Hech
4,32-35; Sal 117,2-4.16ab-18.22-24; 1Jn 5,1-6; Jn 20,19-31
Tomás vuelve a ver a
Jesús, cuando se reúne con los “suyos”, con los otros apóstoles; cuando acepta
humildemente estar con los otros aunque no los entienda a fondo.
Carlo María Martini
Las
Primeras Comunidades cristianas se nos proponen siempre como prototipo de
Comunidad, están allí, no para contarnos un cuentito con sabor histórico sino
como modelo a ser implementado, para ser vivido y llevado a la práctica. Tan
pronto iniciamos las Lecturas, lo primero que se nos presenta es este rasgo de
Unidad: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma”
(Hch 4,32). Esta expresión tiene todo el tinte del modo de hablar oriental, es
una forma de decir, muy propia, para caracterizar la Unidad. Valga decir, todos
no eran sino como una sola persona; por eso, no había varios pareceres y
diferentes enfoques, no había divergencia de corazones y varias almas –cada una
tirando hacia lo suyo- sino que el sentimiento y la voluntad estaban unificados.
¡No divididos! Podríamos hablar de un ideal que se nos propone a los creyentes
y es huirle a la división, lo que perseguimos se llama sinodalidad, aprender a
caminar juntos por sobre nuestras particularidades.
A
veces, para interpretar la situación en la que vivimos, contraponemos el mundo
de la fe al mundo. ¿Qué nos propone el mundo? ¿Es igual a lo que nos propone el
mundo de la fe? ¡No! El mundo nos propone la individualidad, la propuesta social
que se baraja generaliza y promulga la división. Nos dividen en bandos,
tendencias, partidos, equipos, nacionalidades, etnias, modas, gustos y
opiniones. Y, parece ser que estamos condenados a una toma de posición en la
que cada quien escoge una combinación de polaridades que nos lleva a la “unicidad
individual”. El ideal del mundo es el individuo, el ideal para la fe es la
unidad. ¡Ya sabemos lo duro que es construirla! El-que-divide no da tregua
Qué
es lo primero que les dice el Resucitado a los discípulos en el Evangelio de hoy:
“Paz a ustedes”. Aquí hay una clave: La unidad que debe conglomerar a la
comunidad creyente se basa sobre la Paz.
Antes
de continuar, demos una mirada a la Segunda Lectura, tomada de la Primera carta
del Apóstol San Juan. Allí se visualiza un mundo que tiene todo su sistema
organizado a partir de dos polos: la fe y el amor. No son dos cosas que vayan
cada una por su lado. No se puede separar el polo positivo del polo negativo:
Ya sabemos que si se parte una imán, los dos nuevos imanes tendrán otra vez sus
dos polos, cada uno. En este pensamiento de la perícopa de la Carta de San
Juan, la dinámica y el sistema físico que se desarrolla está sostenido y se basa
sobre estos dos polos: amor (ἀγαπάω) y fe (πιστεύω).
El
amor, no es algo abstracto, sino que claramente se expone como lo que se genera
al cumplir los Mandamientos. Estamos hablando del amor divino y, San juan nos
dice que el amor de Dios consiste en “guardar sus Mandamientos” (ἐντολαὶ) la carta constitutiva de la
fraternidad y la solidaridad, el estatuto de la Unidad. Es sobre esa praxis que
se concretiza el amor; el amor no son pajaritos en el aire, ni romanticismo
dulzón, es una coherencia inspirada en este estatuto orgánico de fraternidad.
Volvemos
a encontrar la dialéctica mundo de la fe -vs- mundo: “todo lo que ha nacido de
Dios vence al mundo. (Este lenguaje es usual en San Juan). Pero –observemos atentamente
por donde se conduce el razonamiento Joanico: “Quien es el que vence al mundo
sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios”.(1Jn 5, 5b) Υἱὸς
τοῦ Θεοῦ. De aquí, podemos dar un salto y regresar al 1er
verso: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo (o sea el Mesías) ha nacido de
Dios, y todo el que ama al Padre ama también a su Hijo” En suma, sólo guardando
los Mandamientos alcanzamos la victoria de la fe y esta fe no es otra cosa que
el amor a Dios. Pero esta sólo es la primera orbita, pero –tengamos muy en
cuenta- en la perícopa hay una segunda orbita complementaria: Jesús es el que
vino “por el agua y la sangre”. El agua representa al bautismo y Jesús nos fue
revelado en el Bautismo, cuando Dios lo declaró “Su Hijo”, como lo atestiguó
San Juan Bautista (Jn 1, 34). Pero no sólo vino por el agua, sino que vino por
la Sangre, derramada en la Cruz, sobre el Gólgota, cuando dobló la cabeza y
entrego el Espíritu (Jn 19, 30b); asistimos al triple testimonio: el agua, la
sangre y el Espíritu. Esta dinámica del agua y de la sangre (la sangre que
comulgamos en el Sacramento de la Eucaristía) nos lleva a la verdad, “porque el
Espíritu es la verdad” (1Jn 5, 6). La fe y el amor están entrelazados en la
consigna que nos sirve de confesión y clamor hacía Él quien es personificación
de la Divina Misericordia - Dios del amor: Jesús en Ti confío. Esa confianza es
–ni más ni menos- la fe. Y la Misericordia es la verdad que el Espíritu
testimonia. Brota de su Costado y es agua-y-sangre que se derrama sobre la
humanidad: Bautismo y Eucaristía.
«Esta es la obra del Espíritu en la Iglesia:
recordar a Jesús. Jesús mismo lo ha dicho: Él os enseñará y os recordará. La
misión es recordar a Jesús, pero no como un ejercicio mnemónico. Los
cristianos, caminando por los senderos de la misión, recuerdan a Jesús
haciéndolo presente nuevamente; y de Él, de su Espíritu, reciben el “impulso”
para ir, para anunciar, para servir. En la oración, el cristiano se sumerge en
el misterio de Dios que ama a cada hombre, ese Dios que desea que el Evangelio
sea predicado a todos. Dios es Dios para todos, y en Jesús todo muro de
separación es definitivamente derrumbado: como dice San Pablo, Él es nuestra
paz, es decir «el que de los dos pueblos hizo uno» (Ef 2,14). Jesús ha hecho la unidad.»[1]
Nuestro mundo de la fe alcanza su culmen y
tiene como pináculo, en Aquel a Quien la voz profética del salmo 118(117)
denomina “la Piedra Angular”. Nos parece que a veces se dan patadas de ahogado
recurriendo al examen de la palabra hebrea que equivale a “piedra angular”: פִנָּה.
No queremos polemizar si es una piedra que va arriba o abajo, en un
extremo de una pared o entreverada en la juntura de dos paredes, si es la piedra
que se pone primero (piedra inaugural), o se trata de la piedra que concluye la
obra.
Nosotros vamos a ir por otra ruta. Para saber
qué es la piedra angular, vamos a
revisar cómo está definida en el salmo 118(117):
a) Mi fuerza y mi energía.
b) Mi Salvación.
c) …es poderosa
d) …es excelsa
e) … no me entregó a la muerte.
f) Puerta triunfal.
g) Puerta de los vencedores.
h) La que fue rechazada y ahora es
esencial.
i) Marca el día en que actuó el Señor.
j) Es un milagro patente.
k) Alegría y gozo.
l) Salvación y prosperidad.
La
Piedra Angular no es otra cosa que una Persona: ¡Jesús de la Misericordia!
No
se trata de un asunto de arquitectura ni de mampostería. Es un Midrash para
referirse al Templo edificado con “piedras vivas” y alude al Cristo-centrismo
que rige en el mundo de nuestra fe. La Piedra Angular tiene la autoridad de
enviar, de soplar sobre los Discípulos el Hálito del Espíritu, de infundir la
autoridad de perdonar pecados y retenerlos. Es a la Piedra Angular a Quien nos dirigimos
y –siguiendo la confesión de Tomás, nuestro hermano mellizo- declararlo “¡Señor
y Dios mío!”. Hoy por hoy añadimos, con sincero tono de súplica: ¡Señor, en Ti
confío!
[1] Papa
Francisco. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA NACIENTE. Audiencia General. Biblioteca del
Palacio Apostólico. Noviembre 25 de 2020.
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