Is
49,14-15; Sal 61,2-3.6-7.8-9ab; 1Cor4,1-5; Mt 6,24-34
No tengas miedo pues
Yo estoy contigo;
No temas, pues Yo soy
tu Dios.
Yo te doy fuerzas, Yo
te ayudo,
Yo te sostengo
con mi Mano Victoriosa.
Is 41,10.
Antes
de todo, tratemos de visualizar cómo se articula este VIII Domingo Ordinario
con los Domingos precedentes: ¿En qué nos habíamos quedado? En una especie de
Mandamiento cúspide: Buscar una perfección, una plenitud como la del Padre
Celestial. Y, ¿quedó atrás? ¿Pasó la semana VII del Tiempo Ordinario(A), y pasó
a la historia ese mandato? ¿Daremos vuelta a la página dejando atrás la
temática del Sermón de la Montaña? Tal vez tengamos esa percepción, pero no es
así. En realidad ese lineamiento que nos da Jesús nos tendría que acompañar por
todo el camino y recordemos que Él es el Camino, la Verdad y la Vida. «Cuando…
opto por obrar contra los mandamientos, preferiría que Dios no existiera y por
consiguiente estoy dispuesto a prestar fácilmente oído a las objeciones acerca
de la fe. No pocas objeciones derivan lamentablemente del hecho que nuestra
vida cristiana, nuestros comportamientos no son conformes con el Evangelio.»[1]
Procurar
la Perfección de Nuestro Padre es transitar los caminos de la Fe y la Fe
precisamente radica en entendernos hijos en el Hijo. «La fe en nuestra vida lo
es todo, es el bien sumo; sin ella no hay en nosotros nada divino.»[2] La fe es el amor a Dios,
amamos a Dios cuando sabemos fiarnos de Él y reposar confiadamente en sus
Manos. Precisamente las Lecturas del Domingo VIII Ordinario del ciclo A tienen
ese norte. Si miramos la Primera Lectura, lo que encontraremos allí es el
resplandeciente Amor de Dios Padre-Madre: Puede que haya una madre desalmada,
pero la fidelidad del Amor de Dios está garantizada por Su Palabra, “Yo nunca
me olvidaré de ti, dice el Señor Todopoderoso” (Is 49, 15).
¡Así
es! La Fe consiste en ese abandonarnos
en las Manos de Dios, en esa entrega de niño que confía en el Padre. Muchos se
niegan a asumir esa docilidad confiada porque la ven como “infantilismo
sicológico” y piensan que deben aparentar auto-solvencia para exhibir
“madurez”. Ya nos lo enseñó el Maestro, “si no os hacéis como niños, no
entrareis en el Reino” (Mt 18, 3).
Dirijamos,
ahora, nuestra atención al Salmo: el salmista (Palabra de Dios que nos enseña
cómo quiere que nos relacionemos con Él), nos orienta en la dirección de
depositar toda nuestra confianza solamente en Dios Nuestro Señor: «En el texto
hebreo, aparece seis veces, al comienzo del verso, una partícula adverbial de
sonido ronco y gutural, que se traduce por “solamente”: “Solamente un Dios”…
“Solamente Él”… “Sólo Dios”… “Sólo Él”… Releamos el pasaje, descubriendo este
absoluto que se repite. Nada de medias tintas. Sólo Dios. He ahí la herencia
que nos trasmite Israel.»[3]
Y
junto al rotundo rechazo de la desconfianza en Dios, encontramos, en unidad
dialéctica, evitar la preocupación. ¿Para qué hemos de preocuparnos si el Padre
Celestial se ocupa? Y ¡se ocupará en su debido momento! «Dios, como el maná
cotidiano, nos da cada día la fuerza para las cargas de ese día, para que
aprendamos a vivir con confianza.»[4] Aquí está contenido un
mensaje de paciencia y esperanza, está también la aceptación de los ritmos de
Dios; y, es que Dios tiene su Tiempo. Nos trae automáticamente a la memoria la
expresión de Jesús: “Mi hora no ha llegado todavía”; (Jn 2, 4c). No tenemos que
incurrir en la angustia, sino saber aguardar a que llegue el “momento de Dios”.
Aún
otra idea, pilar de la fe, se nos ofrece en este conjunto: No tenemos que
luchar contra la vida y sus sorpresas, no siempre agradables. La vida nos trae
experiencias que, habríamos querido no tener, y contra las que nos revolvemos y gastamos –en vano-
nuestras preciadas energías que habríamos debido enfocar con fe, al servicio de
la construcción del Reino. «Normalmente desperdiciamos el noventa por ciento de
las energías en tratar de evitar lo que de todos modos acontece y luego
descubrimos que es un bien.»[5].
Tampoco
podemos dejar la Segunda Lectura al margen de nuestra reflexión: Hay un punto
en el que la Primera Carta a los Corintios nos ha traído pendientes: La fe no
es un tema individualista sino un tema comunitario: Se trata de tener fe al
lado de los que nos rodean, en medio de ellos y –quiérase o no- influidos por
ellos. En la fe –insistimos- en el amor a Dios, nuestros prójimos, los más
próximos y los más lejanos- nos tocan, nos afectan. Ni siquiera el eremita ama
a Dios en absoluta soledad, posiblemente busca el silencio y la quietud, pero
busca a Dios ante los ojos de sus prójimos, que no están allí, pero lo miran.
En el fragmento de la carta que estamos considerando, leemos: “…poco me importa
que me juzguen ustedes o cualquier autoridad humana…”; sin embargo, lo que nos
ha pedido en el renglón anterior es “Que todos nos consideren como servidores
de Cristo y encargados suyos para administrar las obras misteriosas de Dios”
(1Cor 4,1).
Aún
hay más: Esta alusión nos lleva el foco de Aparecida (V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe), Discípulos y misioneros, que se podía
entender como dos enfoques o dos ministerios diversos, y, ahora caemos en la
cuenta que todo verdadero discípulo es forzosamente misionero; y no sólo caemos
en la cuenta sino que estamos señalados para difundir esta manera de creer, de
vivir la fe, de actuar dentro de ella. Creer, amar a Dios, significa llevar el
anuncio con coherencia.
Y
llevamos la fe no sólo anunciándolo con palabras, sino vivenciándolo y haciendo
viva la experiencia. Sobreponiéndonos a nuestra fragilidad, combatiendo
nuestras flaquezas, apoyándonos en Él, convencidos que de Él dimana toda la
fuerza indispensable para podernos sobreponer a nuestra inestabilidad. Si
nuestra fuerza nos lleva a superarnos no tenemos motivo de arrogancia; no es
que seamos más fuertes, sino que Dios en su ingente Misericordia nos lo
concedió: “¿Por qué te sientes orgulloso como si no lo hubieras recibido? (1Cor
4, 7d).
Se
brinda con todo esto la oportunidad de volvernos sobre la hermosísima oración
del Padre Charles de Foucault: «Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más, Dios mío.
Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en Tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón,
porque te amo, y porque para mí, amarte es darme, entregarme en Tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tu eres mi Padre». ¡Dios, nuestra Roca de Salvación!
[1] Martini,
Carlo María. LAS VIRTUDES DEL CRISTIANO
QUE VIGILA. Ed. San Pablo. Bogotá – Colombia 2003.
[2] Ibid. p.
48
[3] Quesson,
Noël. 50 SALMOS PARA TODOS LOS DÍAS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia
1996 pp. 78-79.
[4] Fausti,
Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. Ed. San Pablo.
Bogotá-Colombia 2011. p. 121
[5] Ibid
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