lunes, 16 de junio de 2025

Martes de la Undécima Semana del Tiempo Ordinario

 

2Cor 8, 1-9

Más allá de sus posibilidades, dieron de su propia voluntad

Según la hipótesis que hemos venido manejando, hay una “sexta carta”, y de ella es el material correspondiente al capítulo 8 de nuestra Segunda a los Corintios. Esa carta fue remitida desde Macedonia, provincia al norte de Grecia. Y nos habla del compromiso de solidaridad con la Comunidad de Jerusalén. Cuando se escribe, ya se ha logrado la reconciliación entre Pablo y los corintios; habría sido Tito quien se encargó de llevarles la carta a la comunidad de corintio. Sin embargo, es sólo una hipótesis que nos ayuda a entender muchas cosas, pero que, por lo pronto, y quizás esté todavía muy lejos de adquirir certezas que nos saquen adelante con nuestros interrogantes y despejen las incertidumbres.

 

Lo que Pablo puede verificar a ciencia cierta es que, a pesar de la pobreza de las comunidades macedonias, son capaces de compartir lo mucho o lo poco que tienen. Son comunidades donde lo que brilla es la generosidad. En este desprendimiento lo que San Pablo puede concluir es que, su desprendimiento manifiesta su entrega a Dios.

 

Podemos entender que esta largueza de los pobres, esa liberalidad -en medio de sus penurias- deja traslucir que se ha producido en su corazón una conversión, que consiste en entender que no es el acaparamiento, ni la acumulación de caudales lo que permite allegar la dicha espiritual del corazón que se dona, que no tiene apegos hacia los bienes materiales y que con ellos se puede servir a los hermanos, con lo que se conquistan alegrías que no se pueden comprar con dinero: Y esto es lo que levanta ampolla en el corazón de los que se afanan en acaparar.

 

Por la manera como se narra la situación, uno se da cuenta que San Pablo no se atrevía a pedirles, seguramente viendo su extrema pobreza; pero, son ellos mismos los que tienen ese carisma de donación y se ofrecen voluntarios a consagrar todo lo que en sus escaseces pudieran reunir a favor de los ἁγίους [hagios] “santos”.

 

Podemos preguntarnos ¿por qué San Pablo llama así a los habitantes de Jerusalén que estaban unidos a la comunidad cristiana? Evidentemente, se refiere a que han sufrido siguiendo los pasos de Jesús y -de esa manera- han alcanzado, así sea parcialmente, asemejársele, compartir un destello de la claridad divina, en Jesucristo. Tomándolo como paradigma.

 

Los corintios no eran tan desfavorecidos como los macedonios, pero esto les sirvió de acicate para aprender a ceñirse la aureola de la generosidad, y tener la buena voluntad de aunar fuerzas, en la colecta que se promovía. El buen ejemplo cunde aun cuando el Malo haga todo lo posible para ocultar la expansión de este carisma de la caridad. San Pablo es muy consciente que este es un Don de Dios, un regalo espiritual que Dios les hace al infundir en sus corazones esta virtud teologal de ser caritativos.

 

A estas alturas, hemos podido atestiguar el desprendimiento ilimitado de Jesús, Siervo Sufriente, que no se ahorró padecer por nosotros: “el cual siendo rico se hizo pobre por ustedes para enriquecernos con su pobreza” (2Cor 8,9). De nuevo tenemos el recurso pedagógico a un oxímoron.

 

Muchas personas piensan que recurrir al uso de un recurso retórico es pura vanidad del lenguaje, y que quien lo hace sólo le interesa hablar bonito para descrestar a sus oyentes; y, podemos decir con toda convicción que San Pablo no lo hace para lucirse, o para dárselas de “mucho café con leche”, sino que él quiere como, hacer “saltar una chispa de claridad” que les permita darse cuenta de algo que se les ocultaba que, mirando con ojos de mundo, no se les descubría. Estos recursos sirven, precisamente como un colirio en los ojos enceguecidos por el mundo, para que los oyentes puedan dar el salto de la esfera material a la dimensión espiritual y alcancen a comprender lo que hasta ahora no habían podido desentrañar. No tengamos reparo en usar todos los recursos que despierten la espiritualidad y eleven la comprensión de las verdades de la fe que, por no ser pan cotidiano, sorprende el paladar y el oído de los neófitos que llegan sedientos de fe y ansiosos de oír hablar de Dios.

 

En cambio, procuremos razonar, ya conocemos el corazón de San Pablo, su entrega, su consagración a la tarea, su sentido de expiación por haber sido perseguidor de cristianos antes de poder eliminar las escamas de sus ojos: ¿Qué necesidad tenemos de incurrir en la ramplonería cuando hablamos de Dios? Él que hablaba con tanta ternura a sus hermanos, a sus co-operarios. Ahorremos, pues, las chabacanerías, que nada aportan al lenguaje espiritual y, en cambio sí parecen arrastrar al oyente de las esferas angélicas hacia los deplorables barriales de la ordinariez y la vulgaridad. Una cosa es un lenguaje popular (por eso le griego koiné) y otra cosa, muy diferente, las expresiones prosaicas y ofensivas, que por ningún motivo tienen porque empañar el Mensaje que Dios quiere hacer llegar.

 

Leer las páginas bíblicas ha llevado a muchos a decir, conmovidos, que -así no logren llegar a creer, es la literatura más fina y más elevada que se haya escrito; que podría servir de taller para formar escritores, buenos y exquisitos escritores. En el fondo, su corazón intuye que es la “Palabra de Dios”, por eso se asombran de la elegancia de su verbo, sólo Dios podría hablar con esa hermosura.


 

Hay una delicadeza llena de galanura, por ejemplo, en no atreverse a recurrir a su penuria, porque ellos no eran precisamente los de bolsillos repletos. Todo esto nos lleva a reconocer la unidad entre forma y contenido: el contenido es teológico, pero la forma es cortés, elegante, refinada, adecuada a su contenido espiritual divino.

 

Sal 146(145), 1b-2. 5-6b. 6c-7. 8-9a

Jesús lejos de contar con los poderes mundanos, deliberadamente se pone del lado de los pobres, desde el pesebre hasta la cruz, apoyándose únicamente en su Padre.

Noël Quesson

Este Salmo es un himno. Un himno que nos convida a dar gracias por todos los favores recibidos, tanto los cercanos como los lejanos, del pueblo escogido. Nuestra bienaventuranza radica en fiarnos de la Misericordia Divina. Son seis salmos que forman el Hallel, así llamados porque estos se inician y concluyen expresando הַֽלְלוּ־יָ֡הּ [Aleluya] “Alaba al Señor”.


«” Aleluya” era la exclamación que brotaba de los labios de todo buen israelita cuando recibía una alegre noticia o recordaba las maravillas de Yahvé en favor de su pueblo» (Eliécer Sálesman).

 

Además, se suceden nueve participios hímnicos señalando a Dios como Creador, fiel, justo, que da pan, que libera, que abre los ojos de los ciegos, que endereza a los encorvados, que ama a los justos, que guarda a los peregrinos y protege a los huérfanos y a las viudas. Se toman seis y medio versos -de los 10 que componen el salmo- para articular esta perícopa.

 

Es salmo nos muestra que Dios se preocupa por los “pobres”, por los “pequeños”, por “los más débiles”. Parece en el fondo un cuestionamiento: y tú ¿de quién te ocupas? El salmo indica en la dirección de una trasferencia de responsabilidad: Dios nos entrega a sus desvalidos para que nosotros -en ellos- nos ocupemos de Él.

 

Cuando uno tiene junta toda la información cabal, uno puede pasar a sumar la información y obtener la conclusión: En este caso la conclusión -y en eso no cabe ni la más remota duda es que El Señor-Dios merece la alabanza más perfecta brotada del núcleo de nuestra sinceridad. No una gratitud superficial, ahí, por salir del paso, no! Sino un gesto de agradecimiento y de reconocimiento que salta de nuestra esencia, de nuestra propia alma. Y el alma tiene que reconocer que no hay nadie mejor, que se le iguales, entonces el alma ensalza al Señor alabándolo. Eso es lo que nos dice el verso responsorial: La Alabanza que merece el Señor ante tanta munificencia brota del alma.

 

 

 

Mt 5, 43-48

Ser hijos implica actuar como hermanos

«También nosotros, todos nosotros, tenemos enemigos, todos. Algunos enemigos débiles, algunos fuertes. También nosotros muchas veces nos convertimos en enemigos de otros; no les queremos. Jesús nos dice que debemos amar a los enemigos».

Papa Francisco

Una manera de recortar la Ley y acomodarla según nuestro acomodo es reconocer a Dios como Padre, pero no admitir como hermanos sino a algún sub-grupo de sus hijos, por ejemplo, decir que solo son hermanos los de la misma raza, o los que han nacido en el mismo pueblo, o solo a mis amigos, o excluyendo a los que no sean nuestros vecinos, o a los que no asisten al mismo culto o no hablan la misma lengua.


A todos los demás los englobamos en la categoría de “enemigos”. Entonces, adaptamos las palabras, para estar seguros que los únicos “hijos de Dios” son los que yo acepte reconocer por tales, a los demás los excluyo de su Paternidad. Como haría el portero de un concierto, poniendo en duda la autenticidad de las boleas y de los pases.

 

Jesús, en el Sermón del Monte, nos da una definición de quienes han de tomarse como hermanos: Nos dice que debemos usar el mismo criterio que usa Dios, que saca el sol y con él alumbra a todos, y también envía su lluvia indiscriminadamente, haciendo llover sobre “justos e injustos”.

 

Con toda especificidad dictamina: ¿si solo amamos a quienes nos aman, nos podemos pensar acreedores a algún premio? ¿Si sólo saludamos a los “hermanos”, estamos haciendo algo que merezca aprecio? No, eso lo hace todo el mundo, actúan como amigos de sus amigos y derraman su desprecio y su rechazo a diestra y siniestra. Y luego, venimos a sacar pecho y a creernos “los chachos de la película”.

 


Tanto como el judaísmo despreciaba a los samaritanos, los publicanos y a los gentiles, y aquí Jesús -como siempre hacia- viene y nos los pone como ejemplo, porque en realidad de verdad, los que más despreciamos y marginamos, son -por lo regular- los que, a la hora de la verdad, tienen ortopraxis. Nosotros, por nuestra parte, estamos hinchados por nuestra ortodoxia, pero nos falta recorrer el largo trecho que media entre el decir y el vivir conforme con nuestra proclamación.

 

«Jesús nos dice dos cosas: primero, mirar al Padre. Nuestro Padre es Dios: hace salir el sol sobre malos y buenos; hace llover sobre justos e injustos. Su amor es para todos. Y Jesús concluye con este consejo: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”». Por lo tanto, la indicación de Jesús consiste en imitar al Padre en «la perfección del amor. Él perdona a sus enemigos. Hace todo por perdonarles. Pensemos en la ternura con la que Jesús recibe a Judas en el huerto de los Olivos», cuando entre los discípulos se pensaba en la venganza». (Papa Francisco)


 

«Los versos 43-47 se refieren al amor al prójimo (=hermano), que debe extenderse incluso al enemigo. Sólo quien obra así es hijo de Dios, porque Dios obra así. El verso 48 es el versículo central (Kelal), y es omnicomprensivo, y lo concluye todo: es como la cima más alta desde la cual se disfruta todo el panorama. Nos dice que seamos perfectos como el Padre, porque somos hijos: es la esencia del Evangelio, lo que Jesús ha venido a participarnos». (Silvano Fausti)

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