Ne 8, 2-4a. 5-6.8-10 / Sal 18 /
1 Co 12, 12-30 / Lc 1, 1-4; 4,14-21
… a menudo, la
palabra oída tiene mucho más poder que la leída.
Romano Guardini
¡No ir a leer sino a
escuchar!
En
la Primera Lectura, más exactamente en el verso 5, encontramos al Sacerdote
Esdras ocupado en la proclamación de la Palabra: les leía del Libro de la Ley
de Moisés que el Señor había dado a Israel. Cfr. Ne 8, 1bc. En el Evangelio, de
manera análoga, encontramos a Jesús proclamando la Palabra, en este caso se
trata del Libro de Isaías. El tema que nos ocupa, es pues, la Proclamación de
la Palabra de Dios a su Pueblo.
¿Qué
nos interesa? Hay una función sacerdotal, de proclamación de la Palabra que en
nuestras asambleas la desempeña el Ministro Lector, el diácono o el propio
sacerdote. De tal suerte que, la Palabra está “escrita” para que le sea leída a
su pueblo: «La palabra trasmitida por medio de la escritura y del ojo, es
diferente de la palabra hablada a través de la boca y escuchada a través del
oído. En la lectura la palabra se consume y en el lugar del sonido aparece la
opresión. En la misa, la palabra no debe ser simplemente leída. Si esta fuera
la intención, entonces sólo se necesitaría repartir libros y todos, el
sacerdote y los creyentes, se sentarían silenciosos en la lectura. Lo que resultaría
de allí sería una comunidad de lectura, pero esto no es lo que debe ser. La
palabra debe elevarse del Libro Sagrado a los labios, atravesar el espacio, ser
escuchada por el oído atento y acogida por el corazón dispuesto»[1]
De
esta manera, hemos entrado directamente en materia: La diferencia entre la
lectura y la proclamación. Quizá nunca habíamos reparado en la diferencia.
Puede que hayamos pensado que cualquiera de las dos es igual y que lo único
importante es el “contenido”.
En
alguna época fueron muy populares los cancioneros, librillos más o menos
grandes, por lo general en formato revista, donde venían las letras de las
canciones, especialmente las de nuestros cantantes favoritos. Se les compraba
para “tener la letra” de las canciones, pero evidentemente, estaban en relación
diversa frente a las reproducciones, fueran estas en formato disco o casete.
Una cosa era poder “leer las canciones” y otra bien distinta, oírlas
interpretadas por el artista que las había grabado.
Puede
ser que esta comparación nos permita entender la diferencia entre “una asamblea
silenciosa sumida en la lectura” y una donde un “ministro lector” la proclama. Podemos
reflexionar que, si Jesús lo hubiera querido así, habría esperado para venir al
mundo, la era de las multicopias, para garantizar que todos pudieran seguir la
lectura de lo que Él estaba proclamando. ¡Pero no! Él les hablaba y sus
discípulos lo escuchaban. Así instituyó Jesús la comunicación de la fe.
Profundizando
en este pensamiento caemos en la cuenta de la dignidad magnífica de los
“ministros lectores” que prestan su boca para que sea la boca de Dios que le
habla a su pueblo. Pero –como siempre pasa- una alta dignidad conlleva una
responsabilidad proporcional: “Al que mucho se le dio, se le exigirá mucho; y
al que mucho se le confió, se le exigirá mucho más” Lc 12, 48.
No
solamente presta su boca, sus labios, sus cuerdas vocales; todavía más, presta
su entonación que mucho trasmite, presta su capacidad interpretativa, su
sensibilidad, sus sentimientos. Presta y pone al servicio de la asamblea “la
vida” para darle vida al texto. El texto escrito, leído con atención, nos
aporta muchísimo (ante el peligro de un mal lector, de un “ministro lector”
poco hábil, es cierto que tal vez sea más rica la lectura que la escucha); pero
un texto bien entonado, bien pronunciado, correctamente entendido para su mejor
proclamación, logra cobrar “vida” y comunicar el Espíritu al espíritu. En la
vida eclesial se suele decir, para justipreciar una buena lectura, que fue
hecha con “unción”, valga decir que, el ministro lector contó con el auxilio y
la gracia del Espíritu Santo que guió el “ser” del Ministro Lector para hacer
que la Lectura de la Sagrada Escritura se vivificara, cobrando vida como
Palabra de Dios proclamada.
Pero
todavía hay más. En la Asamblea litúrgica, además de la simple “Lectura”
tenemos la explicación denominada “homilía”. Esta palabra pasó del latín al
lenguaje religioso y proviene del griego, donde significa una charla familiar
explicativa o exhortativa. Es una habilidad que debe cultivar el sacerdote y
que supone una profunda formación teológica y un aplicado estudio bíblico. Es
una disciplina cognoscitiva con claras reglas estipuladas, inclusive existen
textos y manuales de homilética donde el seminarista va construyendo, bajo la
cura atenta de sus formadores, la habilidad para iluminar a los fieles una
mejor y mayor comprensión de las Lecturas, a una vez que su actualización, su
aplicación a la vida y a las situaciones concretas de una determinada
comunidad. No basta, sin embargo, una profunda formación teológica sino que
amerita la consagración sacerdotal puesto que no es la simple explicación de
una lección sino, ni más ni menos, una glosa a la PALABRA DE DIOS.
En la perícopa de Nehemías advertimos que no
se lee el verso 7. Allí dice que estaban presentes trece miembros de la tribu
sacerdotal, a saber: Josué, Banías, Serebías, Jamín, Acub, Sabtai, Hodías,
Maaseías, Quelitá, Azarías, Jozabat, Hanán y Pelaías. ¿Qué hacían? Explicaban
lo que se leía al pueblo, es decir, eran levitas (léase sacerdotes) con la
misión de hacer la homilía a la feligresía.
Muchos hay que llegan a misa para la
Comunión, comulgan y se van. En tal caso, se hacen presentes en la celebración
litúrgica sólo para la mesa del Pan pero no se hacen presentes a la mesa de la
Palabra. Se han perdido dos factores esenciales de la verdadera comunión: Las
Lecturas y la Homilía. Es allí donde el feligrés, el laico, se informa y se
forma. Viene a ser una especie de catequesis prolongada a todo lo largo de la
vida.
Corre por ahí la crítica ácida contra los
católicos, que son acusados de desconocer su fe. Se nos arrostra desconocer en
qué creemos y –es triste que- en más de una oportunidad nuestros denigrantes tienen
razón porque mientras se proclama la Palabra y más, durante la predicación, los
fieles divagan, conversan o se “engloban”. Suele suceder que, interrogados
sobre las lecturas o preguntados sobre el contenido y el significado de la prédica
homilética no pueden dar razón ni de lo uno ni de lo otro. Ya es un lugar común
el chiste según el cual los fieles confiesan “el Padre predicó muy bonito, no sabemos qué fue lo que dijo, pero
predicó muy bien”.
Retomando el tema del ministro calificado,
habremos notado que el Evangelio siempre es proclamado por un Ministro
Ordenado: El obispo, el sacerdote o el diacono. Y es porque la Lectura Central y
Fundamental en la eucaristía es la del Evangelio y por eso requiere un Lector
calificado que garantice –por decirlo de alguna manera- unos mínimos de
calidad, claridad y fidelidad.
A este siervo tuyo le será provechoso obedecerte.
Los salmos se estudian a partir del género
literario al que pertenecen. Se han clasificado en trece géneros, pero
determinar su pertenencia a uno u otro no es asunto fácil. Se requiere el
concurso de historiadores, lingüistas, filólogos y, hasta sociólogos. La
utilización en el contexto cultual, en ciertas ceremonias y en ciertas
celebraciones, además de su aplicación en un momento dado del culto viene a
establecer una estructura determinada. Así los salmos fueron clasificados según
su aplicación cultual y luego, ya clasificados se estudió la estructura típica
de cada grupo. Hasta aquí hemos descrito el proceso de clasificación y estudio
de las formas de los salmos de una manera esquemática aunque no precisa, dado
que en la práctica se entreveraron los dos momentos en todo el proceso. Aún otro
aspecto a tener en cuenta es que no todo salmo de uno de los géneros cumple con
todos sus rasgos estructurales. A veces, falta, aquí o allá, algún elemento de
la estructura típica.
El salmo 19(18) de este tercer domingo del
tiempo ordinario, ciclo C, se clasificaría en el género literario himno. Su
estructura típica es tripartita: a) Invitación de los sacerdotes a la asamblea a la alabanza de YHWH, b) el himno
propiamente dicho y c) la conclusión.
En este salmo, por ejemplo, no hay
invitación, se ha prescindido del primer elemento de su estructura típica. Está
dividido en dos partes en claro paralelismo: Hasta el verso 6(7) se muestra la
maravilla de la creación cósmica. Los versos 7-10 (8-11) se refieren a loa de
la Ley de Dios para, como corresponde a un himno, alabarla también. El
paralelismo se da entre la alabanza de las “leyes físicas” y luego la
ponderación de las “leyes morales”.
Parece ser que este salmo en los versos (2-7),
los que se refieren a la “perfecta organización cósmica” se tomó de un texto
pagano.
La conclusión podría perifrasearse así: Si los planetas, los cuerpos celestes y toda la creación es obediente a las leyes, que uno también sea un hombre intachable, respetuoso y coherente con las leyes morales: «Tu Hijo nos enseñó a pedir que tu Voluntad se haga en la tierra como en el cielo. Veo a todos los cuerpos celestes que obedecen a tu voluntad con fácil perfección, y pido para mí esa misma facilidad en seguir las rutas de tu gracia»[2].
Opción preferencial por los pobres: ¡amarlos!
«Los pobres eran víctimas de un complejo de
inferioridad creado por las personas “de bien”. Pablo afirma que si es
necesario privilegiar a alguien en la comunidad, que sea justamente a los
pobres y marginados… ¡Ahí está la intocable opción de Pablo por los pobres!
Marginarlos es mutilar el cuerpo de Cristo, pero promocionarlos es
reconstruirlo.»[3]
«Los pobres eran víctimas de un complejo de inferioridad
creado por las personas “de bien”. Pablo afirma que si es necesario privilegiar
a alguien en la comunidad, que sea justamente a los pobres y marginados… ¡Ahí
está la intocable opción de Pablo por los pobres! Marginarlos es mutilar el
cuerpo de Cristo, pero promocionarlos es reconstruirlo.»[4]
Hay un aspecto central, más aun, nuclear, que puede pasar desapercibido siendo el corazón: El ojo no puede decirle a la mano: «No te necesito». Tampoco la cabeza puede decirle a los pies: «No los necesito». Al contrario, las partes que nos parecen más débiles, son las que más necesitamos. Y las partes que nos parecen menos importantes, son las que vestimos con mayor cuidado. Lo mismo hacemos con las partes del cuerpo que preferimos no mostrar. En cambio, con las partes que mostramos no somos tan cuidadosos. Y es que Dios hizo el cuerpo de modo que le demos más importancia a las partes que consideramos de menos valor. 1Co 12, 21-24.
«Los
pobres eran víctimas de un complejo de inferioridad creado por las personas “de
bien”. Pablo afirma que si es necesario privilegiar a alguien en la comunidad,
que sea justamente a los pobres y marginados… ¡Ahí está la intocable opción de
Pablo por los pobres! Marginarlos es mutilar el cuerpo de Cristo, pero
promocionarlos es reconstruirlo.»
Proclamar el año de
Gracia del Señor
Toma
Jesús el rollo y lee. ¿Qué lee Jesús? ¿Es una coincidencia lo que le
correspondió leer? No es una coincidencia, ¡es una Dios-cidencia!, es una
teofanía, mejor aún, digámoslo como insistía Teilhard de Chardin, es una diafanía.
Que a Jesús le hubiera tocado ese texto, que fuera precisamente esa perícopa,
es providencial. Dios nos está mostrando qué significa ser el Hijo, cuál es su
misión:
a) Dar la buena noticia a los pobres
b) Liberación
c) Proclamar Jubileo (Año de Gracia del
Señor).
«El
pueblo ha perdido al libertad (prisión) y la capacidad de mirar críticamente la
realidad (ceguera); vive continuamente presionado (oprimido) por dentro y por
fuera, y cada vez más va perdiendo la vida y el acceso a los bienes para
sostenerla. La misión de Jesús, por lo tanto, es … realizar la acción que lo
libera (al pueblo explotado y oprimido) concretamente de la situación de
marginalidad.»[5]
Esto
de proclamar Jubileo es proclamación de justicia, el Jubileo está explicado y
definido en el Libro del Levítico, capítulo 24, versos 10-13: «Su finalidad era
dar la posibilidad de reiniciar la vida a quienes por uno u otro motivo se
había endeudado hasta el punto de perder la propiedad familiar y hasta la
propia libertad. En este “año de tregua” todos podían recuperar los derechos
perdidos y recomenzar una nueva vida.»[6]
Esa
era la misión de Jesús. ¿Y la nuestra, cuál es? «Ante ellos está, no un profeta
más, sino el Profeta. Ante sus ojos está el confidente de Dios. Aquel a quien
el Padre le ha dicho todo para que nos lo diga a nosotros, los hombres.»[7] ¿Será necesario decir una
vez más que somos el Cuerpo místico de Cristo? Hoy en día, Jesús no tiene boca,
somos su boca; no tiene manos, somos sus manos….
Jesús
en su brevísima homilía simplemente declara: σήμερον
πεπλήρωται ἡ γραφὴ αὕτη
“Hoy se ha cumplido esta escritura, al
oírla vosotros.” Lc 4, 21 Ese hoy, ¿es el hoy de aquel día en la
sinagoga? Estamos convencidos que no significa eso. Ese hoy, es el hoy cuando
este mensaje ha llegado claramente a tu corazón y se te ha anunciado como tu
propia misión: ἐν τοῖς ὠσὶν ὑμῶν. “al oírla
vosotros”.
[1]
Guardini, Romano. PREPAREMOS LA EUCARISTÍA. REFLEXIONES. Ed. San Pablo,
Bogotá–Colombia 2009. p. 75
[2] Vallés, Carlos G. BUSCO TU ROSTRO. ORAR LOS
SALMOS. Ed. Sal Terrae Santander- España. 8ª ed. 1993. p.40
[3]
Bortolini, José. CÓMO LEER LA 1ª CARTA A LOS CORINTIOS. SUPERACIÓN DE LOS
CONFLICTOS EN LA COMUNIDAD. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá – Colombia
1996. p. 55
[4]
Ibid
[5] Storniolo,
Ivo. CÓMO LEER EL EVANGELIO DE LUCAS. LOS POBRES CONSTRUYEN LA NUEVA HISTORIA.
Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia. 1995 p.49
[6]
Ibid
[7]
Mazariegos, Emilio L. DE AMOR HERIDO. Ed. San Pablo. Bogotá D.C. – Colombia 3ra
ed. 2001. p. 49
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