Deut 4, 1-2. 6-8; Sal 14, 2-5; San 1, 17-18.
21-22. 27; Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23
… la religión pierde
su auténtico significado, que es vivir en escucha de Dios para hacer su
voluntad –que es la verdad de nuestro ser–, y así vivir bien, en la verdadera
libertad, y se reduce a la práctica de costumbres secundarias, que satisfacen
más bien la necesidad humana de sentirse bien con Dios. Y este es un riesgo
grave para toda religión, que Jesús encontró en su tiempo, pero que se puede
verificar, por desgracia, también en el cristianismo.
Benedicto XVI
Dios inventó el
servicio, Nosotros la burocracia.
Martín Valverde
Cuando
miramos la grandeza de las naciones, en muchas ocasiones en lo que nos fijamos
es en su producto interno bruto, en su “riqueza”, en su opulento derroche; en
ese caso tenemos que decir que no sabemos aquilatar lo que significa la
grandeza. ¿Puede ser grandeza que un pueblo pierda el norte y se dedique a
matar a sus ciudadanos en el vientre de sus propias madres? ¿Será grandeza
cuando la droga, el vicio y la depravación campean a sus anchas y conducen a su
gente a toda clase de desmanes? ¡Triste grandeza esta que se amplía al cobijo
de una carencia de moral! Por eso, al leer la perícopa del Deuteronomio que se
nos propone en la Primera Lectura, Dios mismo nos revela cómo apreciar la
grandeza de una nación:
a)
Una nación que tenga mandatos y preceptos justos
b)
Y, que a consecuencia, cuente con Dios siempre a su lado.
Por
eso, no hemos de fiarnos de las modas lanzadas por las culturas foráneas, a
menos que ellas vivan en el respeto de los mandatos y preceptos que el Señor,
Dios de nuestros padres, les ha entregado.
Muchas
veces nuestras actuaciones se guían porque así lo hacen en los EE.UU. o en
Europa, o allá o acullá, y ese no puede ser el criterio. Muchas veces nos
avergüenza seguir la ley de Dios porque algún Juan Perico de los Palotes hace
otra cosa. Ahí es cuando podemos reconocer que hemos perdido el norte. La regla
maestra es buscar agradar al Señor, ser coherentes con lo que Él nos “enseñó”.
Y,
hay otro detalle valiosísimo, que no podemos pasar por alto: “No añadirán nada,
ni quitaran nada a lo que les mando” (Dt 4, 2) este detalle es inestimable
porque, en más de una ocasión, entramos en la línea del acomodo: ponemos el
reflector en un ángulo que nos permita subrayar un mandato del Señor pero,
ocultando muchas veces lo esencial; o, ignorando otros mandatos que están por
encima y que son los esenciales para el verdadero cumplimiento de la ley de
Dios.
El
salmo nos da otras pautas de lo que le agrada al Señor, intentemos enumerarlas:
a)
Proceder con honradez y obrar con justicia
b)
La sinceridad
c)
Cuidarnos de calumniar desprestigiando a nuestros semejantes.
d)
No hacerle mal al prójimo
e)
No admira al que obra contra los mandatos del Señor, (por mucho que a ese
parezca irle bien, por mucho que sea una sociedad opulenta) a ese, por malvado
hay que despreciarlo.
f)
Al usurero, sea individuo o sea nación, (porque también los préstamos de dinero
internacional se conducen muchas veces con usura, desangrando a los pueblos más
necesitados, precisamente porque son los menos favorecidos).
Estas
cosas agradan a Dios, y no con un agrado pasajero; esos valores son
imperecederos, porque le agradan al Señor “eternamente”. Ese criterio de
eternidad nos explica porque no debemos ser víctimas de las “modas” pasajeras;
es por eso que Jesús, en el Evangelio, nos previene –citando al profeta Isaías-
contra el seguimiento de los “preceptos humanos”. Jesús nos dice que no podemos
dejar de lado el mandamiento de Dios para dar –en cambio- espacio en nuestra
vida, en nuestro actuar, a tradiciones instauradas por los hombres. Hombres que
se pretenden muy sabios, muy autorizados, muy “científicos”, y que en no pocos
casos instalan su “cátedra” en prestigiosas universidades, en afamados
programas de televisión, en periódicos de alta circulación y expanden su
“semilla” de hierba mala en sus “obras”.
¡Guarde
Dios nuestra mente y nuestro corazón de las perversas enseñanzas que nos aparten
de su Ley”.
Donde
ir a buscar Su Ley, para estar seguros de hallarla y no ceder a las engañosas
tradiciones humanas? A esta pregunta se nos contesta en la Segunda Lectura, en
la Carta del Apóstol Santiago se da respuesta contundente y fiable: En la Palabra,
en el Evangelio, y no olvidemos que el Evangelio no es un libro, ni cuatro; el
Evangelio es la mismísima persona de Jesús.
«La
expresión “piadosos” (hasidim) parece haber sido usada por algunas sectas para
describir su oposición a ciertas interpretaciones laxas de la Ley que ellos
consideraban amenazantes para la tradición distintiva del judaísmo… el nombre
griego “fariseo” parece derivar del arameo perishayya, “los segregados”, que
quizá fuese, en un principio, el apodo dado por los que se oponían a sus
interpretaciones de la Torá.
Los
fariseos insistían en la cuidadosa observancia de los preceptos legales, que
incluían, además de los señalados en la Ley escrita, los contenidos en una
tradición de “Ley oral”, que ellos consideraban parte del legado mosaico, y de
los “antepasados”, como los preceptos del lavado antes de las comidas a los que
se refiere Marcos 7,3… los fariseos estaban orgullosos de su minuciosos
seguimiento de las reglas sobre los alimentos, de las normas de pureza y de la
observancia cuidadosa del sábado y de los días festivos.»[1]
El
Domingo anterior nos quedamos en el Pan, o sea el alimento de vida; pero no
cualquier pan, sino el Pan que es Espíritu y Vida. ¡Es la Palabra que sale de
la boca de Dios! Pero, el que divide, el que confunde, el que nos trisa, toma
la Palabra sembrada en el corazón y la desvirtúa. Si se nos dice que al Señor
le agrada la pureza, empezamos a discutir si es más puro un cirio de treinta
centímetros o uno más corto, mientras otros abogan por uno más largo; otros
tercian en el debate alegando que se deben lavar las manos hasta las muñecas,
pero otro, que se arroga más ortodoxo clamará un baño por lo menos hasta los
codos, aún habrá otro que por no quedarse atrás exija el lavado hasta los
hombros. Y, ¿dónde quedó la pureza del corazón que era lo que originalmente
había “pronunciado el Señor?
Unos
dirán que el culto en latín y aun otros insistirán en retomar la misa de
espaldas a los fieles; todo eso con muy eruditas razones. Pero sobre todo, está
la razón esencial, que nuestro corazón se distraiga en esa recolección de
minúsculos fragmentos en los que el Malo ha hecho trisas de nuestro ser uno en
el Señor. Al fin de cuentas él es el maestro del “divide y reinaras”.
Viene
el tesoro de la enseñanza de este Domingo: Hay una sola ley, la Ley del Amor,
de la fraternidad, del servicio, del perdón. Todo lo demás son distractores. El
que no recoge junto con el Señor, ese desparrama, y el que desparrama sirve a
los intereses del Malo.
La
construcción del Reinado de Dios es un proceso exigente; hermoso pero exigente,
al cual deberíamos dedicar lo más potente de nuestras energías y lo medular de
nuestros esfuerzos. Vemos, sin embargo, un proceso curioso, en vez de enfocar
nuestra vida de fe en esa misión, nos concentramos en las oraciones de
repetición, en las novenas, en las láminas de santos, en la colección de
camándulas y pesebres, en las peregrinaciones y en el pago de “promesas” con
las cuales, intereses muchas veces supremamente egoístas y mezquinos, nos
llevan a “comerciar” con Dios, la satisfacción de un capricho, muchas veces
disfrazado de “urgente necesidad”.
¿Estamos
contra las oraciones de repetición y las novenas? No, claro que no; son formas
de fe y la fortalecen, refuerzan nuestra relación con Dios y nos ayudan a
hacernos conscientes de la profunda dependencia del hombre respecto de Dios.
¿Estamos contra las peregrinaciones, las promesas, la oración de petición, las
procesiones? Tampoco, son formas de la religiosidad popular, muy respetables,
con las cuales se catequiza, se da testimonio de fe, son “sacramentales” que
nos permiten hacer visibles los fenómenos espirituales que de otra forma serían
absolutamente intangibles y nos sumirían en el “silencio de Dios”.
Entonces,
¿cuál es el problema? Lo repetimos: perder el foco; gastar lo mejor de nuestras
energías religiosas en acciones que no son propiamente religiosas en tanto no
nos acercan a la implantación del Reinado de Dios. Recordemos la consigna que
el propio Dios nos entregó por medio del profeta Oseas, capítulo 6, verso 6:
“Lo que quiero de ustedes es misericordia, y no que me hagan sacrificios; que
me reconozcan como Dios y no que me ofrezcan holocaustos”.
Por
otra parte, hemos tenido la “oportunidad” de participar en sesudos “debates”
sobre si los cirios del altar deben medir 30 o más o menos centímetros; si la
venia que el acólito hace al presbítero debe hacerse flexionando la nuca o la
cintura; si es más efectivo poner a San Antonio de cabeza o esconderle al Niño
Dios.
¿Qué
es lo que ha sucedido? ¿Por qué hemos llegado a esta situación? Una serie de
ritos o de “leyes” se instauran, pese a lo cual permanecemos indolentes e
indiferentes como el sacerdote y el levita del relato del “Buen Samaritano”
ente el dolor humano, ante las necesidades de un “prójimo”, … Planteamos todo
esto para ponerlo en el tapiz de nuestra reflexión de este Domingo XXII del
tiempo ordinario, ciclo B, cuando el Apóstol Santiago en la segunda lectura de
la liturgia de este día, nos propone lo que podría ser el leitmotiv, y también
el título para esta semana: ¿Cuál es la religión verdadera? La religión pura y
sin engaños a los ojos de Dios Padre consiste en … Y eso es lo que tenemos que
contestar hoy para saber cuál es la religión que nosotros vamos a practicar.
Sobre
este punto convergen las lecturas y, podemos dar gracias a Dios y a la Iglesia
porque nos llevan a contestar el interrogante nodal que está en el epicentro de
nuestra relación con la Divinidad.
Hemos
oído en parábolas (no bíblicas pero si teológicas) que Dios no se ocultó en lo
alto de las montañas, ni en el fondo abisal del océano, sino, en el centro de
nuestro propio corazón. Allí anida toda su Sabiduría, todo su Afecto, ese Amor
Indescriptible para el que no alcanzarían diez millones de “A” mayúsculas, para
dar una mínima idea de su Desproporción-Graciosa, de Su Infinitud.
Por
eso no es dictatorial, ni impositiva. Está allí quietita, como adormilada,
esperando que la invitemos a despertar, a jugar, a activarse, a desenvolverse.
No se despertará ni se moverá, a menos que La aceptemos, que nos rindamos a
Ella, a Su Bondad. Por eso no nos viene de afuera lo que nos mancha, porque lo
que nos mancha es lo que viene del corazón, que las potencias enemigas se
empecinan en sitiar, en invadir, en manipular. Esa arista perversa conquistó
sitial anexo a la Ley Divina, en el espacio de nuestro corazón, en ese núcleo
existencial, cuando el Ser-humano aceptó la tentación y pretendió equipararse
con Dios para entrar a deslindar –como sólo Él puede- el árbol del Bien y del
mal: el Árbol de la Vida. Gn 2, 9. 16-17. 3, 2-3. El Árbol del Bien y del Mal
es, así lo entendemos, es un mashal que representa la Facultad Legislativa en
términos Absolutos, que es totalmente potestativa de Dios. Nosotros legislamos
sobre cosas nimias; la Vida, su esencia, sólo la puede deslindar su Autor, su
Dueño. Tratar de equipararnos es una usurpación sacrílega.
Esta
perícopa evangélica contiene esta Revelación fundamental: No hay que buscar la
Ley verdadera de Dios, fuera de nosotros. Suponemos que las Tablas de la Ley
desaparecieron para que cesáramos de buscar
a Dios y su Voluntad para nosotros, en algo externo. Leamos con fe
engalanada de devota atención esta frase de Jesús: “Nada que entre de fuera
puede manchar al hombre; lo que si lo mancha es lo que sale de dentro.” Mc 7,
15. Esa dualidad arrastramos, de nuestro interior dimanan el bien o el mal que
elegimos hacer; y, el mal que sale de nosotros, la perversidad de nuestras
intenciones es lo que realmente nos afea ante los Ojos de Dios.
«Jesús
condena lo previsto en la Ley diciendo que no representa las verdaderas
intenciones de Dios, que es el creador y la auténtica fuente de la Ley… Jesús
nos desafía comportarnos mejor de lo que
la Ley podrá jamás establecer. No se trata de confrontar nuestras conductas con
una lista de reglas viejas o nuevas, sino de vivir conforme a lo que Dios
quiere. El sentimiento hacia el Reino de
Dios, su anhelo, sirve para ablandar la “dureza del corazón” sobre la que se
fundan las leyes que regulan las relaciones con el prójimo.»[2]
Conviene,
en este momento, recordar dos estrofas de Averardo Dini:
Vivimos el tiempo de las máscaras,
Señor,
invadidos por el culto a la imagen.
………………………………………
Tú no puedes aguantar más, Señor,
que seamos sepulcros blanqueados,
aparentemente limpios por fuera
y llenos de estiércol por dentro.[3]
«Jesús
ataca esta excesiva preocupación por los ritos purificatorios y por las reglas
de pureza de los alimentos por considerarlas como una desviación de lo que Dios
realmente pide de los hombres,…»[4]
Después
de escuchar la perícopa del Evangelio para este Domingo, creo que usted, mi
amable lector, estará en magníficas condiciones de tomar parte en el debate sobre
la longitud adecuada de los cirios, y me ayudará a tomar partido por la
longitud adecuada. O si por el contrario, perfeccionar la fe consiste en
ocuparse de los más desvalidos y necesitados, esos que el Apóstol Santiago
personifica en la viuda y el huérfano, por ser ellos –en aquel momento
histórico- los epítomes de la pobreza y el abandono, el prototipo de los
Anawin.
[1] Perkins,
Pheme. JESÚS COMO MAESTRO. LA ENSEÑANZA DE JESÚS EN EL CONTEXTO DE SU ÉPOCA.
Ediciones el Almendro de Cordoba, S.L. Madrid - España. 2001 p. 24-25
[2] Ibid.
p. 76-77
[3] Dini,
Averardo. EL EVANGELIO SE HACE ORACIÓN TOMO II – CICLO B. Ed. Comunicaciones
Sin Fronteras Bogotá Colombia pp. 77-78
[4] Perkins, Pheme. Op. Cit. p. 25
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