Ne
8,2-4a.5-6.8-10; Sal 19(18),8.9.10.15; 1 Co 12,12-30; Lc 1,1-4;4,14-21
Si lo que pretende la
comunidad es la edificación de sus miembros como cuerpo del resucitado, ello
quiere decir que los carismas son las personas mismas con sus valores
salvadores y no sencillamente cualidades de las personas, no discernidas con
los criterios del Evangelio.
Gustavo Baena s.j.
Sin
pretender ser especialista en este asunto, y solo como referencia metafórica,
hablaremos de los organismos. El constituyente fundamental de los organismos
son -precisamente- los órganos; los órganos se forman por tejidos y, estos a su
vez, se constituyen por células. Luego en la base de un organismo están las
células. Confiamos en no estar diciendo
imprecisiones. De esto surge,
evidentemente, el interrogante de ¿cómo se unen, se comunican y trabajan en
equipo esas células? ¿Cómo se conforman los tejidos y a su vez, cómo estos
conforman órganos? Tomo como ejemplo las diversas células que componen la
sangre a las cuales nos referimos como glóbulos rojos, glóbulos blancos y
plaquetas sanguíneas que al ser originadas, por las células madre, no están
maduras y, en la medida en que se subdividen van alcanzando progresivamente su
madures y especialización. Circulan por todo el organismo, lo nutren y le dan
su dinamismo. El tema de hoy es la Palabra de Dios como sangre que sustenta el
Cuerpo Místico de Cristo.
Nosotros,
cada uno, somos células de ese Cuerpo Místico; ¿cómo nos unimos? ¿Cómo superamos
nuestra discrecionalidad? ¿Cómo trascendemos nuestra individualidad? Nuestros
“conectores” no son físico-mecánicos, lo que a nosotros nos “conecta” es otra
cosa, pero también conformamos tejidos, y esos tejidos configuran órganos, los
órganos interactúan en un ensamble orgánico y ¿cómo alcanzamos el status de
organismo?, que no el de organización. «Uno salva en la medida en que participa
lo divino que uno posee al otro. La comunidad está participando divinidad al
otro. ¿Cuál es la función de la divinidad en nosotros? ¿Qué hace lo divino en
cada persona?... Dios crea a los seres humanos participándoles la divinidad. La
gran verdad del cristianismo consiste en que Dios crea a los seres humanos
trascendiéndose en ellos… Si nosotros somos mansos y abiertos a la divinidad
que vive en nosotros, resultamos obrando divinamente.»[1]
Para adentrarnos un poco en esta comparación, vayamos el #33 de la
Lumen Gentium, donde leemos: «Por designio divino, la santa Iglesia está
organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad. «Pues a la
manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no
tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en
Cristo, pero cada miembro está al
servicio de los otros miembros» (Rm 12,4-5).
Por tanto, el Pueblo de Dios, por Él elegido, es uno: “un Señor,
una fe, un bautismo” (Ef 4,5).
Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo;
común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola
salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente,
en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la
nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque «no hay judío ni
griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois
"uno" en Cristo Jesús» (Ga 3,28
gr.; cf. Col 3,11).
Si
bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están
llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios
(cf. 2 P 1,1).
Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores,
dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica
igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los
fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que
el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios
lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están
vinculados entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores de la Iglesia,
siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse
al servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su
vez, asocien gozosamente su trabajo al de los Pastores y doctores. De esta
manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo
de Cristo. Pues la misma diversidad de
gracias, servicio y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque
«todas... estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu» (1 Co 12,11).
Los
laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como hermano a
Cristo, quien, siendo Señor de todo, no vino a ser servido, sino a servir
(cf. Mt 20,28),
también tienen por hermanos a los que, constituidos en el sagrado ministerio,
enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan a
la familia de Dios, de tal suerte que sea cumplido por todos el nuevo mandamiento
de la caridad. A cuyo propósito dice bellamente San Agustín: «Si me asusta lo
que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para
vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber,
éste una gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación»[2]
En
el Libro de Nehemías –Libro muy interesante que se ocupa del regreso de
Babilonia para encontrar todo en ruinas e iniciar el proceso de reconstrucción
de la Comunidad- en la perícopa que se lee este Domingo como Primera Lectura,
dice que les presentó el Libro de la Ley (la Torah, la instrucción, más o menos
“la catequesis”), a “todo el pueblo congregado, hombres y mujeres, todos los
que tenían uso de razón”, se está refiriendo a la parte de la Sagrada Escritura
que nosotros llamamos Pentateuco, valga decir, los Cinco Primeros Libros de la
Biblia. En la versión, en lengua hebrea, que consultamos, se refiere al pueblo
congregado que “como un solo hombre” reciben la lectura del Libro, allí, con
esa expresión se nos habla de un sentido de unidad alcanzada.
Se
enumera una serie de actos sucesivos que constituyen el “ritual de lectura”, es
decir se está definiendo una “liturgia de la Palabra”:
Esdras
les presentó el Libro (procesión con el Leccionario en alto)
Abrió
el Libro a la vista de todos
Todo
el pueblo se puso de pie (lo que nosotros hacemos al leer el Evangelio)
Bendijo
al Señor Dios altísimo
El
pueblo levantando los brazos contestó
Amén, amén
Se
postraron inclinando la cabeza
Los
levitas les estuvieron leyendo
Lo
iban traduciendo al araméo y explicando (Targum)
Todo
el pueblo empezó a llorar
Luego
viene “el envío”: irse, celebrar un banquete y beber y compartirle a los que no
tengan
Fortalecerse
(porque es un lugar de seguridad, de protección), en la alegría.
Si
seguimos leyendo en Nehemías –en el resto del capítulo 8- encontramos que se
inicia la fiesta de las “enramadas” o de las “chozas” que se había dejado de
celebrar por la deportación, y que siguieron leyendo toda la semana, no sólo el
primer día al que se refiere la perícopa. Pensemos ahora en la primera parte de
la Eucaristía en la Liturgia de la Palabra, después de los ritos iniciales, y
ubiquemos las similitudes; también tratemos de vislumbrar –con mirada
histórica- cómo la “Palabra de Dios unifica corazones y voluntades e inspira
unidad al Pueblo.
«Esa
costumbre de leer en la oración la Palabra de Dios se “institucionalizó en el
judaísmo por el uso sinagogal de la Palabra. De hecho, la Escritura leída en
alta voz y escuchada en la sinagoga, luego es interpretada por el Tárgum y la
predicación. El Tárgum, tan querido por los judíos, es precisamente una
re-lectura meditada.»[3] Lo cual nos lleva a la
perícopa del Evangelio. Esta perícopa está organizada por dos partes, la
primera, va en el capítulo 1 los versos 1-4, se refiere, al origen del
Evangelio según San Lucas, el que nos ocupa en este año del ciclo C. La segunda
–del capítulo 4, toma los versos del 14 al 21, está relacionada con el Libro
del profeta Isaías, que es –según lo narra San Lucas- el que lee Jesús en la
sinagoga. Allí hay un signo muy especial, podrían haberle “presentado”
cualquier otro Libro, y Él podría haber leído en cualquier otra parte, pero –y
ahí está lo cristofánico del hecho- precisamente leyó el texto del Año Jubilar:
el Año Jubilar es el Año de εὐαγγελίζω
[euangelitzo], de la predicación de la Buena Noticia (al españolizarlo daría “evangelización”),
de la liberación de los cautivos, de darle vista a los ciegos, y libertad
(envio) a los que habían caído en la esclavitud por deudas (la expresión –que
sólo usa Lucas- significa “los quebrados”, los “declarados en quiebra”- la
expresión no es Año de Gracia, sino época o ciclo “bienvenido porque viene de
Dios”, porque es don del Señor. Aquí Jesús es manifestado, revelado, designado
“el que tiene el Espíritu del Señor sobre Él”.
Cuando
en el verso 20, Él cierra (enrolla) el Libro, termina un ciclo, la edad de las
promesas y se da comienzo a esta Nueva Era, la Edad de la Nueva Alianza, cuando
todo lo que fue vaticinado empieza su realización y se comienza la construcción
del Reino: Se trata de la Época del πεπλήρωται “Cumplimiento”. (No vayamos a olvidar el tema del
Domingo anterior: ¡El Novio cumple-la Novia es fiel! Es acometida de la Alianza
donde ha de cumplirse la reciprocidad).
Para
hablarnos de esta reciprocidad y refrendarla tenemos el Salmo. Se trata del
Salmo 19(18), que es un salmo de la categoría de los salmos hímnicos. Esta
clase de salmos están integrados por tres partes, la propuesta que hacen los
levitas sobre lo oportuno que es entonar un himno, el cuerpo hímnico,
propiamente dicho y un cierre o conclusión. En el caso de este salmo no hay
convocatoria para entonar el himno, se entra directamente al cuerpo hímnico,
que está integrado por dos fragmentos: Himno a la Creación en lo cósmico (el
cielo, la tierra, el sol); e himno a la perfección de las Enseñanzas del Señor
(la Ley), aquí en el Salmo recibe diversos nombres: Mandamientos, mandatos,
enseñanzas, la Voluntad del Señor. La perícopa elegida para este Domingo sólo
toma de la conclusión la última estrofa,
el verso 15; se centra –con las otras tres estrofas- en el himno que alaba las
Enseñanzas del Señor, sus mandatos, para guardar coherencia con el propósito de
referirse al Don Escriturístico, la Palabra dada por Dios al ser humano.
La
misma Palabra de Dios, en 1Cor 12, 12-30, Segunda Lectura de este Tercer
Domingo Ordinario (C), nos muestra como miembros todos del Único Cristo, de su
Cuerpo Místico, señalando el bautismo como sacramento de incorporación.
Señalando la mutua interdependencia, especifica nuestra unidad en el Único
Espíritu, donde cada uno tiene su rol, y sus atributos propios, donde algunos
requieren mayor cuidado –con vistas a su debilidad, siendo todos necesarios y
complementándose los unos a los otros. Como Dios lo ha dispuesto así no debe
haber división entre nosotros y –nos encarga- ser solidarios en la dicha tanto
como en el sufrimiento. No todos han sido adornados con los mismos carismas y
el reparto de esos dones lo ha hecho Dios: “Si el oído dijera: «No soy ojo,
luego no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si
el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo
olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como Él
quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros
son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la
mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No los
necesito»” (1 Cor 12, 16-21).
Veamos
algunas precisiones que son urgentes:
«…el
modo de proceder de Dios al crear el hombre, tal como se nos revela en la Encarnación,
(G.S. n. 22) consiste en trascenderse a sí mismo en el hombre, dándose
gratuitamente a él, habitando en él por su Espíritu y haciendo comunidad con
él, al compartir la vida divina con él. De allí que el hombre sea tanto más
hombre, como especial criatura de Dios, en cuanto sea una imagen, cada vez más
clara, de Dios; es decir, en cuanto que el mismo hombre se trascienda en sus
hermanos, dándose gratuitamente a ellos y haciendo comunidad con ellos. Esto es
fundamentalmente hacer comunidad o koinonía.
Jesús
llamó este acontecer el real Reino o soberanía de Dios en el hombre, al
acogerse con todo su ser a su voluntad; mientras que Pablo lo llamó el
acontecer de la muerte y resurrección de Cristo en el creyente, convirtiéndose
éste en el cuerpo de Cristo paciente por la obediencia de la fe a la acción del
Espíritu del resucitado.»[4]
Queremos
resaltar, en esta cita del Padre Baena, que construir comunidad (koinonía)
requiere trascender la mismidad –el cierre sobre uno- abriéndose a los
hermanos, dándose con gratuidad y siendo comunidad con ellos. Ahora bien, de
esos hermanos, la Primera de Corintios prioriza los más débiles, a los más
necesitados. Se retoma el tema de la opción preferencial.
Por
otra parte, en la dinámica de ser Cuerpo Místico de Cristo, aparece un horizonte,
la apertura al acontecer del Reino. Este acontecer es la amorosa acogida de la
soberanía de Dios en nuestro ser. Va más allá el Padre Baena al distinguir la
Iglesia como segmento topológico del Pueblo de Dios la ecclesia y el concepto
dinámico, el de koinonía que entraña una “praxis gratuita de caridad ordenada”.
La
dificultad en la época del regreso del exilio se dio con la idolatrización de
la Ley, de la revelación, que la enfocó como el todo de la justificación y de
la inserción en el linaje de Abrahán. El salto en la Nueva Alianza, la
superación de esa idolatría, es que ve la justificación y la incorporación en
el pueblo de Dios como aceptación y apertura al acontecer salvífico de
Jesucristo muerto y resucitado, precisamente en la voluntad de ser ecclesia y
koinonía, es decir, de insertarse en la edificación del Reino con un compromiso
de fraternidad en el Padre-Dios.
El
cuerpo Místico no es una organización sino un organismo. El Concilio Vaticano
II dio un enfoque decisivo para este asunto: «Ciertamente el Concilio asume,… la
categoría "cuerpo de Cristo" tal como se revela en San Pablo, esto
es, la comunidad no es una organización de individuos de antemano configurados
en donde cada uno entrega a la organización lo que produce por sí mismo en
beneficio de los objetivos o metas propias de la misma; muy al contrario, la Iglesia como comunidad es un organismo
vivo y en cuanto tal su finalidad son sus miembros, esto es, su edificación
como hijos de Dios; de allí que lo único que en ese organismo circula es la
vida de Dios; todo otro elemento o interés sería extraño y contaminaría la
unidad de vida del organismo.»[5]
Lo
que circula es la vida de Dios. La Palabra de Dios es su vida misma –aun cuando
no exclusivamente, porque está junto a esta, la vida sacramental- comunicada, revelada, entregada como sustancia
nutricia, como savia vital que alimenta el Cuerpo Místico. Pero el Cuerpo
Místico es el conglomerado de las “células” que no alcanzan a ser tejido, y
mucho menos órganos, a menos que se dé la dimensión dinámica de la koinonía.
Células independientes no son Cuerpo
Místico, son -cuanto mucho- organismos unicelulares, creemos que los biólogos las
tienen como manifestaciones primitivas, por muy numerosos que sean en la
tierra…
Trascender,
y poner nuestros carismas al servicio de la fraternidad. El Cuerpo Místico ya
se vislumbraba el Domingo previo, cuando los Testigos (y colaboradores) del
signo eran los “diáconos” (los que sirven), quienes ayudaron a llenar las seis
hidrias de piedra; según el decir de la Lumen Gentium
(ver supra) cada miembro está al servicio (diaconía) de los otros miembros: “si
hemos recibido la capacidad para algún servicio, hay que servir” (Rm 12,7a). ¡Todos tenemos
alguna, usemos bien de ella!
[1]
Baena, Gustavo. s.j. LA VIDA SACRAMENTAL. Conferencias Colegio Berchmans. Cali
– Colombia 1998.
[2]
Concilio Vaticano II LUMEN GENTIUM. CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA.
Noviembre 21 de 1964 Las cursias son nuestras.
[3]
Mercier F., Roberto, pss LECTIO DIVINA Y ESPIRITUALIDAD BÍBLICA Ed. CELAM
Colección Iglesia en Misión #8 Santafé de Bogotá, 1997. p. 36
[4]
Baena, Gustavo. EL PUEBLO DE DIOS EN LA REVELACIÓN. Curso al CURFOPAL. U.
Javeriana Bogotá –Colombia p.73
[5]
Ibid p. 82
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