sábado, 28 de enero de 2017

¡BIENAVENTURADOS!


So 2, 3; 3, 12-13; Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10; 1Cor 1, 26-31; Mt 5, 1-12ª

Señor,… Queremos contemplar tu corazón, que es el único que puede curar nuestra dureza, nuestra frialdad, nuestros encierros.
Martini, Carlo María.

Para acceder a las Lecturas de este IV Domingo Ordinario del ciclo A, es preciso entender con renovada lucidez algunos elementos sobre los que están construidas: Es preciso ver desde una perspectiva diversa la justicia, la pobreza, la felicidad y el Reino de Dios, «… se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo.»[1]; de no hacerlo así, no se nos franqueará el paso y permaneceremos ajenos a su Revelación. «Las Bienaventuranzas han sido consideradas con frecuencia como la antítesis neotestamentaria del Decálogo, como la ética superior de los cristianos, por así decirlo, frente a los mandamientos del Antiguo Testamento.»[2]


Alguna vez oímos que las bienaventuranzas se podían asimilar como una especie de constitución. Ellas serían la Constitución del Reino de Dios, lo que nos pareció una analogía clarificadora e esplendida. Cabe recordar que una constitución está definida por tres rasgos fundamentales: Es la ley suprema de un estado, que establece las libertades y los derechos esenciales de sus ciudadanos funcionando –al mismo tiempo- como freno y cortapisa de los poderes que estructuran ese estado. Esa limitación que impone a los poderosos pone cotas al absolutismo. En ese caso el monarca esta “regulado” por la constitución. Dios se deja delimitar para que lo reconozcamos, para nada como un arbitrario o caprichoso, como las deidades volubles de la mitología, que ardían de ira o se consumían de amor porque ese era su arrebato circunstancial. Aquí, en cambio, el Rey-Juez establece lo que le agrada, señala quienes le simpatizan, reconoce en su dinámica de donación de la dicha, unos parámetros que dirigen sus fallos; señala a los que Él ve como víctimas, y es a ellos a quienes resarcirá entregándoles la plenitud de la dicha: Su Amor y Su Amistad. No es que ame la pobreza, es que le hiere que la endilguen, que la fomenten, que la motiven. Le aíra quienes la fraguan.  «La proclamación de las “”bienaventuranzas” abre el primero de los cinco grandes discursos de Jesús sobre el que está construido el Evangelio de Mateo. Estos discursos, que son como el eco de los que Moisés había dirigido al pueblo de la antigua alianza, nos describen las características del nuevo pueblo de Dios. Es el pueblo de los pobres y de los mansos, de los amantes de la justicia y de la paz, de los que lloran y de los que son perseguidos. Es el pueblo de los que buscan a Dios y se entregan a Él con corazón pobre y humilde. Es el pueblo de los que no tienen importancia ni prestigio, porque en su pobreza de sabiduría y de poder se revela más claramente la sabiduría y la fuerza de Dios. Para comprender mejor estas características, debemos unirlas con el tema central de la predicación y de la acción mesiánica de Jesús, es decir, del Reino, el señorío bueno y paternal de Dios que se hace presente en Jesús.»[3]

Dios es Rey, sin embargo, Él mismo se impone una Constitución, se auto-limita porque su reinado, su señorío es bueno y paternal. No es un tirano absoluto, es un gobernante, un Pastor a Quien importa solamente el “bienestar” de su pueblo, para quienes quiere la más cabal felicidad. Seguramente aquí lo que más nos interesa es lo de paternal, pues se trata de un Dios que es Dios-Padre.


Sin embargo, la dificultad estriba en las diversas interpretaciones que se les pueden dar. Ellas fueron trasmitidas con palabras que pueden entenderse de muy diversa forma. «Por desgracia, hay que reconocer que, por un trágico contrasentido, las bienaventuranzas se han utilizado a menudo como un opio para calmar el sufrimiento o la rebeldía de los pobres; es como si dijeran: “Vosotros los pobres, sois dichosos, porque Dios os ama; entonces… ¡seguid siendo pobres! Aceptad vuestro destino, y ya veréis como en el cielo seréis felices”. Pues bien, vamos a ver cómo Jesús proclama lo contrario: “Vosotros, los pobres, sois dichosos, porque en adelante ya no lo seréis; porque llega el reino de Dios”… Durante el destierro o poco después, los profetas anuncian que Dios va a reinar, que finalmente se va a manifestar como ese buen rey que Él es. ¿Qué signos da de ello? ¿No son esos los signos que hace Jesús? De este modo Jesús afirma que por medio de Él, llega el reino de Dios y que por tanto, desde entonces, ya no habrá pobres; por eso dice que son dichosos.»[4]

Pero…, hasta la fecha no hemos visto evolucionar la situación en esta dirección, «Si es este el sentido de lo que proclamaba Jesús, hay que reconocer que se engañó…, porque sigue habiendo pobres, sigue habiendo injusticias… Plantear esta cuestión es constatar que, desgraciadamente, nosotros los cristianos no hemos realizado nuestra tarea… No se pueden proclamar las bienaventuranzas sin hacer todo lo posible para que desaparezca la pobreza en todas sus formas, la enfermedad, la injusticia… Hay que luchar para que no haya pobres, pero hay que hacerlo con un corazón de pobre. Sólo quien tenga estas disposiciones del corazón podrá ayudar a los pobres sin aplastarlos con su piedad.»[5]

«Cuando el hombre empieza a mirar y a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos criterios… Jesús es el Hijo,…Por eso sólo Él es el que…trae la paz. Establecer la paz es inherente a la naturaleza del ser Hijo.»[6] «Dios se inclina misericordiosamente sobre el hombre, esclavo del mal, del pecado, de la muerte, y lo hace pasar de la dolorosa condición de siervo a la alegre condición de hijo liberado, reconciliado y amado. Para el discípulo de Cristo, el Reino se convierte en el valor último, en el bien absoluto, en la meta definitiva hacia la cual polarizar toda la existencia.»[7]


La materia prima así como el plano-patrón están dados en las Bienaventuranzas, pero la idea eje, el núcleo esencial, el Espíritu de este proyecto reposa en un abajamiento, en una dinámica descendente: «La purificación del corazón se produce al seguir a Cristo, al ser uno con Él. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Y aquí surge algo nuevo: el ascenso a Dios se produce precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y, por eso, la verdadera fuerza purificadora que capacita al hombre para percibir y ver a Dios… La verdadera “moral” del cristiano es el amor.   Y este, obviamente, se opone al egoísmo; es un salir de uno mismo, pero es de este modo como el hombre se encuentra consigo mismo.»[8] «… humildad, pobreza, sencillez, pequeñez, disponibilidad a la acción de Dios en cualquier situación… comunidad de pobres, de gente que sabe orar y alabar a Dios, que no tiene nada para sí sino que comparte gustosamente, que está llena de alegría y anuncia la Buena Nueva con la vida.»[9]



[1] Benedicto XVI, JESÚS DE NAZARET. PRIMERA PARTE. Ed. Planeta. Bogotá-Colombia 2007. p. 99
[2] Ibid p. 97
[3] Martini, Carlos María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. MEDITACIONES PARA CADA DÍA. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1995. pp. 443-444.
[4] Charpentier, Ettienne. PARA LEER EL NUEVO TESTAMENTO. Editorial verbo Divno Estella-Navarra. 2004 p. 104
[5] Ibid. p. 106
[6] Benedicto XVI, Op:Cit. p. 113
[7] Martini, Carlo María. Op. Cit. p.444
[8] Benedicto XVI, Op.Cit. pp. 1224. 129.
[9] Martini, Carlo María. LAS BIENAVENTURANZAS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1997. p.73

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