Is
50, 5-9a; Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9; Stg 2, 14-18; Mc 8, 27-35
Hermanos míos: ¿De
qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no lo demuestra con obras? ¿Podrá
salvarlo esa fe?
Stg 2, 14
Dar hasta que duela
San Alberto Hurtado Cruchaga
Nunca olvidaré una experiencia que
tuvimos hace algún tiempo en Calcuta: Hacía meses que no teníamos azúcar, y un
pequeño niño hindú, de cuatro años fue a su casa y le dijo a sus padres: “No
voy a comer azúcar por tres días, le voy a dar mi azúcar a la Madre Teresa “. Era
tan poquito lo que trajo después de tres días; pero el suyo era una amor muy
grande. Debemos aprender, como ese niño pequeño, que no es cuánto damos sino
cuanto Amor ponemos al dar. Dios no espera cosas extraordinarias.
Después que recibí el Premio Nobel,
mucha gente vino y dio; alimentaron a los nuestros, trajeron ropas, hicieron
cosas hermosas. Una tarde encontré a un mendigo en la calle, vino hacia mí y me
dijo: “Madre Teresa, todos te están dando algo, yo también quiero darte algo,
pero hoy, por todo el día sólo tengo dos moneditas y quiero darte eso”. No
puedo contarles la alegría radiante de su rostro porque tomé esas dos moneditas
sabiendo que si él no recibía hoy algo más, tendría que irse a dormir sin
comer….pero sabiendo también que lo habría herido tanto si no las hubiera
aceptado. No les puedo describir la alegría y la expresión de Paz y de Amor de
su cara. Solo puedo decirles una cosa: Al aceptar las dos moneditas sentí que
era mucho más grande que el Premio Nobel, porque él me dio todo lo que poseía y
lo hizo con tanta ternura.
Esta es la Grandeza del Amor. Tratemos
de encontrar ese Amor y ponerlo en acción.
Más
adelante, en la Carta del Apóstol Santiago, en el verso 17, continúa: “la fe
sin obras está muerta”. La gente, en tiempos de Jesús, y esto lo sabemos a
partir de la respuesta de los discípulos[1], había “aislado” hasta
“neutralizarlo” a Jesús bajo los títulos de Juan el Bautista, de Elías, de
algún profeta, encerrándolo en las fronteras de “ser precursor”, de ser tan
sólo un vaticinador. Pero, los que lo seguían, y lo veían actuar, podían
reconocer en Él al Mesías. Como podemos leer en Mt. 11, 5 “…los ciegos reciben
la vista y los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos son resucitados y a los pobres se les anuncia el Evangelio”, esto es lo
que sus seguidores podían constatar porque era lo que oían y veían que Él obraba.
Lo que podían atestiguar sus “oyentes” asiduos era cada “Éffeta” que Él había
pronunciado; parecería que esta identificación mesiánica es producto de lo que
acaban de presenciar, en la perícopa inmediatamente anterior, precisamente la
que leíamos el Domingo XXIII, donde sanaba el sordo-tartamudo, la que los hizo
exclamar: “¡Qué bien lo hace todo” Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.
Entre
estos dos episodios, se interponen tres situaciones preparatorias: La segunda
multiplicación del pan, la de los 7 panes; la petición –por parte de los
fariseos, de una “señal del Cielo”, y, otro milagro usando saliva, milagro
realizado en dos etapas[2], el ciego que –en primera instancia-
ve lo que no es, la del ciego de Betsaida. Pero ¿se detendrá este “accionar” en
estos milagros? No, Jesús llegará hasta el pináculo del Monte Calvario, y allí,
como testimonio irrefutable, dejará hasta la Última Gota de su Preciosísima
Sangre.
Para
poner las cosas en su orden justo, Jesús hará este triple anuncio: la primera
vez, la encontramos hoy en Mc 8, 31; luego, por segunda vez, en Mc 9,31 y,
finalmente en Mc 10, 32 la tercera. La entrega, viniendo de Dios, no podía ser
ni superficial, ni parcial, tenía que ser entrega Total. Jesús es el
Verdadero-Rey, pero el Verdadero-Rey atraviesa una trayectoria de padecimiento,
rechazo, entrega a la muerte; y luego, sólo entonces, ascenso al Trono-Real: la
Resurrección. Verdaderamente Ungido Rey, Quien ha recibido todo Poder, en la
tierra, en los Cielos y en el Abismo. ¡Rey de reyes, Señor de señores!
Bienaventurado y Único Soberano.
Mesías
más que Rey, es Ungido para portar la Presencia de Dios, es el que trae toda la
Piedad Misericordiosa de Dios que ve a su pueblo esclavo y no lo soporta, que
ve a su pueblo hambriento y los sacia de manjares, que ve a su hijo descalzo y
la manda poner las sandalias, que ve a su hijo descarriado y le sale al
encuentro, que no soporta verlo provocado de las algarrobas que comen los
cerdos y lo llama con un grito del corazón, que atraviesa los espacios y las
enormes distancias.
¿Cómo
nos toca a nosotros, sus discípulos del siglo XXI, este discipulado? La fe es
el alma, pero cómo se puede pretender el alma sin su corporeidad expresiva? No
somos una dualidad, no somos cuerpo o alma; somos cuerpo y alma: «No somos
pastores únicamente de almas. Somos pastores de hombres que tienen alma y
cuerpo, con todo lo que ello supone. Además, estoy convencido de que
actualmente el Señor exige de nosotros que vayamos más y más lejos»[3]
Si
colocamos el estetoscopio en el costado de nuestra época y escuchamos el ronco
estertor de nuestros tiempos, si auscultamos a nuestra Santa Iglesia hoy día en
sus propios ministros y en nosotros sus “fieles” se percibe nítido el
padecimiento, el rechazo y la entrega a muerte. Todo, producto de nuestro no
poder elevarnos allende el pensamiento y las ambiciones meramente humanas.
Sólo
Él puede alzarnos, sólo Él nos levanta: «Permanece en nosotros, Cristo Señor,
por la fuerza de tu Espíritu, ora en nosotros, para que podamos comprender la
plenitud de nuestra llamada, los peligros que nos amenazan, las acechanzas de
Satanás sobre nosotros, sobre la Iglesia, sobre nuestro tiempo, y para que
podamos tener la valentía de luchar hasta el fin y ganar la batalla de la fe,
de la esperanza y de la caridad. Te lo pedimos, oh Padre, por medio de Cristo
nuestro Señor. Amén»[4]
Aun
va más lejos, siempre nos está convidando a remar mar adentro: «La situación de
urgencia en la que Jesús coloca a los discípulos es una “prueba”: coloca a los
discípulos ante su pobreza y los prepara a acoger la revelación de Jesús como Mesías
que tiene piedad de su pueblo, celebra con su pueblo el convite de la alegría
mesiánica, da milagrosamente el alimento al pueblo en el desierto.
También
para nosotros la molestia, en la que nos coloca la urgencia de la misión, debe
convertirse en una prueba que nos hace tomar conciencia de nuestras pobrezas
humanas y nos abra la posibilidad del Evangelio. En efecto, los pasajes neotestamentarios
sobre la misión o nos presentan solamente su urgencia, sino también su
significado profundo de obediencia que se origina desde el interior del
Evangelio… La situación de incomodidad puede llevar a la decisión de
obediencia, a la decisión de cerrar los ojos y lanzarse.»[5]
«“Al
hombre de cada siglo lo salva un grupo de hombres que se oponen a sus gustos.”
Esta frase de Chesterton es una ley histórica que hoy tiene más sentido que
nunca. Y que es más difícil, porque nunca fue tan fuerte la corriente que nos
empuja a ser como los demás… Claro que ser fieles a nosotros mismos es algo que
siempre se paga caro… Pero un hombre debería atreverse a ser diferente si eso
es necesario para seguir siendo fiel a su alma… Es la sal la que da a los
guisos su sabor. ¿Y para qué sirve la sal que se ha vuelto insípida, la sal que
se ha “adaptado” y ya sabe como el resto de los alimentos?»[6] Es un reto: pararnos en la
punta de nuestros pies para alcanzar a ver detrás de las tinieblas aparentes,
la Luz de Cristo, el Resplandor del Resucitado.
[1] La palabra griega μαθητής señala al que realiza la
esforzada labor requerida para poder “penetrar” un “saber” (de sabio, no de
erudito); μαθ significa “aprender”; μαθημα “aplicación a un asunto”, “lo que se
aprende”, “lo que se debe saber”, “el conocimiento imprescindible”.
[2] En
la primera, el ciego no logra ver bien, ve hombres que “parecen árboles que
caminan”, se requiere una segunda imposición de manos para que vea
“perfectamente”.
[3]
Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal terrae Santander-España
1985 p. 111
[4] Martini,
Carlo María. ITINERARIO ESPIRITUAL DEL CRISTIANO Ed. Paulinas Santafé de Bogotá
D.C. 1992 p. 14
[5]
Martini, Carlos María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo. Santafé de
Bogotá D. C. –Colombia 1995. P. 297
[6]
Martín descalzo, José Luis. RAZONES PARA EL AMOR. Ed. Sigueme, S.A.
Salamanca-España, 2000 p. 93
No hay comentarios:
Publicar un comentario