sábado, 26 de enero de 2013

TU PALABRA ES DADA PARA ACATARLA, ES NUESTRA LEY Y MISIÓN



Ne 8, 2-4a. 5-6.8-10 / Sal 18 / 1 Co 12, 12-30 / Lc 1, 1-4; 4,14-21

… a menudo, la palabra oída tiene mucho más poder que la leída.
Romano Guardini

¡No ir a leer sino a escuchar!

En la Primera Lectura, más exactamente en el verso 5, encontramos al Sacerdote Esdras ocupado en la proclamación de la Palabra: les leía del Libro de la Ley de Moisés que el Señor había dado a Israel. Cfr. Ne 8, 1bc. En el Evangelio, de manera análoga, encontramos a Jesús proclamando la Palabra, en este caso se trata del Libro de Isaías. El tema que nos ocupa, es pues, la Proclamación de la Palabra de Dios a su Pueblo.



¿Qué nos interesa? Hay una función sacerdotal, de proclamación de la Palabra que en nuestras asambleas la desempeña el Ministro Lector, el diácono o el propio sacerdote. De tal suerte que, la Palabra está “escrita” para que le sea leída a su pueblo: «La palabra trasmitida por medio de la escritura y del ojo, es diferente de la palabra hablada a través de la boca y escuchada a través del oído. En la lectura la palabra se consume y en el lugar del sonido aparece la opresión. En la misa, la palabra no debe ser simplemente leída. Si esta fuera la intención, entonces sólo se necesitaría repartir libros y todos, el sacerdote y los creyentes, se sentarían silenciosos en la lectura. Lo que resultaría de allí sería una comunidad de lectura, pero esto no es lo que debe ser. La palabra debe elevarse del Libro Sagrado a los labios, atravesar el espacio, ser escuchada por el oído atento y acogida por el corazón dispuesto»[1]

De esta manera, hemos entrado directamente en materia: La diferencia entre la lectura y la proclamación. Quizá nunca habíamos reparado en la diferencia. Puede que hayamos pensado que cualquiera de las dos es igual y que lo único importante es el “contenido”.



En alguna época fueron muy populares los cancioneros, librillos más o menos grandes, por lo general en formato revista, donde venían las letras de las canciones, especialmente las de nuestros cantantes favoritos. Se les compraba para “tener la letra” de las canciones, pero evidentemente, estaban en relación diversa frente a las reproducciones, fueran estas en formato disco o casete. Una cosa era poder “leer las canciones” y otra bien distinta, oírlas interpretadas por el artista que las había grabado.

Puede ser que esta comparación nos permita entender la diferencia entre “una asamblea silenciosa sumida en la lectura” y una donde un “ministro lector” la proclama. Podemos reflexionar que, si Jesús lo hubiera querido así, habría esperado para venir al mundo, la era de las multicopias, para garantizar que todos pudieran seguir la lectura de lo que Él estaba proclamando. ¡Pero no! Él les hablaba y sus discípulos lo escuchaban. Así instituyó Jesús la comunicación de la fe.

Profundizando en este pensamiento caemos en la cuenta de la dignidad magnífica de los “ministros lectores” que prestan su boca para que sea la boca de Dios que le habla a su pueblo. Pero –como siempre pasa- una alta dignidad conlleva una responsabilidad proporcional: “Al que mucho se le dio, se le exigirá mucho; y al que mucho se le confió, se le exigirá mucho más” Lc 12, 48.



No solamente presta su boca, sus labios, sus cuerdas vocales; todavía más, presta su entonación que mucho trasmite, presta su capacidad interpretativa, su sensibilidad, sus sentimientos. Presta y pone al servicio de la asamblea “la vida” para darle vida al texto. El texto escrito, leído con atención, nos aporta muchísimo (ante el peligro de un mal lector, de un “ministro lector” poco hábil, es cierto que tal vez sea más rica la lectura que la escucha); pero un texto bien entonado, bien pronunciado, correctamente entendido para su mejor proclamación, logra cobrar “vida” y comunicar el Espíritu al espíritu. En la vida eclesial se suele decir, para justipreciar una buena lectura, que fue hecha con “unción”, valga decir que, el ministro lector contó con el auxilio y la gracia del Espíritu Santo que guió el “ser” del Ministro Lector para hacer que la Lectura de la Sagrada Escritura se vivificara, cobrando vida como Palabra de Dios proclamada.

Pero todavía hay más. En la Asamblea litúrgica, además de la simple “Lectura” tenemos la explicación denominada “homilía”. Esta palabra pasó del latín al lenguaje religioso y proviene del griego, donde significa una charla familiar explicativa o exhortativa. Es una habilidad que debe cultivar el sacerdote y que supone una profunda formación teológica y un aplicado estudio bíblico. Es una disciplina cognoscitiva con claras reglas estipuladas, inclusive existen textos y manuales de homilética donde el seminarista va construyendo, bajo la cura atenta de sus formadores, la habilidad para iluminar a los fieles una mejor y mayor comprensión de las Lecturas, a una vez que su actualización, su aplicación a la vida y a las situaciones concretas de una determinada comunidad. No basta, sin embargo, una profunda formación teológica sino que amerita la consagración sacerdotal puesto que no es la simple explicación de una lección sino, ni más ni menos, una glosa a la PALABRA DE DIOS.



En la perícopa de Nehemías advertimos que no se lee el verso 7. Allí dice que estaban presentes trece miembros de la tribu sacerdotal, a saber: Josué, Banías, Serebías, Jamín, Acub, Sabtai, Hodías, Maaseías, Quelitá, Azarías, Jozabat, Hanán y Pelaías. ¿Qué hacían? Explicaban lo que se leía al pueblo, es decir, eran levitas (léase sacerdotes) con la misión de hacer la homilía a la feligresía.

Muchos hay que llegan a misa para la Comunión, comulgan y se van. En tal caso, se hacen presentes en la celebración litúrgica sólo para la mesa del Pan pero no se hacen presentes a la mesa de la Palabra. Se han perdido dos factores esenciales de la verdadera comunión: Las Lecturas y la Homilía. Es allí donde el feligrés, el laico, se informa y se forma. Viene a ser una especie de catequesis prolongada a todo lo largo de la vida.

Corre por ahí la crítica ácida contra los católicos, que son acusados de desconocer su fe. Se nos arrostra desconocer en qué creemos y –es triste que- en más de una oportunidad nuestros denigrantes tienen razón porque mientras se proclama la Palabra y más, durante la predicación, los fieles divagan, conversan o se “engloban”. Suele suceder que, interrogados sobre las lecturas o preguntados sobre el contenido y el significado de la prédica homilética no pueden dar razón ni de lo uno ni de lo otro. Ya es un lugar común el chiste según el cual los fieles confiesan “el Padre predicó muy bonito, no sabemos qué fue lo que dijo, pero predicó muy bien”.

Retomando el tema del ministro calificado, habremos notado que el Evangelio siempre es proclamado por un Ministro Ordenado: El obispo, el sacerdote o el diacono. Y es porque la Lectura Central y Fundamental en la eucaristía es la del Evangelio y por eso requiere un Lector calificado que garantice –por decirlo de alguna manera- unos mínimos de calidad, claridad y fidelidad.

A este siervo tuyo le será provechoso obedecerte.

Los salmos se estudian a partir del género literario al que pertenecen. Se han clasificado en trece géneros, pero determinar su pertenencia a uno u otro no es asunto fácil. Se requiere el concurso de historiadores, lingüistas, filólogos y, hasta sociólogos. La utilización en el contexto cultual, en ciertas ceremonias y en ciertas celebraciones, además de su aplicación en un momento dado del culto viene a establecer una estructura determinada. Así los salmos fueron clasificados según su aplicación cultual y luego, ya clasificados se estudió la estructura típica de cada grupo. Hasta aquí hemos descrito el proceso de clasificación y estudio de las formas de los salmos de una manera esquemática aunque no precisa, dado que en la práctica se entreveraron los dos momentos en todo el proceso. Aún otro aspecto a tener en cuenta es que no todo salmo de uno de los géneros cumple con todos sus rasgos estructurales. A veces, falta, aquí o allá, algún elemento de la estructura típica.



El salmo 19(18) de este tercer domingo del tiempo ordinario, ciclo C, se clasificaría en el género literario himno. Su estructura típica es tripartita: a) Invitación de los sacerdotes a la  asamblea a la alabanza de YHWH, b) el himno propiamente dicho y c) la conclusión.

En este salmo, por ejemplo, no hay invitación, se ha prescindido del primer elemento de su estructura típica. Está dividido en dos partes en claro paralelismo: Hasta el verso 6(7) se muestra la maravilla de la creación cósmica. Los versos 7-10 (8-11) se refieren a loa de la Ley de Dios para, como corresponde a un himno, alabarla también. El paralelismo se da entre la alabanza de las “leyes físicas” y luego la ponderación de las “leyes morales”.



Parece ser que este salmo en los versos (2-7), los que se refieren a la “perfecta organización cósmica” se tomó de un texto pagano.





La conclusión podría perifrasearse así: Si los planetas, los cuerpos celestes y toda la creación es obediente a las leyes, que uno también sea un hombre intachable, respetuoso y coherente con las leyes morales: «Tu Hijo nos enseñó a pedir que tu Voluntad se haga en la tierra como en el cielo. Veo a todos los cuerpos celestes que obedecen a tu voluntad con fácil perfección, y pido para mí esa misma facilidad en seguir las rutas de tu gracia»[2].

Opción preferencial por los pobres: ¡amarlos!

«Los pobres eran víctimas de un complejo de inferioridad creado por las personas “de bien”. Pablo afirma que si es necesario privilegiar a alguien en la comunidad, que sea justamente a los pobres y marginados… ¡Ahí está la intocable opción de Pablo por los pobres! Marginarlos es mutilar el cuerpo de Cristo, pero promocionarlos es reconstruirlo.»[3]



«Los pobres eran víctimas de un complejo de inferioridad creado por las personas “de bien”. Pablo afirma que si es necesario privilegiar a alguien en la comunidad, que sea justamente a los pobres y marginados… ¡Ahí está la intocable opción de Pablo por los pobres! Marginarlos es mutilar el cuerpo de Cristo, pero promocionarlos es reconstruirlo.»[4]



















Hay un aspecto central, más aun, nuclear, que puede pasar desapercibido siendo el corazón: El ojo no puede decirle a la mano: «No te necesito». Tampoco la cabeza puede decirle a los pies: «No los necesito».  Al contrario, las partes que nos parecen más débiles, son las que más necesitamos.  Y las partes que nos parecen menos importantes, son las que vestimos con mayor cuidado. Lo mismo hacemos con las partes del cuerpo que preferimos no mostrar.  En cambio, con las partes que mostramos no somos tan cuidadosos. Y es que Dios hizo el cuerpo de modo que le demos más importancia a las partes que consideramos de menos valor. 1Co 12, 21-24.



«Los pobres eran víctimas de un complejo de inferioridad creado por las personas “de bien”. Pablo afirma que si es necesario privilegiar a alguien en la comunidad, que sea justamente a los pobres y marginados… ¡Ahí está la intocable opción de Pablo por los pobres! Marginarlos es mutilar el cuerpo de Cristo, pero promocionarlos es reconstruirlo.»

Proclamar el año de Gracia del Señor



Toma Jesús el rollo y lee. ¿Qué lee Jesús? ¿Es una coincidencia lo que le correspondió leer? No es una coincidencia, ¡es una Dios-cidencia!, es una teofanía, mejor aún, digámoslo como insistía Teilhard de Chardin, es una diafanía. Que a Jesús le hubiera tocado ese texto, que fuera precisamente esa perícopa, es providencial. Dios nos está mostrando qué significa ser el Hijo, cuál es su misión:

a)    Dar la buena noticia a los pobres
b)    Liberación
c)    Proclamar Jubileo (Año de Gracia del Señor).



«El pueblo ha perdido al libertad (prisión) y la capacidad de mirar críticamente la realidad (ceguera); vive continuamente presionado (oprimido) por dentro y por fuera, y cada vez más va perdiendo la vida y el acceso a los bienes para sostenerla. La misión de Jesús, por lo tanto, es … realizar la acción que lo libera (al pueblo explotado y oprimido) concretamente de la situación de marginalidad.»[5]



Esto de proclamar Jubileo es proclamación de justicia, el Jubileo está explicado y definido en el Libro del Levítico, capítulo 24, versos 10-13: «Su finalidad era dar la posibilidad de reiniciar la vida a quienes por uno u otro motivo se había endeudado hasta el punto de perder la propiedad familiar y hasta la propia libertad. En este “año de tregua” todos podían recuperar los derechos perdidos y recomenzar una nueva vida.»[6]

Esa era la misión de Jesús. ¿Y la nuestra, cuál es? «Ante ellos está, no un profeta más, sino el Profeta. Ante sus ojos está el confidente de Dios. Aquel a quien el Padre le ha dicho todo para que nos lo diga a nosotros, los hombres.»[7] ¿Será necesario decir una vez más que somos el Cuerpo místico de Cristo? Hoy en día, Jesús no tiene boca, somos su boca; no tiene manos, somos sus manos….

Jesús en su brevísima homilía simplemente declara: σήμερον πεπλήρωται ἡ γραφὴ αὕτη “Hoy se ha cumplido esta escritura, al oírla vosotros.” Lc 4, 21 Ese hoy, ¿es el hoy de aquel día en la sinagoga? Estamos convencidos que no significa eso. Ese hoy, es el hoy cuando este mensaje ha llegado claramente a tu corazón y se te ha anunciado como tu propia misión: ἐν τοῖς ὠσὶν ὑμῶν. “al oírla vosotros”.







[1] Guardini, Romano. PREPAREMOS LA EUCARISTÍA. REFLEXIONES. Ed. San Pablo, Bogotá–Colombia 2009. p. 75
[2]  Vallés, Carlos G. BUSCO TU ROSTRO. ORAR LOS SALMOS. Ed. Sal Terrae Santander- España. 8ª ed. 1993. p.40
[3] Bortolini, José. CÓMO LEER LA 1ª CARTA A LOS CORINTIOS. SUPERACIÓN DE LOS CONFLICTOS EN LA COMUNIDAD. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá – Colombia 1996.  p. 55
[4] Ibid
[5] Storniolo, Ivo. CÓMO LEER EL EVANGELIO DE LUCAS. LOS POBRES CONSTRUYEN LA NUEVA HISTORIA. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia. 1995 p.49
[6] Ibid
[7] Mazariegos, Emilio L. DE AMOR HERIDO. Ed. San Pablo. Bogotá D.C. – Colombia 3ra ed. 2001. p. 49

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