sábado, 14 de mayo de 2022

ÉXTASIS: UNA EXPERIENCIA DE AMOR CELESTIAL

 


Hech 14, 21b-27; Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab; Ap 21, 1-5a; Jn 13, 31-33a. 34-35

 

La materia prima y única del Paraíso es el amor.

 

En el lenguaje común el éxtasis refiere a un alucinógeno, pero también se dice de un tipo de ensoñación que conlleva un viaje a la irrealidad. Vamos a examinar un tipo de estasis muy particular, el “trance” espiritual que le trajo a San Juan el conocimiento apocalíptico respecto de la venida de la Ciudad Santa. Es urgente darle una expansión a nuestra mente para poder entender el mundo de la religiosidad. Lo que pasa es que hemos sido muy manipulados para robarnos las verdades de la fe que se nos han entregado. Urge entender que cuando Jesús nos legó su Espíritu lo que nos heredó fue la capacidad de acceder a las realidades superiores, a la trascendencia. En el capítulo 1º de Apocalipsis, exactamente en el verso 10, San Juan nos declara que esta Revelación (que es el significado de la palabra griega Ἀποκάλυψις “apocalipsis”) tuvo lugar cuando él cayó en éxtasis: ἐγενόμην ἐν Πνεύματι. (No dice exactamente éxtasis sino, “en el Espíritu”, o aún mejor, “bajo el poder del Espíritu”). Es lo que nos encontramos hoy en la Segunda Lectura. El Infinito Amor en la Nueva Jerusalén es extático, es capaz de ver más allá de lo evidente; limpia los ojos del corazón y -por fin- alcanza a ver las realidades celestiales, aun cuando -por ahora- no las penetra con nitidez, sino que las descubre como “en un mal espejo”. Juan dice que “vio”, εἶδον del verbo ὁράω, que se refiere a una percepción espiritual -no es la visión física común y corriente, sino algo trasmitido y desvelado por el Espíritu Santo- un Cielo Nuevo y una tierra nueva, engalanada como una esposa para contraer Alianza: La Novísima Alianza; porque los viejos cielo y tierra habrán desaparecido.


 

Con mucha frecuencia oímos hablar de los santos que caían en éxtasis.  Y entendemos esto como entrar en un estado de arrobamiento, de embeleso. Como una enajenación sensorial, donde algo atrae nuestra atención con “brillo” refulgente, encandelillante, hasta tal punto que aquello que normalmente ocuparía nuestro ánimo, pierde todo atractivo frente a este “nuevo objeto” de atención que nos sustrae plenariamente. Esta es la experiencia que se suele enfrentar en la relación con Dios. Si analizamos la palabra éxtasis su esencia se funda sobre un movimiento del ser que se desplaza de dentro de sí hacía afuera. Inclusive, podríamos hablar de un “descentramiento”, donde superando el egoísmo alcanzamos un tipo de comunicación con el Otro, y, el Otro por su grandiosidad nos desborda y con su resplandor nos “enamora”.

 

Quisiéramos referirnos a la experiencia de Santa Margarita María Alacoque: «Pidiendo a mi maestra que me enseñase a hacer oración, me dijo: ‘Ponte delante del Señor como una tela preparada para un pintor’. Fui a la oración y Jesús me hizo conocer que la tela preparada era mi alma, sobre la cual quería trazar todos los rasgos de su vida… que los imprimiría en mi alma después de haberla purificado de todas las manchas que le quedaban de apego a mí misma y a las creaturas… Me despojo de todo y después de haber dejado mi corazón vacío y desnudo, encendió en él un deseo ferviente de amar…».[1]

 


Ya hemos pisado dos veces la gran frontera: La primera cuando hablamos de “enamorar”, y ahora, al referirnos al “deseo ferviente de amor”. Pero ¡urge precisión! ¿Qué es esto de “amor”? Nos auxiliará, en grado sumo, apelar a una precisión de Søren Kierkegaard: «Sólo cuando el amor se vuelve un deber, y sólo entonces, queda el amor eterna y felizmente asegurado contra la desesperación»[2]. He aquí la clave para entender el mandamiento del amor. Nosotros hemos llegado, por el contrario, a una perspectiva disoluta del “amor”: “te amo porque me gustas y cuando me dejes de gustar (o, quizás antes) ya te habré dejado de amar; y si vamos entendiendo lo que se propone, nos lleva a reconocer que este amor “oportunista” es cualquier cosa, menos amor, o mejor dicho, es precisamente egoísmo puro. El verdadero amor entraña “compromiso” y no puede existir sin compromiso, el amor “se casa”. Y no es que pretendamos que los sentimientos sean invariantes, no, para nada. Somos plenamente conscientes que tanto en el amor -el que ama como el que es amado, y recíprocamente- van cambiando, y no a la misma velocidad, y ni siquiera en la misma dirección. Pero, a pesar del cambio, el amor es responsable, asume el “deber” de seguir amando, de crecer en el amor. ¡Se compromete y responde! «El amor no es deseo de posesión, sino donación a la persona amada. El amor no se da de forma fulminante, sino que madura poco a poco; es una lenta construcción; es un decidirse continuamente y siempre más por la otra persona; es la profundización constante de la autodeterminación de un yo hacía un tú. Es una elección constante que no pasa, sino que permanece para siempre, incluso aunque desaparezca la pasión o la espontanea simpatía inicial.»[3]

 

La enseñanza de Jesús sobre el Mandamiento del Amor, (un Mandamiento Nuevo) se da en el marco de la Última Cena, después del lavatorio de los pies (para pre-definir el amor como capacidad de servicio), antes de “dar” (otra donación de Jesús que todo lo da y se entrega sin tasar ni separar algo para Sí), está delimitado ¡entre la traición de Judas y la infidelidad de Pedro, con el preaviso que lo negará tres veces! ¡Este es el marco que rodea la entrega del Mandamiento del Amor! Qué quiere decir, que Jesús nos enseña que amemos hasta al que elije otro rumbo, al que deserta, al que contradice y opta por lo contrario, al que nos vende, hasta a aquel que tiene a Satanás en el corazón. Judas lleva en sí la Comunión (Jesús se la acababa de entregar, bajo las dos especies del pan y el vino, con el bocado que Él βάψας del verbo βάπτω “sumergir”), o sea que transporta en su “pecho” a Jesús y al Malo, pero en su ser “ya era de noche” (Cfr. Jn 13, 30) o sea que ya había optado, se había entregado al Malo. Pese a lo cual, Jesús no interrumpe su amor, ni lo proscribe, como tampoco proscribe a Pedro aun cuando lo niegue tres veces, y, más tarde, la única cuenta que le pedirá será si ha aprendido a amar con constancia, sin rendirse. Tres veces podría entenderse 1ª.  ¿Al fin amas?, 2ª ¿Te mantienes amando? 3ª ¿Persistirás en ese amor? O, dicho de otra manera: ¿Has aprendido la fidelidad perseverante del amor? Como lo dice San Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor” En su constancia, en su compromiso, en su responsabilidad.

 


Hay más: En los versos Jn 13, 34c-35 nos dice que sólo si verdaderamente nos amamos como Él nos ama, estaremos demostrando que somos sus discípulos. Santa Francisca Javier Cabrini dice. «No pudiendo por mi insuficiencia ser perfecta como yo quería… creceré en amor, amaré a Jesús siempre más, me disolveré en amor por Él. El amor es fuerte… Nunca diré no a Jesús, sino que buscaré ser generosa en todo y especialmente en las ocasiones difíciles y de contrariedad, reflexionando que el amor se conoce en las pruebas.»[4]

 

Todo esto apunta a que amemos sin límites, sin discriminaciones, sin excepción, en la Primera Lectura nos cuenta que las puertas de la fe se les habían franqueado a los paganos. Esta fe, regida por el Mandamiento Nuevo, se ira universalizando, devendrá “católica”. Y en la Segunda, se nos da cuenta que la multitud eran “seres humanos” y que ellos conformaban “su pueblo” (Cfr. Ap 21, 3). Esta es la Nueva Jerusalén (la Vieja Jerusalén había sido destruida, junto con todo “lo viejo”, porque todo lo que antes existía, entonces, dejará de existir y Él mismo hará nuevas todas las cosas). Será una Nueva Creación, el Mundo donde las criaturas se dedicaran a loar a Dios en Su Presencia. Para eso sirve el amor que Jesús nos mandó, para dar paso al Reino de Dios, la Jerusalén, el lugar donde Dios vive con los hombres. «La nueva Jerusalén es la nueva morada de Dios en la tierra (21,39). Dios ya no habita en el Cielo o en un santuario, sino en la nueva sociedad trascendente, creada por Dios en el mundo Nuevo… La Biblia comienza con una sociedad idolátrica y opresora que quiere llegar hasta el cielo, termina con una ciudad trascendente que desciende del cielo a la tierra.»[5]

 


Este grandioso Mandamiento, le da sentido a toda nuestra existencia y se ofrece como eje en el cual pivota toda nuestra existencia espiritual. Es el objetivo de nuestro ser, hacia allá apuntamos; y, Jesús nos lo entrega como su Herencia, esta es la parte nuclear de los extensos discursos de despedida de Jesús que ocupa los capítulos 13-17 en el Evangelio Según San Juan-, y donde se establece cómo Jesús es Camino, Verdad y Vida; y donde el norte, es el andar todo el Camino en el Amor.

 

 



[1] Galilea, Segundo. LA LUZ DEL CORAZÓN. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1995 p. 129.

[2] Citado por Buscaglia, Leo. EL AMOR. Ed. Diana Colombiana Bogotá-Colombia 1985 p. 142

[3] Guerra Héctor L.C. y Ledesma, Juan pablo L.C. ¡VENID Y VERÉIS! LA EXPERIENCIA DE UN AMOR QUE NO SE ACABA. Ed.Planeta. Barcelona-España 2009 pp. 80-81

[4] Galilea, Segundo. Loc. Cit.

[5] Richard, Pablo. APOCALIPSIS RECONSTRUCCIÓN DE LA ESPERANZA. Ed. Tierra Nueva. Quito –Ecuador 1999 p. 225.

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