Eclo 15,
16-21; Sal 11-8, 1-2. 4-5. 17-18. 33-34; 1Cor 2, 6-10; Mt 5, 17-37
Jesús es el primero
que vive el amor. Su justicia no es la de los escribas ni la de los fariseos:
es la “excesiva” del Hijo, igual a la del Padre, que hace entrar en el reino.
Silvano Fausti
Continuamos
este Domingo inmersos en el Sermón de la Montaña. La página central en la vida
de Moisés es aquella que nos relata la recepción de las Tablas de la Ley de
Manos de Dios, en Quien radica por antonomasia la autoridad legislativa, Dueño
como lo es del Árbol del Bien y del Mal, cuya Ciencia, Él mismo, se reservó
para Sí (Cfr. Gn 2, 11-12). Estas leyes, que, insistimos, las dicta” Dios, las
recibe Moisés para entregárnoslas; Dios nos habla por medio de su Profeta (esto
define la función-misión del Profeta, “hablar en lugar de”).
En
el Sermón de la Montaña Jesús también “escala” para luego entregarnos la Nueva
Ley, Jesús es el Moisés de la Nueva Alianza, pero Mayor, porque es el Hijo.
Nosotros haremos, junto con Él, este ejercicio de montañismo, iniciándolo en
este Sexto Domingo Ordinario (en verdad, ya lo iniciamos en el Cuarto Domingo, cuando
se nos mostraron las Bienaventuranzas), para llegar a la Cima, a su Cumbre, al
Pináculo, que es el verso 48 de este Quinto Capítulo de San Mateo, que leeremos
el próximo Domingo: “Por su parte, sean ustedes perfectos, como es perfecto el
Padre de ustedes que está en el Cielo” (Mt 5, 48).
La
Nueva Ley es el Corazón de la Nueva Alianza, del Pueblo Nuevo conformado por
Hombres Nuevos. Que no consiste en una revocatoria de la Ley Primera, la Mosaíca;
sino “en llevarla a su plenitud”(Mt 5, 17). Esto se debe tomar muy en cuenta y
muy en serio, no se ha dado ninguna abolición, no estamos en presencia de una
derogatoria: ¡ojo y oído atento!: “En verdad les digo: mientras dure el cielo y
la tierra, no pasará una letra o una coma de la Ley hasta que todo se realice”
(Mt 5, 18). Y la Ley debe ser, no sólo cumplida, sino además enseñada; y esta doble prescripción
constituirá la “grandeza” del creyente en el Reino (Cfr. Mt 5, 19) «… el valor
de una persona, su fineza y magnanimidad, es “”hacer y enseñar” lo que el amor
dicta.»[1]. «El Sermón de la Montaña
lo pide todo, cuando pide que creamos en un Dios capaz de trasformar la vida,
de hacer nacer un hombre nuevo en el seno de nuestro universo.»[2]
¿Cómo
operaría esta plenificación? O, mejor aún, ¿cómo podemos participar en ella?
Dirijamos nuestra atención a la diferencia entre la vía prohibitiva y la vía
exhortativa. La vía prohibitiva es como un “paseo” donde –en ciertos puntos y
en ciertos momentos- encontramos unas vallas, donde se nos propone, realizar
cierta actividad; pero en esos momentos, dirigimos nuestra atención al código
prohibitivo y recordamos que tal “actividad” no nos conviene. La vía
exhortativa, por el contrario, es la recomendación para que, durante todo el
“paseo” estemos siempre alertas para disfrutar el paisaje, los alimentos, las
flores, los aromas y tener siempre todos los sentidos dispuestos para
sumergirnos y embriagarnos con su “gozo”. Esta vía positiva para la formulación
de la nueva Ley nos mantiene siempre alertas, siempre comprometidos con la
construcción del Reino; siempre descentrados de nuestros egoísmos: abiertos en
todo momento al servicio, a la solidaridad, al perdón, a la coherencia de vida,
a esa unidad y armonía entre nuestra moral cristiana y nuestra forma de
conducirnos. Atentos en todo momento a las necesidades de nuestro prójimo, con
especial desvelo por quienes más lo necesitan, por los más débiles y
desprotegidos.
No
se trata, pues, en la Nueva Alianza de momentos puntuales, o de momentos críticos,
donde tomamos decisiones; sino, de todo el tiempo. Nos gusta decir que es una
Ley que corre por nuestras venas y compromete cada inhalación de aire y cada
latido del corazón. Y en cada latido del corazón se da una Alabanza al Señor,
porque todo cuanto hacemos –desde el acto más devoto, hasta el gesto más mínimo
y corriente- estarán saturados de la Presencia de Dios-en-nosotros. «En el
corazón de cada acción, la intención religiosa. En el corazón de toda acción
religiosa, el amor. En el corazón de todo acto de amor, lo absoluto»[3] No sólo la oración, no
sólo los momentos piadosos, sino cada instante de nuestra existencia, así
cantemos o barramos, así lloremos o silbemos, así cuando hablamos y cuando
callamos, en todo estará nuestro corazón puesto en el Señor nuestro Dios; sólo
así en Dios viviremos, nos moveremos y existiremos (Cfr. Hech 17, 28a)
haciendo de nuestra fe, nuestro hábitat y de nuestra consciencia de Dios,
nuestro sentido. No basta amar, es preciso que el Amor sea en el Santo Nombre
de Dios.
«Las
exigencias del Sermón de la Montaña son absolutas y carecen prácticamente de
límites. El que adopta el principio de
dar una hora de tiempo al que le pide la mitad, de privarse de lo necesario
para dárselo a quien le pide lo superfluo, ese comprueba rápidamente que ya no
se pertenece a sí mismo y que está a punto de hacerse devorar… Eso es lo que
tiene de absoluto el Sermón de la Montaña: no está hecho de rigor y de
intransigencia, de una observancia que mantener a toda costa, sino de una
llamada que arrastra cada vez más lejos…»[4]
«La
norma de nuestro obrar es llegar a ser como el Padre {v. 48}. Has de ser lo que
eres: eres hijo, obra como el Hijo, como el Padre que ama a todos. El Sermón de
la montaña revisa, bajo esta luz, nuestras relaciones con los hermanos (vv.
21-48).»[5]
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