Hech
2,1-11; Sal 104(103),1-2a. 24. 35c. 27-28. 29bc-30; 1Cor 12, 3-7.12-13; Jn 20, 19-23.
El Espíritu Santo, como
fuerte huracán, hace adelantar más en una hora la navecilla de nuestra alma
hacia la santidad, que lo que nosotros habríamos conseguido en meses y años
remando con nuestras solas fuerzas.
Santa Teresa de Jesús
Lecturas de este Domingo de Pentecostés
En
el bautismo se nos entrega el Espíritu Santo y somos introducidos en el mundo
de la Gracia porque Dios nos constituye en hijos suyos -por medio de ese acto
sacramental de adopción. Queremos destacar esta manera sacramental como Dios
nos regala un “favor” y para que nosotros podemos captarlo, toma “criaturas”
para que nuestros sentidos las perciban y podamos asimilar la realidad
invisible -por espiritual- que se nos otorga. El agua del Espíritu
-recalquemos, agua espiritual- nos lava de toda mancha (de nuevo espiritual);
hay como una especie de paralelismo entre el agua física, el líquido que vemos,
nos toca, nos humedece, y la otra agua, la del Espíritu, que no vemos pero que
es la que verdaderamente nos lava el pecado, dejándonos más blancos que el
blanco más límpido que batanero alguno podría lograr. Ya allí se nos ha dado
junto con el Espíritu Santo, la filiación y Dios no la revocará, muy a pesar de
los fracasos en nuestra coherencia de vida respecto de esa blancura obsequiada,
pero que nosotros no sabemos conservar.
El
Cardenal Martini, escribió en 1995 sobre esta liturgia: «El capítulo 2 de los
Hechos de los Apóstoles nos coloca en un clima de lo extraordinario… El
capítulo 12 de la Primera Carta a los Corintios, en cambio, está en un clima de
ordinariedad. La invocación “Jesús es el Señor” que nadie puede pronunciar sino
bajo la acción del Espíritu Santo[1], es la invocación más
ordinaria de la vida cristiana y todos tienen necesidad de ella para la
salvación… El Evangelio según San Juan, en el capítulo 20, unifica la relación
entre lo extraordinario y lo cotidiano. Los apóstoles son habilitados para
cumplir, gracias a las palabras de Jesús Resucitado, un servicio preciso: “A
quienes les perdonen los pecados les serán perdonados”… Sin embargo, este
servicio cotidiano que pertenece a la fragilidad ordinaria de la existencia
humana y eclesiástica, es extraordinario y sobrehumano y obtiene su eficacia
del Espíritu del Resucitado; es una acción, un servicio, una gracia que
presupone la muerte de Jesús, por amor, es decir, el acontecimiento más
extraordinario de la Redención.
Teniendo
en cuenta este enlace de lo extraordinario y lo cotidiano, podríamos definir
así la acción del Espíritu Santo: es la extraordinaria respiración cotidiana de
la Iglesia.
Es,
pues, una gracia necesaria y también imperceptible, como la respiración que
está presente en todas las operaciones más ocultas, más sencillas del hombre,
pero es también un don extraordinario, maravilloso que vivifica y eleva la
fatigada existencia cotidiana de los hombres y que impulsa día por día el
decadente peso comunitario»[2]
Espíritu Santo alma del Cuerpo Místico
La
palabra "corporación" se deriva de corpus, que significa cuerpo, o un
"grupo de personas", define una “persona colectiva”. Una corporación
puede ser una iglesia, una empresa, un gremio, un sindicato, una universidad,
una ONG, etc. Este concepto casi siempre lo usamos para referirnos a un ente
comercial: A las empresas se les reconocen derechos y deberes como a las
personas físicas (como a la "gente") ante la ley, inclusive, pueden
ser acusados y hacérseles responsables de violaciones a los derechos humanos.
Del mismo modo, pueden ejercer los derechos humanos contra las personas y el
Estado. Pues bien, no sólo los entes comerciales son “corporaciones”; aun
cuando muchas veces lo perdemos de vista, la Iglesia es un “ente corporativo” y
cada creyente, cada fiel, cada bautizado goza/porta su corporatividad. Somos
sujetos corporativos, como decir que cada uno tiene un cuerpo, su propio
cuerpo, pero entre todos, constituimos una “corporación”, otro cuerpo, εἰς ἓν
σῶμα, uno que se escribe
con mayúsculas: El Cuerpo Místico de Cristo: “Porque todos nosotros, seamos
judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber del mismo
Espíritu.” 1Co 12, 13.
En
la parábola de “la muralla ancha y elevada” (Ap 21, 12) podríamos figurarnos,
como cuando llegan los materiales para construir una casa, un edificio, un
conjunto residencial, la pila de ladrillos -no importa cuántos ladrillos sean-
mientras no estén ensamblados con mortero, no son “muralla”, son sólo una pila
de ladrillos, puedes derribarla con empujarla, claro -con el riesgo- que se te
venga encima. Sin embargo, una vez argamasados, por los albañiles, y seco el
mortero, puedes “soplar y resoplar” -como en la historia del “lobito”- y el
muro resistirá. También, en la parábola biológica, un grupo de células
conformadas en un tejido, difiere rotundamente -cualitativamente hablando- de
las mismas células desorganizadas, desperdigadas, sin articulación. Según nos
lo explicaba el -ahora Papa Emérito- en el 2007, hablando del Espíritu Santo:
«Nos impulsa a encontrarnos con el otro, enciende en nosotros el fuego del
amor, nos convierte en misioneros del amor de Dios.»
“En
cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (1Co 12, 7). La palabra συμφέρον
[interés] en griego,
encierra ese sentido de comunidad que se debe destacar en los carismas, los
diferentes servicios, los diferentes dones, los diversos servicios con los que
el Espíritu ad-orna a la persona, no son para uso ego-ísta, no se donan para el
beneficio o el lucro propio; se otorgan para
el bien común, para favorecer a los “otros ladrillos”, a las otras
“células”. No son auto-provechosos sino συμφέρον
unificador, colectivo, se combinan de
una manera que genera -bajo la concurrencia de ciertas circunstancias- para
toda la comunidad ventaja, favor, mejora, beneficio. Esto viene a empalmar perfectamente
con Mt 25, 40. 45.
Y,
quizás lo más importante. Ese sentido de fraternidad, de colectividad, de hermandad
en la relación, de ser “ladrillos” de la misma “muralla”, no se queda allí
encerrada en el “aposento alto” donde llegó el Espíritu en forma de “Lenguas de
Fuego” que hacían arder los corazones de los "escuchas" en el Fuego
del Amor de Dios. No, ¡este “ardor” los impulsa a salir a anunciar, a
proclamar! En el Evangelio, Jesús nos envía. No es un envío cualquiera, es
envío de la misma naturaleza que los Envíos de Dios-Padre: καθὼς ἀπέσταλκεν
με ὁ πατήρ, καγὼ πέμπω ὑμᾶς.
“Como el Padre me ha enviado, así mismo los envío yo” (Jn 20,21b). No es un
regalo hermoso para lucirlo –guardado en la caja original- puesto en una
repisa. ¡Esto es para tener muy en cuenta: Se nos da el Espíritu Santo y se nos
envía, las dos cosas juntas, en continuidad!
Lo que verdaderamente urge
Y
bueno, hoy es Pentecostés, no un elemento histórico, tampoco una evocación de
un suceso pasado, sino una actualización, la venida del Espíritu Santo sobre
nuestro propio ser, el descenso sobre nuestras cabezas de la
Llamarada-enamorada para vivir el amor fraternal, más aún, lengua de Fuego
sobre nuestra fragilidad; si lo pedimos, si clamamos que se nos dé nos ha sido
prometida por quien tiene verdadera autoridad para prometer; basta que lo
pidamos: pedir el Santo Espíritu para que nos construya -no como
individualidades- sino como comunidad creyente, discipular y misionera.
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