Sam 7,1-5. 8b-12.
14a.16; Sal 88, 2-3. 4-5. 27. 29; Rom 16,25-27;
Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y
del hombre empieza a brillar en la gruta de Belén; es el Misterio que
contemplaremos dentro de poco en Navidad: la salvación que se realiza en
Jesucristo.
Benedicto XVI
El
Evangelio es el de la Anunciación que constituye, evidentemente, un momento
central en la Encarnación, y por ende un hito –el medular- del Plan Salvífico.
Este Evangelio que leemos en el IV Domingo de Adviento (B), se puede dividir en
dos partes: La Anunciación, propiamente dicha, y la Vocación. Estos tipos de texto tienen una
estructura fija, dicen los exegetas que una Anunciación tiene una estructura
cuatripartita: a) primero está la aparición del “Mensajero Celestial”, b) luego
el Anuncio del nacimiento, c) luego viene la imposición del Nombre y d) finalmente
la declaración de la misión. Por su parte, una vocación –también consta de
cuatro partes: a) Dios convoca, b) el vocacionado expone sus dificultades,
exhibe sus limitaciones, c) Dios le resuelve y disipa las dudas y, d) se
cierra, con una señal de parte de Dios que ratifica y comprueba el hecho de
haber sido llamado. Es muy interesante, al reconocer la estructura dentro de la
perícopa, darnos cuenta que la primera parte de la vocación está constituida
por toda la Anunciación, valga decir, la Anunciación va de los versos 26 al 33;
y, la vocación, del verso 26 al verso 38.
¿Qué es lo central del ser humano en este relato?
Que el hombre –en María- acepta su parte en la Alianza, se compromete, se
entrega en docilidad a su Creador que lo vocaciona. Haber aceptado ser la Madre
de Jesús, fue una entrega de toda su vida, no se entregó por nueve meses, no se
entregó por 10 ó 12 años, mientras Jesús pasaba de tierno Infante a Joven-Adolescente; no, nada
de eso, como lo saben los que son padres de familia, ser padre o madre es un
rol que jamás se acaba, aun cuando el hijo ya peine canas. Lograremos percibir
los ecos de la perdurable responsabilidad, del compromiso adquirido al
responderle al Arcángel San Gabriel sobre las demandas de Dios, cuando registremos
la presencia de María camino del Calvario y también a los pies de la Cruz. Allí
veremos que la entrega de su disponibilidad a la Voluntad de Dios fue Alianza
para toda la vida. La palabra Adviento, de origen latino, tiene su equivalente
en lengua griega en el término παρουσία Parusía;
por lo general usamos el primero para referirnos a la Natividad y el segundo
para hablar de la Segunda Venida gloriosa y triunfal. Explicando el significado
del Tiempo de Adviento, nos decía el Papa Emérito: «Estamos en el tiempo
litúrgico de Adviento que nos prepara para la Santa Navidad. Como todos
sabemos, el término Adviento significa “llegada”, “presencia”, y antiguamente
indicaba precisamente la llegada del rey o del emperador a una determinada
provincia. Para nosotros, cristianos, la palabra indica una realidad maravillosa
e impresionante: el propio Dios ha atravesado su Cielo y se ha inclinado hacia
el hombre; ha hecho alianza con él entrando en la historia de un pueblo; Él es
el Rey que ha bajado a esta pobre provincia que es la tierra y nos ha donado su
visita asumiendo nuestra carne, haciéndose hombre como nosotros.»[1] Desde
nuestra fe, reconocemos la generosidad de Dios que nos ha hecho coparticipes de
su proyecto salvífico. No participamos de esta Historia a manera de simples
espectadores. Estamos “vocacionados” para ser coprotagonistas. Así María es
figura de la Iglesia y la Iglesia somos todos los bautizados. María nos da el
ejemplo y responde “Hágase en mi según tu Palabra” Lc 1, 38a). La Anunciación
sella la Nueva Alianza y María Santísima toma la palabra por nosotros y se da a
conocer al Arcángel como “la servidora”,
exhibiendo su disponibilidad para acatar.
En el III Domingo de Adviento (B), Arturo Paoli
nos preguntaba, y –a la vez respondía- dando la única condición para lograrlo:
“¿Se puede exultar de alegría y cantar, en una historia que es drama? Sí, es
posible, pero sólo a condición de que uno esté en la historia del Éxodo, en la
tentativa real de transformar el mundo.” Aquí queremos mostrar cómo la Santa
Madre es modelo de Éxodo: «María es la mujer del éxodo. Su existencia, paso a
paso, fue un salir de algo para entrar en algo… Un camino al soplo del
Espíritu. Un camino en plan de Dios. Un camino abierto al proyecto de Dios
sobre su vida. Un camino llamado Jesús…. María lleva en su experiencia de Dios
el juego de la muerte y la resurrección. Sabe que en cada paso Dios destruye.
Sabe que el seguimiento pasa por la prueba de la espada, de la contradicción,
de la Cruz. Sabe que Dios le exige “salir” de lo suyo, de sus planes, de sus caminos,
para “entrar” en los caminos del Señor. Sabe que el nuevo camino, el nuevo y
definitivo éxodo de Dios al hombre se llama JESUS. Y en Jesús, Dios salva.»[2]
«El Catecismo
de la Iglesia católica resume las etapas de la Revelación divina
mostrando sintéticamente su desarrollo (cf. nn. 54-64): Dios invitó al hombre
desde el principio a una íntima comunión con Él, y aun cuando el hombre, por la
propia desobediencia, perdió su amistad, Dios no le dejó en poder de la muerte,
sino que ofreció muchas veces a los hombres su alianza (cf. Misal
Romano, Pleg. Euc. IV)… En Cristo se realiza por fin la Revelación en su
plenitud, el designio de benevolencia de Dios: Él mismo se hace uno de nosotros.»[3]
Lo
que revela este pasaje del Evangelio Lucano es que Jesús es el Mesías, que para
Dios-Padre Él es su Hijo, y que –para que a nadie quepa duda- es del linaje de
David. ¿Cómo es este Dios enamorado de la humanidad, que ama con locura a su criatura?
Dios no ha enviado un representante, ha venido Él mismo.
Dios
no nos deja librados a nuestra fragilidad en lo tocante a la parte de la
Alianza que nos toca: En la Segunda Lectura creemos descubrir una palabra
clave: “A aquel que στηρίξαι
puede darles fuerza para cumplir el Evangelio”. Esta palabra significa fijar, afirmar,
afianzar, confirmar, apoyar -si también- fortalecer. Se lo manifiesta a David –a través del profeta
Natán- “Yo estaré contigo en todo lo que emprendas”. Que Dios nos acompaña y
nos “afianza” se ratifica en el Salmo 88 del que entresacamos el salmo
responsorial para este Domingo IV de Adviento(B): “Mi amor es para siempre //y
mi lealtad, más firme que los cielos… el Dios que me protege y me salva// Yo
jamás le retirare mi amor, ni violaré el juramento que le hice.” Así habla el
Señor.
«El Adviento nos invita a recorrer el camino de
esta presencia y nos recuerda siempre de nuevo que Dios no se ha suprimido del
mundo, no está ausente, no nos ha abandonado a nuestra suerte, sino que nos
sale al encuentro en diversos modos que debemos aprender a discernir. Y también
nosotros con nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados
cada día a vislumbrar y a testimoniar esta presencia en el mundo frecuentemente
superficial y distraído, y a hacer que resplandezca en nuestra vida la luz que
iluminó la gruta de Belén.»[4]
Dios nos afianza y nos fortalece para que cumplamos nuestro rol: Proclamar sin
cesar la Misericordia del Señor y dar a conocer que su fidelidad es eterna.
(Cfr. Sal 88, 2). Todo este llamado a ser y vivir como la Virgen, siguiendo su
ejemplo de Madre de la Iglesia, con el más coherente estilo de Jesús, está
concentrado en el episodio de las Bodas de Caná, en el versículo 5 del capítulo
2 de San Juan: “La Madre dice a los sirvientes:
-lo que les diga, háganlo”. Dios, en el ejemplo coherente de María, nos permita
vivir así toda nuestra vida, haciendo todo cuanto Jesús nos pida que hagamos.
Amén.
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