Hech
2,1-11; Sal 104(103),1-2a. 24. 35c. 27-28. 29bc-30; 1Cor 12, 3-7.12-13; Jn 20, 19-23.
El Espíritu Santo, como
fuerte huracán, hace adelantar más en una hora la navecilla de nuestra alma
hacia la santidad, que lo que nosotros habríamos conseguido en meses y años
remando con nuestras solas fuerzas.
Santa Teresa de Jesús
Lecturas de este Domingo de Pentecostés
En
el bautismo se nos entrega el Espíritu Santo y somos introducidos en el mundo
de la Gracia porque Dios nos constituye en hijos suyos -por medio de ese acto
sacramental de adopción. Queremos destacar esta manera sacramental como Dios
nos regala un “favor” y para que nosotros podemos captarlo, toma “criaturas”
para que nuestros sentidos las perciban y podamos asimilar la realidad
invisible -por espiritual- que se nos otorga. El agua del Espíritu
-recalquemos, agua espiritual- nos lava de toda mancha (de nuevo espiritual);
hay como una especie de paralelismo entre el agua física, el líquido que vemos,
nos toca, nos humedece, y la otra agua, la del Espíritu, que no vemos pero que
es la que verdaderamente nos lava el pecado, dejándonos más blancos que el
blanco más límpido que batanero alguno podría lograr. Ya allí se nos ha dado
junto con el Espíritu Santo, la filiación y Dios no la revocará, muy a pesar de
los fracasos en nuestra coherencia de vida respecto de esa blancura obsequiada,
pero que nosotros no sabemos conservar.
El episodio que registra el Pentecostés sobre los Discípulos, reúne los elementos de una teofanía: el estruendo, como de viento, las llamaradas, que se individualizan sobre cada uno, y la forma que es la de “las lenguas”, este órgano primordial del habla. En el Primer Testamento las rupturas se van agudizando, no es solo un fenómeno de ruptura con Dios, es la ruptura reiterada, profundizada, hasta romper totalmente la comunicación. Una Babel absoluta, la incomunicación llevada al nivel supremo. En cambio, Pentecostés es un anti-Babel, lo que antes era pura ruptura, ahora es la más perfecta comunicación con todos los hermanos, la ruptura había sido llevada hasta el nivel de no entenderse en nada y para nada; ahora, todos entienden y la incomunicación es superada por un cada uno que los oía hablar en su lengua nativa.
El Cardenal Martini, escribió en 1995 sobre esta liturgia: «El capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles nos coloca en un clima de lo extraordinario… El capítulo 12 de la Primera Carta a los Corintios, en cambio, está en un clima de ordinariedad. La invocación “Jesús es el Señor” que nadie puede pronunciar sino bajo la acción del Espíritu Santo[1], es la invocación más ordinaria de la vida cristiana y todos tienen necesidad de ella para la salvación… El Evangelio según San Juan, en el capítulo 20, unifica la relación entre lo extraordinario y lo cotidiano. Los apóstoles son habilitados para cumplir, gracias a las palabras de Jesús Resucitado, un servicio preciso: “A quienes les perdonen los pecados les serán perdonados”… Sin embargo, este servicio cotidiano que pertenece a la fragilidad ordinaria de la existencia humana y eclesiástica, es extraordinario y sobrehumano y obtiene su eficacia del Espíritu del Resucitado; es una acción, un servicio, una gracia que presupone la muerte de Jesús, por amor, es decir, el acontecimiento más extraordinario de la Redención.
Teniendo
en cuenta este enlace de lo extraordinario y lo cotidiano, podríamos definir
así la acción del Espíritu Santo: es la extraordinaria respiración cotidiana de
la Iglesia.
Es,
pues, una gracia necesaria y también imperceptible, como la respiración que
está presente en todas las operaciones más ocultas, más sencillas del hombre,
pero es también un don extraordinario, maravilloso que vivifica y eleva la
fatigada existencia cotidiana de los hombres y que impulsa día por día el
decadente peso comunitario»[2]
Y
el mismo aire que se respira es el que nos permite hacer resonar las cuerdas
vocales para producir las palabras que son un puente que se tiende con cada
prójimo. Dios no ha dejado de actuar, esta teofanía nos revela que Él sigue
actuando, sigue creando las condiciones para la Alianza, y recrea el “habla”
para que podamos volver a ser “Amigos”. «La conversión trinitaria impregna al
hombre del Espíritu de verdad en un camino lento, paciente, en una difícil
ascesis en la que tiene un puesto oficial el sacramento de la Reconciliación»[3] La Alianza se vuelve a
tender con el perdón que nos viene del Señor por medio de su instituida
Iglesia. Por eso la Comunicación se rehace por los Discípulos a quienes les
encomienda la Misión.
Este
Sacramento que nos “reconcilia” ya no opera con Agua limpiadora, sino que
vuelve a tejer la Amistad con los hilos finísimos y delicados de la Palabra: El
hombre se confiesa y Dios, también con Palabras, lo Absuelve. Pentecostés es una
liturgia que eleva la Palabra a la categoría de Sacramento Sanador.
No
se trata de decir los pecados, y hacer el elenco de todas las faltas cometidas;
¡se trata de ir directamente a la Zarza Ardiente y reactivar la Llamarada de la
Amistad, y salir del Confesionario, incendiados de Amor!
Espíritu Santo alma del Cuerpo Místico
Dios da a cada uno
alguna prueba de la Presencia del Espíritu para el bien común.
1Cor 12, 7
La
palabra "corporación" se deriva de corpus, que significa cuerpo, o un
"grupo de personas", define una “persona colectiva”. Una corporación
puede ser una iglesia, una empresa, un gremio, un sindicato, una universidad,
una ONG, etc. Este concepto casi siempre lo usamos para referirnos a un ente
comercial: A las empresas se les reconocen derechos y deberes como a las
personas físicas (como a la "gente") ante la ley, inclusive, pueden
ser acusados y hacérseles responsables de violaciones a los derechos humanos.
Del mismo modo, pueden ejercer los derechos humanos contra las personas y el
Estado. Pues bien, no sólo los entes comerciales son “corporaciones”; aun
cuando muchas veces lo perdemos de vista, la Iglesia es un “ente corporativo” y
cada creyente, cada fiel, cada bautizado goza/porta su corporatividad. Somos
sujetos corporativos, como decir que cada uno tiene un cuerpo, su propio
cuerpo, pero entre todos, constituimos una “corporación”, otro cuerpo, εἰς ἓν σῶμα,
uno que se escribe con mayúsculas: El Cuerpo Místico de Cristo, “Porque todos
nosotros, seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados
en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a
beber del mismo Espíritu.” 1Co 12, 13.
En la parábola de “la muralla ancha y elevada” (Ap 21, 12) podríamos figurarnos, como cuando llegan los materiales para construir una casa, un edificio, un conjunto residencial, la pila de ladrillos -no importa cuántos ladrillos sean- mientras no estén ensamblados con mortero, no son “muralla”, son sólo una pila de ladrillos, puedes derribarla con empujarla, claro -con el riesgo- que se te venga encima. Sin embargo, una vez argamasados, por los albañiles, y seco el mortero, puedes “soplar y resoplar” -como en la historia del “lobito”- y el muro resistirá. También, en la parábola biológica, un grupo de células conformadas en un tejido, difiere rotundamente -cualitativamente hablando- de las mismas células desorganizadas, desperdigadas, sin articulación. Según nos lo explicaba el -Papa Benedicto XVI- en el 2007, hablando del Espíritu Santo: «Nos impulsa a encontrarnos con el otro, enciende en nosotros el fuego del amor, nos convierte en misioneros del amor de Dios.»
“En
cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (1Co 12, 7). La palabra συμφέρον [symferon]
“interés” en griego, encierra ese sentido de comunidad que se debe destacar en
los carismas, los diferentes servicios, los diferentes dones, los diversos
servicios con los que el Espíritu ad-orna a la persona, no son para uso
ego-ísta, no se donan para el beneficio o el lucro propio; se otorgan para el bien común, para favorecer a los
“otros ladrillos”, a las otras “células”. No son auto-provechosos sino συμφέρον
interés unificador, colectivo, se combinan de
una manera que genera -bajo la concurrencia de ciertas circunstancias- para
toda la comunidad ventaja, favor, mejora, beneficio. Esto viene a empalmar perfectamente
con Mt 25, 40. 45.
Lo que verdaderamente urge
El
Espíritu Santo genera una conversión que no debe entenderse como la superación
de cierta debilidad, la evasión de cierto pecado que se nos ha convertido en
“maña”, la Conversión es algo verdaderamente grandioso, profundo, Celestial,
como si nosotros fuéramos velas y la llama estuviera arriba de nuestras
cabezas, como si fuéramos fogones encendidos; no debemos reducirlo a sus
mínimos sino procurar captarlo en su global extensión: es ponerse por entero en
las manos de Jesucristo y dejar que el Espíritu Santo tome por entero las
riendas de nuestra vida buscando esa perfección que Jesús nos propone en
nuestra mímesis del Padre: Perfectos como el Padre Celestial es Perfecto (Cfr.
Mt 5, 48)
Y
bueno, hoy es Pentecostés, no un elemento histórico, no es una simple fecha del
calendario religioso, tampoco una evocación de un suceso pasado -es lo que
hacemos con todo lo “histórico”, anotarle en el margen, esto es algo que
“pertenece al pasado”-, sino una actualización, la venida del Espíritu Santo
sobre nuestro propio ser, el descenso sobre nuestras cabezas de la Llamarada-Enamorada
para vivir el amor fraternal, más aún, lengua de Fuego sobre nuestra
fragilidad; si lo pedimos, si clamamos que se nos dé nos ha sido prometida por
quien tiene verdadera autoridad para prometer; basta que lo pidamos (conscientes
que se pide y se abren las manos para recibir; no basta con pedir, hay que
hacer un gesto rotundo de aceptación, de acogida. Si se pide y no se abra la
puerta, será como aquellos que fueron a hacer una rogativa por la lluvia, y no
llevaron paraguas): pedir el Santo Espíritu para que nos construya -no como
individualidades, porque no es para mí, es para nosotros- como comunidad
creyente, discipular y misionera.
Jesús
nos muestra sus manos, Jesús ha efectuado un milagro que sólo Dios puede
alcanzar: recogió sobre Sí toda la violencia que el ser humano puede segregar y
la trasmuto en Amor. Por muy extraño que suene, el Amor en el que nos movemos
es la violencia purificada, sublimada, redimida. Su Compasión es todo ese odio
que nos absorbe y que Jesucristo Misericordioso purifico. Lo que brota de Su
Costado Traspasado, es el Bálsamo del Perdón: Tenemos que repetirlo hasta
lograr ensamblarlo con nuestro corazón.
De su Corazón traspasado brotó la Iglesia, y, con ella la vida Sacramental que es en Sí, la Economía Soteriológica en Acto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario