Eclo 3, 2-6. 12-14;
Sal 128(127), 1-2. 3. 4-5; Col 3, 12-21; Lc 2, 41-52
Nazaret,… Allí el
Señor aprendió a ser abrazado y besado, amamantado y amado, a tocar y hablar, a
jugar, caminar y trabajar, a compartir los minutos, las horas, las noches y los
días, las fiestas, las estaciones, los años, las expectativas, las fatigas y el
amor del hombre. En el silencio, en el trabajo, en la obediencia a la palabra,
en comunión con María, José y sus parientes, Dios aprendió del hombre todas las
cosas del hombre. El misterio de Jesús en Nazaret es el gran misterio de la
asunción total de nuestra vida de parte
de Dios: nos ha desposado en todo, haciéndose una carne única con cada una de
nuestras situaciones concretas.
Silvano Fausti
La
Primera lectura nos da a conocer la profunda unidad que hay entre padres e
hijos ante los ojos de Dios. Los frutos de los padres resuenan en los hijos,
los hijos son eco de la rectitud en las acciones de los padres. Uno no cosecha
sólo para sí, se cosecha para las generaciones venideras acrecentando honra y
riqueza. Poniendo prioridad sobre la mutua honra en el seno de la familia que
yace sobre el respeto y el reconocimiento de la autoridad.
Como
es sabido la religión judía suponía la peregrinación al Templo en las festividades
de Pascua, Pentecostés y Succot, o sea de las “tiendas” o “enramadas”. Estas
“subidas” שְׁלֹשֶׁת הַרְגָלִים
[Shelóshet
Haregalim] traducible como “la triple peregrinación” a Jerusalén, eran
marchas procesionales donde los adultos iban por su parte y los niños en otro
grupo. Como se iba ascendiendo poco a poco se llamaban también “graduales”. A
este fin, se compusieron 15 salmos, denominados precisamente graduales que son
los salmos 120-134. El Salmo 128(127) inicia con una bienaventuranza y termina
con la expresión, “que lo tengan todo”: Shalom, que traducimos por “Paz”. La
bienaventuranza es un pretexto para definir el איָרֵ “temor a Dios”, que -dicho sea de
paso- no se habría de traducir así, sino como “reverencia a Dios”. Esta
reverencia a Dios consiste –según se establece en el verso 1 del Salmo- en guardar
sus caminos, cuidarse de ofenderlo, ¡respetarlo! A continuación alude a la
celebración cultual en la Iglesia Domestica, el Banquete familiar en el que se
sientan la esposa, los hijos y el esposo. ¿Cómo se manifestará esa
bienaventuranza a que nos venimos refiriendo? Por la bendición de Dios desde su
Templo, la Ciudad de la Paz, para la familia.
En
la Segunda Lectura aprendemos que los elegidos deben revestirse de
Misericordia, ser magnánimos, humildes, afables, pacientes y agradecidos; deben
soportar a los demás y ser capaces de perdonar siguiendo las enseñanzas y el
ejemplo de Dios perdonador y redentor. Ahora bien, el compromiso por excelencia
es el amor, quienes han sido elegidos viven el amor que liga los seres en la
suprema unidad. Se retoma el concepto hebreo de Paz para que ella embalsame con
su “sentencia” jueza y árbitro, cualquier litigio que pudiera suscitarse entre
nosotros. Pero allí no concluye nuestro compromiso, sino que se avanza más
lejos recorriendo las sendas del culto que incluyen el estudio de la Palabra,
el anuncio, el compartir enseñándonos los elementos de la “Sabiduría”, la
corrección fraterna y la acción de gracias con canticos sinceros. ¿Cómo
conviviremos en la familia cristiana? En armonía fraternal, de hermanos en
Jesús y todo cuanto obremos -sea con palabras o con acciones- se haga en el
Nombre de Jesús.
En
el Evangelio nos encontramos una palabra que para nosotros es clave: συνοδία
[sunodia], co-caminantes, los que van andando juntos, los que se
acompañan. Es muy interesante como se camina, por ejemplo, en una peregrinación,
donde no se segregan las familias sino que se entretejen las relaciones, se
buscan “contactos”, se traban nuevas “afinidades”, se refrescan amistades y se
reconcilian los que habían chocado o se habían irritado. Bien se ha dicho que
la familia es la “célula” de la sociedad, pero una familia sola no alcanza a
ser “comunidad”. La peregrinación a Jerusalén la hacen como comunidad, es más, como comunidad
creyente. «Pongamos atención en este contexto al sentido más hondo de la
peregrinación: al ir tres veces al año al templo, Israel sigue siendo, por así
decirlo, un pueblo que está siempre en camino hacia Dios, y recibe su identidad
y su unidad siempre nuevamente del encuentro con Dios en el único templo. La
Sagrada Familia se inserta en esta gran comunidad en el camino hacía el templo
y hacia Dios.»[1]
Conviene
aquí que tratemos de resumir en una gran panorámica la imagen de Familia que la
Iglesia nos propone. Iniciemos dando un vistazo al Catecismo de la Iglesia Católica,
numerales 1655 y 1656:
1655
Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de
María. La Iglesia no es otra cosa que la "familia de Dios". Desde sus
orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que,
"con toda su casa", habían llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8).
Cuando se convertían deseaban también que se salvase "toda su casa"
(cf Hch 16,31; 11,14). Estas familias convertidas eran islotes de vida
cristiana en un mundo no creyente.
1656
En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe,
las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una
fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con
una antigua expresión, Ecclesia domestica (LG 11; cf. FC 21). En el seno de la
familia, "los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores
de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación
personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida
consagrada" (LG 11).
Ahora,
un retazo del #11 de la Lumen Gentium: «… los cónyuges cristianos, en virtud
del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio
de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan
mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación
de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su
estado y forma de vida [21]. De este consorcio procede la familia, en la que
nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del
Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que
perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia
doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la
fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de
cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada
Todos
los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos
y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su
camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo
Padre.»
Y,
pasemos ahora al #59 del Amoris Lætitia de Papa Francisco: Nuestra enseñanza
sobre el matrimonio y la familia no puede dejar de inspirarse y de
transfigurarse a la luz de este anuncio de amor y de ternura, para no
convertirse en una mera defensa de una doctrina fría y sin vida. Porque tampoco
el misterio de la familia cristiana puede entenderse plenamente si no es a la
luz del infinito amor del Padre, que se manifestó en Cristo, que se entregó
hasta el fin y vive entre nosotros. Por eso, quiero contemplar a Cristo vivo
presente en tantas historias de amor, e invocar el fuego del Espíritu sobre
todas las familias del mundo.
Pasemos
a enfocarnos en la Misión de la familia cristiana, para lo cual retomamos un
texto de Benedicto XVI donde él dice: «Para poder comprender la misión de la
familia en la comunidad cristiana y sus tareas de formación de la persona y
trasmisión de la fe, hemos de partir siempre del significado que el matrimonio
y la familia tienen en el plan de Dios, creador y salvador… El matrimonio y la
familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de
situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de
la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia
más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta.
Es decir, no se puede separar de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre
sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿Qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no
se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios?, ¿cuál es
verdaderamente su rostro?»
El
Papa Emérito ve que la realización del hombre consiste en manifestar con
fidelidad su ser “imagen de Dios”, y el rasgo esencial de Dios, el ADN
primigenio es el Amor, porque Dios es Amor, de lo que dimana le relación entre
cuerpo y espíritu, lo que la da tanto al cuerpo femenino como al masculino,
además de un “carácter biológico”, un “carácter teológico”.
La
sexualidad depende de ese doble carácter
y no es un añadido, ni un apéndice, y, al integrarse en la persona puede dar
expresión a la conexión persona-institución. La institución es un trascender de
la persona al momento presente con una voluntad de persistencia en el tiempo
que denominamos fidelidad, condición sine qua non los hijos pueden confiar en
su futuro pese a los momentos difíciles que les puedan sobrevenir. Escuchemos
lo que dice Benedicto XVI a renglón seguido: «… la mayor expresión de la
libertad no es la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una verdadera
decisión... la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por
un don definitivo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar
plenamente a sí misma… el “sí” personal y reciproco del hombre y de la mujer
abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al
mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida… ninguno de nosotros se
pertenece exclusivamente a sí mismo. Por eso, cada uno está llamado a asumir en
lo más íntimo de su ser su responsabilidad pública… el matrimonio… es… una
exigencia intrínseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la
persona humana… El libertarismo que se quiere hacer pasar como descubrimiento
del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el
cuerpo, situándolo -por decirlo así- fuera del auténtico ser y de la auténtica
dignidad de la persona.»[2]
Regresemos
al Amoris Lætitia de Papa Francisco, para detenernos en los ## 65-66: «La
encarnación del Verbo en una familia humana, en Nazaret, conmueve con su
novedad la historia del mundo. Necesitamos sumergirnos en el misterio del
nacimiento de Jesús, en el sí de María al anuncio del ángel, cuando germinó la
Palabra en su seno; también en el sí de José, que dio el nombre a Jesús y se
hizo cargo de María; en la fiesta de los pastores junto al pesebre, en la
adoración de los Magos; en fuga a Egipto, en la que Jesús participa en el dolor
de su pueblo exiliado, perseguido y humillado; en la religiosa espera de
Zacarías y en la alegría que acompaña el nacimiento de Juan el Bautista, en la
promesa cumplida para Simeón y Ana en el templo, en la admiración de los
doctores de la ley escuchando la sabiduría de Jesús adolescente. Y luego,
penetrar en los treinta largos años donde Jesús se ganaba el pan trabajando con
sus manos, susurrando la oración y la tradición creyente de su pueblo y
educándose en la fe de sus padres, hasta hacerla fructificar en el misterio del
Reino. Este es el misterio de la Navidad y el secreto de Nazaret, lleno de
perfume a familia. Es el misterio que tanto fascinó a Francisco de Asís, a
Teresa del Niño Jesús y a Carlos de Foucauld, del cual beben también las
familias cristianas para renovar su esperanza y su alegría.
La
alianza de amor y fidelidad, de la cual vive la Sagrada Familia de Nazaret,
ilumina el principio que da forma a cada familia, y la hace capaz de afrontar
mejor las vicisitudes de la vida y de la historia. Sobre esta base, cada
familia, a pesar de su debilidad, puede llegar a ser una luz en la oscuridad
del mundo. “Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su
comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e
inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo
fundamental e insuperable de su sociología” (Pablo VI, Discurso en Nazaret, 5
enero 1964)»
Para
retomar, una vez más, a Papa Emérito: «… la revelación bíblica es, ante todo,
expresión de una historia de amor; la historia de la alianza de Dios con los
hombres; por eso, la historia del amor y de la unión de Dios de un hombre y una
mujer en la alianza del matrimonio pudo ser asumida por Dios como símbolo de la
historia de salvación. El hecho inefable, el misterio del amor de Dios a los
hombres, recibe su forma lingüística del vocabulario del matrimonio y de la
familia, en positivo y en negativo: en efecto, el acercamiento de Dios a su
pueblo se presenta con el lenguaje del amor esponsal, mientras que la
infidelidad de Israel, su idolatría, se designa como adulterio y prostitución.»[3]
A
este respecto, en el numeral 12 de la Familiaris Consortio, Juan Pablo II nos
presenta lo siguiente: «El mismo pecado que puede atentar contra el pacto
conyugal se convierte en imagen de la infidelidad del pueblo a su Dios: la
idolatría es prostitución, la infidelidad es adulterio, la desobediencia a la
ley es abandono del amor esponsal del Señor. Pero la infidelidad de Israel no
destruye la fidelidad eterna del Señor y por tanto el amor siempre fiel de Dios
se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los
esposos.»
«El
amor crece a través del amor. El amor es “divino” porque proviene de Dios y a
Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos trasforma en un Nosotros,
que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al
final Dios sea “todo para todos”. (Cf. 1Co 15, 28)»[4]
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