Rm 8, 12-17
Vamos
con la 10ª lección sobre el Libro San Pablo a los Romanos, de las 18 previstas,
y vamos dándonos cuenta que la fe es la carrilera de la santidad que sólo es
posible gracias a que Jesucristo la hizo posible por medio de la justificación.
 
Pero -loado sea el Señor- que, para edificar la justificación, la hizo Gracia,
lo que significa que no es un “objeto” que se pueda comprar o vender, sino que
es Gracia. Reflexionemos en la catolicidad de esta justificación, si fuera una
mercancía, se saldría de la órbita de tantos y tantos que no les alcanzaría
para comprarla. Pero como ella es Gratuita, todos pueden alcanzarla sin la
discriminación que depende de la barriguita de la billetera. Y, es que el
billete, en sí, no es corrupto, pero puede llegar a adquirir, a contagiarse de
la corrupción, y sí así fuera, la justificación ya no sería Santa. El sustrato
de esta fragilidad del billete, tiene, siempre que ver con el hecho de que
Jesús volcara las mesas de los cambistas en el Templo, y -acto seguido-
profiriera la denuncia de haber hecho del Templo, una “casa de ladrones” (Cfr.
Mt 21, 12s).
Hay
una “naturaleza humana” que es -de suyo- Grandiosa, pero, está la fisura que
introdujo el pecado, no es propia de la naturaleza humana (nos parece
indispensable entender que Dios la creó Grandiosa y sin resquebrajadura alguna)
y fue sólo el pecado el que la fragilizó, el pecado puede ser lavado, por la
Gracia del bautismo, pero la rendija de nuestra ánfora permite que se cuele una
sustancia que corrompe, a la que podríamos llamar “sensualidad-propia” o
“concupiscencia”. Hay quienes piensan que está indisolublemente pegada a
nosotros, pero ya San Pablo lo ha declarado: el sacrificio de Jesús en la Cruz
nos liberó y su Resurrección es el Veredicto Divino que declara su derrota. 
Nosotros
podemos -tercamente- sumergir nuestra propia ánfora, en las aguas descompuestas
de la sensualidad para permitir que se cuele por la mentada ranura, algo del
virus destructivo y letal. Pero esta manía y esta atracción por la seducción
del “fruto de la perdición” puede ser superada por una prótesis que Dios mismo
-el Misericordioso- nos regala: la Plenitud donada por el Espíritu Santo. Sólo
inmersos en su santificante influjo podremos sustraernos a la adicción
maniática de la Carne. Esa Plenitud se alcanza viviendo inmersos en Jesús,
porque el Espíritu Santo no es otra cosa que el Espíritu de Jesús que Él nos
donó, cuando Resucitado sopló sobre nosotros, la Iglesia, en aquel momento personificada
en el Colegio Apostólico (Cfr. Jn 20, 19-26). O sea, asociados con Jesús,
reconociendo en Él al puente de conexión con la Redención; sin aceptar el
“Puente” no hay manera de cruzar el abismo.
No
somos ὀφειλέτης
[ofeiletes] “deudores”, “los que quedan comprometidos a retribuir un servicio”
de la Carne, sino que -por el Espíritu del Salvador-  somos “transportados” -llevados de un lugar
al otro, de las puertas de la perdición, somos conducidos al Portal Salvífico.
Eso quiere decir que no somos esclavos sin más, desesperados, sino que somos
esclavos que “clamamos” (recordemos que esta palabra significa ante todo
“súplica”), el que clama suplica, en este caso salvación, y la Gracia que se le
da es la filiación adoptiva, por los méritos de Jesucristo, nuestro Señor
(porque tenemos en Él puesta nuestra Esperanza).
¿Qué
se nos otorga aquí? Que el Espíritu Soplado, lo que nos insufla, es la
Filiación por Adopción, que sería totalmente inalcanzable para nosotros, pero
que Jesucristo nos la da, haciéndonos, como lo dice San Pablo con feliz
fórmula: συνκληρονόμοι [sugkleronomoi] “coherederos”, “se
echaron las suertes y fuimos nominados para recibir también la
herencia”; expliquemos: no era que nos tocara por legalidad recibir la
herencia, sino que por la feliz -aunque aleatoria, mejor aún, libérrima- decisión
de Dios, nos correspondió compartir lo que en legitimidad era exclusivo del
Hijo.
El
verso 17 aun nos explica la consecuencia de esta co-heredad, y es que seremos συνδοξασθῶμεν
[sundoxastomen]
con-glorificados, al que anda con Jesús, se le pega el almíbar de su Dulzura, y
Él nos participa del Gozo de su Gloria.
No hay que vivir esclavos del miedo de qué nos va a pasar si
los dejamos todo y lo seguimos: ¡Ánimo! ¡Sigámoslo! Si sufrimos con Él, no
triunfará el sufrimiento, triunfará la Dulzura de la Glorificación. Dejemos que
Jesús nos imponga sus manos Generosas, dadoras de Gracia, Sanadoras,
Liberadoras.
Sal 68(67), 2 y 4. 6-7ab. 20-21
Lo que acabamos de analizar nos ilumina cómo se le somete
todo a Jesús: Toda rodilla se dobla en el Cielo -bastante lógico- en la tierra
-debería ser así, y en el abismo -pobres, tarde se vinieron a dar cuenta-. Así,
su Majestad se revela.
Dios se levanta de su Trono y todos sus enemigos salen en
desbandada. Pero, para los justos -es al contrario- los Justos hacen Fiesta al
reconocer la Grandeza de Dios. Que Gozo tan descomunal es estar en Su
Presencia.
Dios es Padre para los que son huérfanos. Es Protector de las viudas. Habita en el Cielo, que es su Morada de Santidad. Allí les hace vivienda a los desvalidos que pasan del estado de carenciados a la Magnificencia del Enriquecimiento-Divino.
Dios está fastidiado por que se ha llenado de cargas
innecesarias a sus hijos. Está escandalizado de que se hayan puesto cargas
fatales en sus espaldas, así que manda a su Hijo quien coge el yugo pesado de
la Cruz, y lo carga sobre sus propios Hombros. Los despiadados una y otra vez
lo crucifican: Más no quedaran impunes, Dios-Salva que se translitera: ¡Jesús!
¡Porque nuestro Dios, es un Dios que salva!
Lc 13, 10-17 
Estar encorvado es estar apabullado, es una afectación a
nuestra dignidad, el hombre -el ser humano- en la plenitud de su dignidad va
derecho, erguido, y no torcido y giboso. Pensando en una persona torcida,
agobiada, viene a nuestra mente Jesús, cargando la cruz, rumbo al Calvario.
¿Qué lleva Jesús a cuestas? El pesado yugo del oprobio humano. Él les impone
las manos a estas cargas y las alza, las recoge, las hace suyas. Él carga el
patíbulo.
Estas cargas descomunales nos agobian. Uno lo ve día tras día: Mucha gente que apachurrada por los pesos brutales que les imponen, quedan doblados, se les deforma la columna, pierden sus extremidades -bien en accidentes laborales, bien en el combate de sus guerras- son personas que ya no se pueden enderezar, que han sido deformadas en su integridad humana, algunos de ellos, amputados.
Qué dice el Jefe de la sinagoga: ¿Por qué no siguen así
tranquilos un día más?, ¿cuál es el afán de sacudirse de las cargas?, Si tantos
años las han soportado, sopórtenlas otro poco. Ante todo, presten atención a
las sacratísimas leyes que decretan la legalidad y justicia de estos yugos. ¡El
que quiera comer que cargue! ¡qué deforme su espalda! ¡No sois sino una recua
de flojos! ¡Perezosos!
Continúa diciendo el Jefe de la sinagoga: Aprendan de esta
mujer encorvada, lleva ya diez y ocho años así. ¿Qué prisa corre en cambiar las
cosas?
Jesús no podía dilatar esta situación un minuto más. Piensa para sus adentros ni que ella fuera un buey o un burro. La tratan como a un animal de carga. Y así lo hace evidente: Cuando Jesús le impuso las manos y la mujer se pudo enderezar, él -el jefe de la sinagoga- y todo su corro - ἀντίκειμαι [antikeimai], “opositores”- quedaron abochornados. Pero están otros, los que van con Jesús, los que lo admiran y lo reconocen, son los ὄχλος [ochlos], los que no se alegran de la injusticia y -que, por el contrario- se alegran de las maravillas que Jesús hacía por doquier, liberando, sanando, en este caso, en la mismísima sinagoga.





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