se interponen entre Dios y el
hombre.
En
la tercera estrofa, expresa que la persona de corazón limpio es agradable a los
ojos de Dios. Ciertamente esta persona es una persona colectiva, es el pueblo
que el Señor ha tomado como esposa y le ha puesto, al dedo, la Argolla-Alianza.
Por eso habla de toda una דּ֣וֹר [dor] “generación”, no de un sujeto, sino
de una comunidad, temporalmente se puede entender como “toda una edad”.
La
amistad con Dios se gana al מְבַקְשֵׁ֨י [mebaqse] “buscarlo”; (esta palabra hebrea
viene del verbo בָּקַשׁ
[baqash] “esforzarse por encontrar algo o a alguien”, “investigar algo con
empeño”. El hombre está llamado a demostrar su sed de Dios, poniéndose en su
busca. Y ese es el tema del verso responsorial. En la palabra hebrea, se
connota búsqueda en el plano espiritual y/o religioso, con adoración y rezos.  
Lc
13, 1-9
… no retarda el
cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia
con ustedes, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la μετάνοιαν [metanoian] “conversión”
2P 3,9
Los
galileos aquellos que Poncio Pilato hizo asesinar y que mezcló su sangre con la
de los sacrificios, con lo que cometió un gravísimo sacrilegio; se puede pensar
que esa mezcla fue accidental, pero nosotros sabemos que era la táctica para
decir al pueblo judío: dénselas de muy rebeldes y todos ustedes vendrán a pagar
lo mismo, y aún más caro precio. Estos que vinieron a decirle a Jesús eran de
los que suelen decir: “Se metieron contra los romanos, pues que chupen. Bien
merecido se lo tienen”.
Dicho de otra manera. Lo que esperaban era que Jesús les dijera: “Todos esos galileos se lo merecen. Por rebeldes”.
Bueno,
a esos por rebeldes; pero, a los dieciocho que les cayó la torre encima, ¿a
esos qué? Se les cayó encima y los mató porque eran, sin duda alguna,
“pecadores”, no sabemos de qué pecado, pero si los mató una torre, como
accidentalmente, era, y no le busquen, que se lo tenían bien merecido. 
Todo
esto se llama retribucionismo: según esa ideología, Dios mira su contabilidad
de doble columna, pros y contras, suma, contrasta y paga.
Y
Jesús les dice que no. Que así no van las cosas. Que todos por igual
necesitamos μετανοῆτε [metanoete] “cambiar la forma de pensar”,
“ver las cosas desde otra óptica distinta”. 
La siguiente parte de la perícopa nos ayuda y nos ratifica
que Jesús quiere liberarnos de la perspectiva “retribucionista”. Dios no es
así, Él pasa y ve la higuera que, por tercer año, no daba fruto, y, sin
embargo, Él no ordena cortarla, y, el Viñador a cargo, intercede por ella (el
Viñador es la personificación de Jesús). Le presenta al Señor todo un proyecto
de muda, como encargado promete:
i) cavar alrededor
ii) echarle estiércol, 
a ver si da fruto en lo sucesivo.
El contraste es muy rotundo: Algunos quieren matar, cortar,
castigar, emiten su condena de inmediato, sacan su lanzallamas, llaman a sus
esbirros. Pero el ἀμπελουργόν [ampelurgón] “Viñador”
aboga para darles oportunidad. ¿Qué sería de nosotros si el Viñador no
estuviera siempre intercediendo? Hace mucho que habríamos ido a parar el Sheol.
Qué enorme gracia es arrepentirse, darse cuenta que se ha obrado mal, que le ha
metido mala-sangre al Cuerpo Místico, ¡ese ya es un higo jugoso!
Pero es que El Señor no quiere que nos perdamos, sino
salvarnos y vernos cargados de higos jugosos y abundantes.
«Es verdad, ninguno de nosotros ha matado a nadie, pero hay muchas cosas pequeñas, muchos pecados cotidianos, de todos los días… … Y cuando uno piensa: ‘¡Pero qué corazón tan pequeño: ¡He hecho esto contra el Señor!’. ¡Y se avergüenza! Avergonzarse ante Dios y esta vergüenza es una gracia» (Papa Francisco)





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