Prov
8:22-31, Sal 8, 4-5. 6-7a. 7b-9.Rm5:1-5, Jn 16:12-15
…la persona humana más crece, más madura y más se santifica,
a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión
con Dios, con los demás y con todas las criaturas.
Papa Francisco
Nos gustaría empezar con una afirmación
supremamente importante para nuestro “ser-comunidad”. Siempre estamos
recalcando que nuestra individualidad personal está vinculada a su pertenencia
a un “ser-Mayor” que nombramos: el “Cuerpo Místico de Cristo”. La afirmación
importante es que nuestro ser no termina en la frontera de nuestra piel.
Nuestro ser se “extiende” más allá de la
frontera determinada por nuestro cuerpo. Tratar de lidiar con este tema resulta
muy arduo puesto que nuestras palabras –todas las que usamos- por lo general
parten de un “enfoque” que, para poder hablar de los asuntos espirituales,
tiene que rebasarse. Cuando entendemos nuestra “yoidad”, ese “yo”, en nuestra
mente, tiene un croquis, cuyos límites son precisamente, los de la piel.
Insistimos, el prejuicio tradicional considera que terminamos allí donde termina
nuestra dermis. En cambio, quisiéramos tomar conciencia que somos más allá de esa frontera.
Quisiéramos remitirnos a la situación
cuando vemos un ser querido a quien le pasa algo, por ejemplo, le duele algo,
y, a nosotros también “nos duele”. Más aún, pese a la distancia, aun cuando ese
ser querido esté distante, en otro país –puede ser el caso- a pesar de la distancia, la sensación no es
menos nítida. No se limita a situaciones dolorosas, somos capaces también de
experimentar la alegría, el bienestar, la mejoría; y no sólo de seres queridos,
en muchos casos –variará según el desarrollo del sentido de “solidaridad” que
hayamos cultivado y desarrollado- somos capaces de σπλαγχνίζομαι co-padecer con cualquier prójimo aun sin conocerlo y ni siquiera
saber su nombre.
La madurez de nuestra conciencia
“trascendente” nos permitirá menor o mayor identificación con los “otros”, mayor
o menor sentido de “projimidad”, porque cualquier semejante es nuestro hermano
y todo lo que le pasa a un hermano repercute en nosotros mismos. Esto nos lleva
a recordar el capítulo 4 del Génesis y su interesantísima continuidad con el
pecado de sus progenitores. Adán y Eva pecaron queriendo “ser como Dios”, lo
que seguramente destaca que no debemos pretender ser lo que no somos, ahí está
la esencia de la fatal falta cometida por ellos. Ahora, Caín anda “malgeniado”
porque Dios no le acepta las ofrendas como las recibe de manos de su hermano
Abel. Ya a él lo corroía el pecado de envidia, que consiste en “desear tener lo
que otro tiene”. Caín peca no envidiando a Dios –como lo hicieron sus padres-
sino envidiando al “otro”, a su “hermano”. ¡Ya aquí está explicito que el
“otro” es mi “hermano”! Sí, ¡no hay que nacer de la misma madre para ser
hermano”. (Es la misma envidia que tiene el hermano mayor del –así llamado
“hijo prodigo”, porque no le dan “un cabrito para gozárselo con sus amigos”.
(Lc 15, 11-32).
Todos estos conceptos de la
espiritualidad nos cuestan mucho trabajo. No menos trabajo nos da aquello de
que marido y mujer “ya no son dos sino que son una sola carne”. (Mt 19, 6b)
Esta cita nos habla de un desborde de la “yoidad” en dos cuerpos, como
resultado del vínculo conyugal. Toda la mentalidad manipulada por el mundo
tiende a rebelarse contra esta “unicidad”. El individualismo exacerbado por
nuestra cultura promueve una idea de “persona” en la que quepan ideologías como
la de la “auto-realización”, la “auto-determinación-personal”, el “respeto al
espacio del otro” y todo aquello que “divide” porque el objetivo del Malo es
dividirnos, alimentar nuestra “separación”, fomentar nuestra “soledad” junto
con nuestra “increencia”.
«Nuestras experiencias directas suelen
ser de divisionismo, de individualismo extremo, de separatismo, de sectarismo,
de ruptura, de quiebre, de separación, todo eso que la cultura popular acuño en
el refrán “que coma yo y coma mi macho y que se reviente el muchacho”; todos
estos son elementos esenciales de la cultura de la muerte que usa como
plataforma de despegue el egoísmo a ultranza. Nada es más extraño a nuestra
experiencia directa que la unidad, la solidez, la comunión, la fidelidad, la
compenetración, la solidaridad. Presenciamos unidades transitorias,
superficiales, momentáneas, puntuales, estratégicas; lo que se da en nuestro
mundo de todos los días son las componendas interesadas, podemos prometer hoy,
esta vida y la otra, con tal de apoderarnos de nuestras apetencias momentáneas.
Pensamos –en cambio- que lo “sano” es ser capaces de conmovernos, de sentir el
dolor y la necesidad del otro como urgencias propias. Pensamos que un organismo
sano y salvo es aquel capaz de buscar el bien del prójimo, mucho pero mucho más
que el lucro y la gratificación propias. ¿Por qué esto? ¿Qué hace que
prefiramos esa óptica a la del egoísta?
Hay un determinante básico: Dios nos hizo
a “su Imagen y Semejanza”, lo que para nosotros se debe leer como “nuestra sana
manera de ser es parecernos a Él”. Primero que todo, y en esto la Santísima
Trinidad es clave, ¡Dios no es soledad, Dios es Familia! La Trinidad Santa pone
por delante el sentido de Comunidad. Dios desde toda la eternidad ha sido
Trinitario. Y esa Trinidad no se caracteriza porque cada Uno esté peleando
abierta o soterradamente por ser “independiente”. Por ejemplo, ¿Cómo nos queda
el ojo cuando Jesús afirma que Él y su Padre son Uno? (Jn 10, 30) O, si
queremos corregir nuestro enfoque sádico que piensa que Dios Padre expuso a su
Hijo a la muerte, y pensamos que Jesús nos informó abiertamente que Él daba su
vida libremente, que nadie se la quitaba, sino que Él la daba “libremente”,
“voluntariamente”. (Jn 10, 18). Y si el Hijo sufrió, ¿no estaba el Padre todo
el tiempo sufriendo por Él y con Él? ¿No nos damos cuenta que si “son Uno” no
le puede doler al Uno y el Otro mirar indiferente? ¡No le puede doler al Uno
menos que al Otro! ¡El Padecimiento en el Calvario fue Trinitario! Todo
padecimiento que haya sufrido el Hijo dolió con igual o con mayor intensidad
(sic) en el Corazón del Padre y en el Amor del Paráclito. Como “epifanía” de
ese dolor del Padre se nos da el dolor de María, la Madre al pie de la cruz:
Así como le dolía a la Madre ver a su Hijo morir clavado en la Cruz, así le
dolía el Padre. María Santísima es Revelación de ese Amor y por eso es
heroicamente-divina su firmeza al pie de la Cruz.
Las
Tres Personas de la Santísima Trinidad “viven” en intercompenetración plena. De
ellos se puede predicar el pleroma de la comunión, lo que implica una armonía
perfecta, una comunicación absoluta, un entendimiento reciproco total y un
compromiso “eterno” de aceptación, de comprensión, de unidad; ese es su modo de
ser el Padre es en el Hijo y el
Hijo en el Padre; el Padre es en el Espíritu Santo. El Padre es Creador por eso los Tres son
creadores, el Hijo es Compasivo, por tal, los Tres son Compasivos, pero el
Espíritu está en nosotros, nos in-habita, por eso los Tres están con nosotros
siempre, Ellos se aman infinitamente, porque Dios es Amor, los Tres se aman
recíprocamente y generan un dinamismo hacia el Amor, su Amor solidario es los
que los une, los entrelaza, los armoniza; y de su Amor brota la que es su
“oferta” para todos nosotros. Son una propuesta, un desafío a optar un estilo
de Vida Divino: Papa Francisco en la Laudato si lo ha expresado así: «San
Buenaventura llegó a decir que el ser humano, antes del pecado, podía descubrir
cómo cada criatura «testifica que Dios es trino». El reflejo de la Trinidad se
podía reconocer en la naturaleza «cuando ni ese libro era oscuro para el
hombre, ni el ojo del hombre se había enturbiado». El santo franciscano nos
enseña, que toda criatura lleva en sí una estructura propiamente trinitaria,
tan real, que podría ser espontáneamente contemplada si la mirada del ser
humano no fuera limitada, oscura y frágil. Así nos indica el desafío de tratar
de leer la realidad en clave trinitaria.
Las
Personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el
modelo divino, es una trama de relaciones. Las criaturas tienden hacia Dios, y
a su vez, es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, de tal modo
que en el seno del universo podemos encontrar un sin número de constantes
relaciones que se entrelazan secretamente. Esto no sólo nos invita a admirar
las múltiples conexiones que existen entre las criaturas, sino que nos lleva a
descubrir una clave de nuestra propia realización. Porque la persona humana más
crece, más madura y más se santifica, a medida que entra en relación, cuando
sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las
criaturas. Así asume en su propia existencia, ese dinamismo trinitario que Dios
ha impreso en ella desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a
madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de
la Trinidad.»[1]
Si,
en La Santísima Trinidad está la clave de nuestra propia realización, que
consiste en salir de sí misma y volcarse
generosamente hacia el otro, ejerciendo la fraternidad que a todos nos enlaza;
fraternidad que como nos lo enseñó San Francisco es extensible a todas las
criaturas de la realidad, porque ¡todas las criaturas son nuestros hermanos!.
Buscar esa unidad construida en clave de Amor ese es el reto. Y la Santísima
Trinidad no cesa de llamarnos a participar, a asociarnos a su Vida Divina, no
como piezas sueltas, sino fraternalmente, como su Pueblo escogido junto con el
que Ella Reine.
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