Is 40, 1-5. 9-11; Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14; 2Pe 3, 8-14; Mc 1,1-8
Prefiero una Iglesia
accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma
por el encierro y la comodidad de aferrase a las propias seguridades.
Papa Francisco
El
foco de esta celebración del Segundo Domingo de Adviento está en el verbo κατασκευάζω preparar
que significa disponer una vasija justamente para lo que va a contener, para su
exacto propósito. Prepararle el camino al Señor, es nuestra misión, y se nos
muestra –a tal fin- a verdaderos paradigmas de este ejercicio: Moisés, Elías,
Isaías, Juan el bautista, San Pedro. En el meollo de esta celebración, Juan el
bautista nos dice lo fundamental de esa misión preparatoria: “Llamar a la
conversión”. En el Primer Domingo de Adviento señalábamos lo interesante que
será acercarnos al Sacramento de la Confesión en esta época de Adviento. Pero,
y eso no nos cansamos de enfatizarlo, el más verdadero nombre de este
Sacramento es Sacramento de la Conversión, porque él marca un punto de
inflexión, subrayando la decisión de “enderezar los senderos”, cambiando
radicalmente nuestro enfoque de vida, haciéndolo girar hacia el Señor. Preparar
un camino al Señor es llamar a la conversión, cambiando por medio de una muerte
(inmersión en el agua bautismal) que ahoga el pecado para re-nacer como una
nueva creación: Criatura Nueva, renacida
del agua y del Espíritu.
Hablamos
de Jesús mostrándolo como “el anunciado, el esperado, el vaticinado” y eso
tiene mucha razón. Jesús, como decimos con frecuencia, no aparece como llegado en
paracaídas. Él es el fruto perfecto –en cuanto es el Culmen- de una semilla de
Salvación que Dios planto desde la primera página del Génesis. Sabemos –por San
Juan- que desde antes de la Creación del Mundo, y desde toda la Eternidad, estaba
el Verbo aguardando su momento de irrumpir en la historia. Todas las figuras
del Primer Testamento lo prefiguran, y por eso, hemos subrayado, con cierta
frecuencia, el origen judeocristiano de nuestra fe. Dios nos ha hecho posible
creer, porque Él puso el Anuncio de su Llegada para que nosotros entendiéramos que
lo estamos aguardando. El Precursor –San Juan el Bautista- es el último de los “profetas”
con la misión de mostrarnos su inminencia. En el evangelio de este Segundo
Domingo de Adviento, que se toma precisamente del “Principio” del Evangelio de
San Marcos, se nos citan dos profecías de ese filón previsivo que apunta hacia
ese inminente arribo: Se trata de –en primer término- citando a Malaquías,
(dicho sea de paso Malaquías proviene de מַלְאָכִי
“Mal´akhi” que significa “mi mensajero”): “He aquí que yo envío a mi mensajero
a allanar el camino delante de mí, y enseguida vendrá a su Templo el Señor a
quien vosotros buscáis; y el Ángel de la alianza, que vosotros deseáis, he aquí
que viene, dice Yahveh Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida?
¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque es Él como fuego de fundidor y
como lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los
hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata; y serán para Yahveh los
que presentan la oblación en justicia. Entonces será grata a Yahveh la oblación
de Judá y de Jerusalén, como en los días de antaño, como en los años antiguos.”
(Mal 3, 1-4); la otra proviene de Isaías: "Consuelen,
dice Yahveh, tu Dios, consuelen a mi pueblo. Hablen a Jerusalén, hablen a su
corazón, y díganle que su jornada ha terminado, que ha sido pagada su culpa,
pues ha recibido de manos de Yahveh doble castigo por todos sus pecados. Una
voz clama: “Abran el camino a Yahveh en el desierto; en la estepa tracen una
senda para Dios; que todas las quebradas sean rellenadas y todos los cerros y
lomas sean rebajados; que se aplanen las cuestas y queden las colinas como un
llano.” Porque aparecerá la gloria de Yahveh y todos los mortales a una verán
que Yahveh fue el que habló. Una voz dice: “Grita.” Y yo respondo: “¿Qué he de
gritar?” La voz dice: “Toda carne es hierba, y toda su delicadeza como flor del
campo. La hierba se seca y la flor se marchita cuando sobre ella pasa el soplo
de Yahveh.” La hierba se seca y la flor se marchita, más la palabra de nuestro
Dios permanece para siempre. Sube a un alto cerro tú que le llevas a Sión una
buena nueva. ¡Haz resonar tu voz, grita sin miedo, tú que llevas a Jerusalén la
noticia! Diles a las ciudades de Judá: “¡Aquí está su Dios!".(Is 40, 1-9).
En síntesis, ¿qué debía “Gritar” el mensajero?, “¡Aquí está su Dios!". Ese
grito cumple la función de “allanar el camino”. Por eso a San Juan Bautista lo
llamamos “el precursor”.
Hay otra cita del Antiguo Testamento que no está expresa pero
que aparece y su función es equiparar a San Juan Bautista con el profeta Elías.
Veamos lo que dice le verso 6 del capítulo 1 de San Marcos: Juan iba vestido de
piel de camello, con una correa de cuero a la cintura; veamos ahora lo que dice
2Re 1, 7b-8: “¿Cuál era la apariencia del hombre que subió a su encuentro y
entonces les habló estas palabras?”. De modo que le dijeron: “Un hombre que
poseía una prenda de vestir de pelo, con un cinto de cuero ceñido a sus lomos”.
Al instante él dijo: “Fue Elías el tisbita”. Esta referencia lo que nos está
diciendo es que Juan el Bautista “es aquel Elías que había de venir” (Mt 11, 14b).
Del episodio de la Transfiguración reconocemos la importancia
de Elías que, junto con Moisés, representa toda la ley y los profetas. Fueron
personajes centrales en la historia de la fe Judía. Tanto Moisés como Elías
vieron pasar al Señor, valga decir, se les concedió la Gracia de ver a Dios,
así fuera dentro de los límites de lo que un hombre vivo puede llegar a ver sin
morir: "Moisés dijo a Yahveh: “Tú me mandas que encabece a este pueblo, y
no me das a conocer a quién enviarás conmigo. Sin embargo, me has dicho: Te
conozco por tu nombre, y te he mirado con buenos ojos. Ahora, si realmente me
miras con buenos ojos, dame a conocer caminos para que te conozca, y me sigas
mirando bien: no olvides que esa gente es tu pueblo.” Yahveh respondió: “Ve y
haz lo que te diga, que yo te llevaré al descanso.” Moisés contestó: “Si tu
Rostro no nos acompaña, no nos hagas salir de aquí. ¿Cómo podrá verse que nos
das tu preferencia a mí y a tu pueblo? ¿No será, acaso, en que tú nos
acompañarás? Esto nos distinguirá, yo y tu pueblo, de todos los pueblos de la
tierra.” Yahveh contestó a Moisés: “También esto que me acabas de pedir, lo
haré, pues te di mi preferencia y te conozco por tu nombre.” Moisés dijo a Yahveh:
“Por favor, déjame ver tu Gloria.” Y Él le contestó: “Toda mi bondad va a pasar
delante de ti, y yo mismo pronunciaré ante ti el Nombre de Yahveh. Pues tengo
piedad de quien quiero, y doy mi preferencia a quien la quiero dar.” Y agregó Yahveh:
“Pero mi cara no la podrás ver, porque no puede verme el hombre y seguir
viviendo. Mira este lugar junto a mí. Te vas a quedar de pie sobre la roca y, al
pasar mi Gloria, te pondré en el hueco de la roca y te cubriré con mi mano
hasta que yo haya pasado. Después sacaré mi mano y tú entonces verás mis
espaldas; pero mi cara no podrás ver." (Ex 33, 12-23). Y,
ahora, leamos la Visión de Dios para Elías: "Allí se dirigió hacia la
cueva y pasó la noche en aquel lugar. Y le llegó una palabra de Yahveh: “¿Qué
haces aquí, Elías?” El respondió: “Ardo de amor celoso por Yahveh, Dios de los
Ejércitos, porque los israelitas te han abandonado, han derribado tus altares y
han muerto a espada a tus profetas. Sólo quedo yo, y me buscan para quitarme la
vida.” Entonces se le dijo: “Sal fuera y permanece en el monte esperando a Yahveh,
pues Yahveh va a pasar.” Vino primero un huracán tan violento que hendía los
cerros y quebraba las rocas delante de Yahveh. Pero Yahveh no estaba en el
huracán. Después hubo un terremoto, pero Yahveh no estaba en el terremoto.
Después brilló un rayo, pero Yahveh no estaba en el rayo. Y después del rayo se
sintió el murmullo de una suave brisa. Elías al oírlo se tapó la cara con su
manto, salió de la cueva y se paró a su entrada." (1Re 19, 9-13a).
Ellos,
Moisés y Elías, preparan el camino del Señor, en
la estepa trazan una senda para Dios; rellenan las quebradas y rebajan todos
los cerros y lomas, aplanan las cuestas y hacen
de las colinas llano mostrándonos que Dios está con nosotros, que
Él siempre nos acompaña, que está en nuestra historia personal y comunitaria,
porque somos “su pueblo preferido”, aun cuando a veces no nos percatamos de su
suave Presencia de brisa porque lo
suponemos Dios-de-grandeza-tempestuosa.
Insistimos
en una “inminencia” pero, por el contrario, el Señor parece tardarse, a tal
punto que muchas veces estamos tentados a creer que se ha olvidado: San Pedro
hace una reflexión que debemos tomarnos un buen rato para explorar y tratar de
desentrañar: “El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo
que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que
nadie perezca, sino que todos se conviertan”. No estaríamos anunciando un
Evangelio, el Evangelio de Jesucristo, una Buena Nueva, si la noticia fuera la
de un dios impaciente. En cambio, esa que leemos como desesperante tardanza,
nos descubre la Segunda Lectura que es, en realidad, Su Infinita Misericordia.
El anuncio del que somos portadores es el de Dios-que-nos-tiene-Paciencia,
Quien no ahorra recurso alguno para salvarnos, aun cuando eso lo interpretemos
como inquietante tardanza. Dios no tiene
afán, es el dueño del tiempo y de la historia, puede y se extiende en generosa
longanimidad.
El
Evangelio nos propone por medio de la palabra “desierto”, además, otra dialéctica:
cercanía-distancia: el tema de las “periferias”. Esta palabra tan cara a
nuestro Papa, que la incluyó desde el principio de su Pontificado en todos los
itinerarios que nos propone como pueblo de Dios, como Iglesia, como comunidad
creyente. Los evangelistas han tenido, como simbología, un “ser” propio cada
uno: San Mateo el Hombre, San Juan el águila, San Lucas el buey y San Marcos el
León, porque da Principio a su Evangelio con la figura de San Juan el bautista
que –desde el desierto- llama a la Conversión con una predicación rugiente. Ahí
están retratadas las periferias del Evangelio de San Marcos, con la figura del “desierto”.
Encaramos la dialéctica centro-periferia expresada en el Evangelio de San
Marcos en la oposición Templo-Desierto. Sin embargo, cuando Papa Francisco se refiere
a dichas “periferias”, nos advierte que no se trata tan sólo de las periferias
geográficas, sino que están además –las más preocupantes- las periferias
existenciales. Papa Francisco dio como ejemplo de una periferia existencial: “una
de las periferias que me hace tanto mal, que siento dolor -lo vi en la diócesis
que tenía antes-, es aquella de los niños que no saben hacerse la señal de la
cruz. En Buenos Aires hay tantos niños que no saben hacerse el signo de la
cruz. Esta es una periferia ¡eh! Se necesita ir ahí. Y Jesús está allí, te
espera para ayudar a ese niño a hacerse el signo de la cruz”. La misión no es
una cita del Señor con nosotros en las remotas periferias, está ahí, muchísimas
veces al alcance de la mano. Podemos llegar al Horeb de nuestro encuentro con
Dios sin llenar requisitos de distancia, sino descubriendo que en cada paso de
nuestra existencia estamos comisionados para enseñar, para preparar y proclamar
que el Señor “Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma
en brazos los corderos y hace recostar a las madres.” (Is 40, 11) Es ese el
enfoque que nos propone Papa Francisco para nuestro compromiso de allanadores de colinas, de allanadores de senderos: “Para ser
fieles, para ser creativos, es necesario saber cambiar. ¿Y por qué debo
cambiar? Es para adecuarme a las circunstancias en las que debo anunciar el
Evangelio. Para permanecer con Dios es necesario saber salir, no tener miedo de
salir. Entendamos, pues, preparar –en este contexto de Adviento- como
sinónimo de “salir” a proclamar su Benignidad, su Paciencia, su Amor.
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