Es el deber de
intervenir creativamente en el progreso cualitativo de la historia… Queremos y
estamos obligados a construir una nueva historia, una tierra sin males, una
sociedad sin víctimas.
Celito Meier
El discípulo que no
tiene el sabor de Cristo no vale nada y
no le sirve a ninguno… el que es iluminado, a la vez ilumina a los
otros.
Silvano Fausti
Quinto
Domingo Ordinario del ciclo A: “Ustedes son la sal de la tierra; Ustedes son la
luz del mundo”. Este par de expresiones
son el “corazón” del Evangelio de esta fecha litúrgica. Pero, para nutrirnos
convenientemente de él, es preciso referenciarnos de los otros textos bíblicos que
la Liturgia de la Palabra nos propone para la Eucaristía de este Domingo: la
Primera Lectura es una perícopa del Profeta (en este caso el Tercer Isaías); el Salmo 112(111); la Segunda Lectura
proviene de la Primera Carta a los Corintios; y, el Evangelio, de San Mateo, de
donde se retoma el Sermón del Monte –en lectura continuada- justamente donde lo
dejamos el Domingo Anterior.
La
Primera Lectura trata de cómo ser Sal y Luz: Isaías nos da, por lo menos ocho
pautas, ocho Obras de Misericordia. Escuchémoslas (o leámoslas) con suma
atención (Is 58, 7. 8b). Estas acciones positivas son las Obras de Misericordia
presentadas a la manera isayana, son las premisas para alcanzar la
buenaventura, que el Profeta define en 58, 8-9a. 10.
«¿Cómo
será luz para el mundo el pequeño grupo de discípulos, gente sencilla, sin
pretensiones y sin mucha esperanza para el propio futuro? Con su modo de vivir
la espera del Reino: pobres, puros de corazón, operadores de paz, perseguidos.
Así los discípulos se convierten en fuente de la nueva moralidad, hacen
comprender qué quiere decir hombre moral hoy… ¿Sabemos ser signo de luz aun
para los hombres venidos de lejos, para la gente de cultura, de extracción, de
mentalidad distinta? ¿Sabemos ser luz irrefragable con la claridad de nuestras
obras que proclaman la verdad del Evangelio? He aquí la responsabilidad
conferida a cada uno de nosotros, he aquí la misión de la Iglesia hoy. La
Iglesia en su humildad, pobreza y mansedumbre, en su predilección para con los
hombres y los humildes, en su amor por la paz, es signo luminoso para el mundo.»[1]
¿Cómo
ser antorchas en esta cultura de muerte y miedo? Ser operarios de la paz, ser
constructores del Reino, transformarnos en Hombres-Nuevos, para constituir la
Nueva Humanidad; vivir ejerciendo el testimonio lo cual supone, o mejor, exige
una coherencia, una fidelidad al compromiso, para que cada uno logre ser-prójimo
y entonces, hacernos co-corpóreos en el organismo llamado Comunidad; porque el
valor no está en el individuo, sino en su incorporación a “la Asamblea de los
que buscan a Dios” sin cejar, sin desistir: La misión precisa la fidelidad; la
fidelidad en dos formas: la Persistencia y la Unidad fraterna.
Sal
y Luz son representativas de los rasgos del fiel discípulo-misionero: Basta ya
de pasar al lado de nuestros hermanos de fe con irrevocable indiferencia. Basta
de acudir al culto indolentemente y de decorar nuestra incomunicación con
apatía. No basta el saludo; el “buenos días” no excede los límites de la fría y
deplorable máscara del aislamiento. ¡Ningún ser humano es una isla! Construir
Comunidad es vivir con sincera hermandad, y la sororidad con el corazón en la
mano, simplemente porque ¡somos hijos del mismo Padre!
Una
antigua tradición llevaba a poner sal a la llama de los hornos de tierra porque,
según su usanza, apoyaba el encendido y la conservación del fuego. En este caso
ser sal es fidelidad en el inicio de la fe y en su conservación. La sal también
congregaba el rebaño que se agrupaba para comerla a orillas del Mar Muerto; en
ese caso la sal es figura de la unidad, nos congrega, nos ayuda a mantenernos
agrupados, fraternos, solidarios.
La
oscuridad parece hacernos más proclives al pecado, quizá porque la oscuridad
oculta y favorece el anonimato. La luz, por el contrario, parece ahuyentarlo y
es quizás por eso que a la Palabra de Dios la analogamos con la luz. Aun hay
más, nuestros ancestros que descubrieron el
poder de la luz para ahuyentar a las fieras, gravaron profundamente en
su consciencia la idea de seguridad emparentada directamente con ella. Esa es
la misma seguridad que podemos llevar y trasmitir cuando testimoniamos la
fidelidad de Dios que “no duerme ni reposa”. La Luz es figura del Emmanuel.
La
Luz se junta en haces, los corpúsculos moleculares de la sal se congregan para
actuar co-operativamente; así nosotros, estamos convocados a co-operar en la
construcción del Reino. Pero, ¡cómo nos cuesta! «Una comunidad comienza… se ve
la grandeza, la belleza del estar juntos, se aprecian las ventajas de ser
comprendidos, de sentirse apoyados en la propia acción personal, social,
apostólica, la posibilidad de comunicar… después sigue… la crisis comunitaria…
se comienza a ver que en el fondo el estar juntos no es que sea tan bello, tan
color de rosa, ni tan fácil como parecía… Se empieza a ver que es muy difícil
vivir en comunidad,… cada uno se revela a sí mismo, los propios conflictos, los
temores, las agresividades, los choques nerviosos y entonces todo se va
volviendo pesado… o la situación estalla o, se estabiliza en homeóstasis, es
decir, un cierto ajuste de los conflictos internos de tal manera que la fachada
queda intacta y se puede presentar exteriormente como comunidad…. Comprender…
cómo mi pecado es el obstáculo real para llevar a cabo relaciones humanas
autenticas, y, por tanto, para la creación de una autentica comunidad.»[2]
El Cardenal Martini nos proponía tres puntos
para meditar: «Señor, ¿qué es lo que hay en nosotros que no nos permite formar
comunidad, no nos deja reconocerte en las necesidades reales del prójimo, ni
establecer relaciones autenticas de amistad?... Si Dios no nos salva no somos
capaces de formar comunidad, esto solamente es un don suyo.»[3]
¿Renunciaremos
por esto a ser Sal y Luz? Oportunamente la Primera Carta a los Corintios nos
recuerda que en la fe las cosas no dependen de ninguna sabiduría humana sino
del Espíritu y del poder de Dios. «El mismo Maestro Jesús pidió que no nos
quedáramos lamentando en la contemplación del pasado, sino que “lo” precedamos
en Galilea, allá abajo, en nuestra comunidad, pues allá es nuestro lugar, donde
el Maestro nos quiere ver actuar, pues es allá donde la vida nos llama.»[4]
[1] Martini,
Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. MEDITASCIONES PARA CADA DÍA. Ed. San
Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia. 1995 pp. 368-369
[2] Martini,
Carlo María. EVANGELIO ECLESIAL DE SAN MATEO. Ed. San Pablo. Santafé de
Bogotá-Colombia. 1996. pp. 80-81
[3] Ibid.
pp. 82-83
[4] Meier,
Celito. LA EDUCACIÓN A LA LUZ DE LA PEDAGOGIA DE JESÚS DE NAZARET. Ed. Paulinas
Bogotá-Colombia 2009 p. 104
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