Jer 31, 7-9/Sal 125,
1-6)/ Heb 5,1-6/ Mc 10, 46-52
Vivimos a veces como
«ciegos», sin ojos para mirar la vida como la miraba Jesús. «Sentados»,
instalados en una religión convencional, sin fuerza para seguir sus pasos.
Descaminados, «al borde del camino» que lleva Jesús, sin tenerle como guía de
nuestras comunidades cristianas.
J. A. Pagola
El discípulo debe ser
“libre” para poder ver “lo que es” y no sus ideologías.
Para
el pensamiento judío, ver se conecta directamente con la capacidad de entender,
de penetrar en la verdad, de llegar al conocimiento cierto, de alcanzar
sabiduría. Hay un detalle de la mayor importancia, con el que empieza el
Evangelio de este Domingo Trigésimo Ordinario del ciclo B, el hijo de Timeo,
coprotagonista de esta perícopa –es un mendigo ciego que está sentado a la vera
del camino, no está en camino, sino estancado allí, sumido en la impotencia
paralizante de su discapacidad. No puede ver a Jesús, sin embargo sabe que va
pasando por allí. Si saltamos hasta el final de la perícopa. Yendo directamente
al desenlace, encontramos -al antes ciego- que ahora está en el Camino,
siguiendo a Jesús. Este seguimiento lo saca de su nicho quietista y lo pone en
el camino del discipulado. ¡Jesús pasó por su vida y la transformó!
Al
narrar un milagro, el segundo momento, después de la introducción, que en este caso nos
presenta el lugar y la persona que se beneficiará de él, el limosnero llamado
Bartimeo; sobreviene la petición, que en este caso se expresa con el gritar, el
verbo usado en griego es una onomatopeya que proviene de la voz graznido-grito
del cuervo. ¿Qué grita el ciego? “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!
Hijo de David significa Mesías y Mesías significa “Profetizado-Enviado de
Dios”, luego lo que se está pidiendo es –ni más ni menos- que la mismísima
intervención de Dios. Y ¿qué intervención de Dios se reclama? Dios es el Dios
de la Alianza, que hizo Alianza con su pueblo, se le está solicitando porque Él
no podría dejar de cumplir su Alianza, que manifieste la Misericordia pactada. Téngase en cuenta
que este clamar es un proceso. Bartimeo no grita una vez, encadena en letanía
su clamor, hilvana su jaculatoria. Hay quienes quieren callarlo, pero él
persiste, Mc 10, 48 nos dice que él –por el contrario- gritaba mucho más.
Aquí nos damos de lleno con esa poderosísima
confianza puesta en el Profetizado-y-Anhelado, en el Ungido-Prometido, como
representante directo que es de Dios. La confianza que se pone en juego tiene
su basamento en la Alianza. Del linaje de David, Dios había prometido la
llegada de este Ungido. El que no ve, Bartimeo, puede darse cuenta de lo que
otros ni veían ni entendían. La inmovilidad y la ceguera de este personaje no
le impiden ver todo, hay algo que él ha logrado saber, algo que se le ha
revelado, el que va pasando por su lugar de postración, en las afueras de
Jericó, camino de Jerusalén, es el Cristo. Había recibido el primer anuncio, le habían develado que Jesús de Nazaret era el Anhelado-Ungido. Pero, en tal caso,
lo importante no está en haberlo oído, sino en haberlo creído. Aprovechemos la
oportunidad para hacer notar que la fe es gracia.
La
gracia que Dios le dio a Bartimeo tiene a lo menos dos facetas: Aunque no puede
ver sabe que va pasando el Nazareno se entera que es visto como Mesías, y, de
otra parte, lo más importante, con toda apertura, lo acepta. Acepta y cree; su
impotencia no lo condena a la postración, hay en él una fe que lo anima, una
capacidad que a muchos no socorre, él es capaz de trascender su no-ver, y
sobrepasar su ceguera con la Fuerza de la aceptación de las Promesas de Dios.
Jesús lo evidencia al final de la perícopa, cuando le dice que su fe lo ha
salvado Mc 10, 52a. La salvación no se puede alcanzar sin la Gracia de Dios. La
fe abre la disposición para que Dios pueda obrar a nuestro favor; sin la fe
maniatamos el Poder-de-Dios. No porque Él no pueda, sino porque nosotros no
queremos que Él obre, no queremos ser testigos de su Misericordia. Hay una
especie de ironía en ello, muchas veces los que tenemos vista fisiológica,
somos ciegos teológicos, Bartimeo es ciego fisiológico pero clarividente
teológico. Muchos, no vamos en pos de los valores que Jesús representa, sino de otros
intereses egoístas, como el querer ocupar ciertos “puestos de poder”, queremos
sentarnos a la derecha o –aunque sea- a la izquierda del Rey y así nos quedamos
atascados a la vera del camino.
Así
esta ceguera es muy especial, como suele suceder, quien pierde un sentido
agudiza otro. A Bartimeo se le otorgó ser creyente, se le donó la fe, pese a
que no ve puede trascender la in-videncia con la comprensión-convicción. Sea
este el feliz momento de descubrir un segundo impulso vital y dinámico que
expresa la fuerza y el crecimiento de la fe. Cuándo Jesús pide que “llamen” a
Bartimeo, es decir que le permitan acercarse ante su Presencia, Bartimeo
encadena tres acciones que pasan a reflejarnos el proceso de maduración de su
fe para alcanzar una fase superior: la entrega. ¿Cuáles son esas tres acciones
que exteriorizan la entrega? 1. Arroja el manto, 2. Dando un brinco, 3. Vino
donde Jesús.
No
podemos menos que saltar también nosotros de dicha al ver en este ciego
semejante capacidad de abandono en las manos de Dios. Nos trae a la memoria el
joven que vino a Jesús para preguntarle que debía hacer para alcanzar la vida
eterna, y no fue capaz de darlo todo, en cambio, Bartimeo, en ese momento se
desprende de todo cuanto tiene, al soltar su manto, aquí presenciamos en qué
consiste ponerse por entero en las manos de Dios. Podemos aquilatar y justipreciar
la dimensión de la fe en Bartimeo. El llamado de Jesús –como poderosísimo
combustible- refuerza el motor de Bartimeo, hace inquebrantable su fe.
Bartimeo
no pide ser agrandado en títulos u honores, no pide cargos preferenciales, no
pide prerrogativas para dominar a otros ni riquezas para someter a alguien.
Pide lo esencial, lo fundamental, lo más necesario. ¿Qué puede ser lo más
necesario para un ciego? “Maestro, que pueda ver”. Por esto es por lo que
Bartimeo es el paradigma del discipulado. Tiene clara concepción del verdadero
significado dinamizador del Mesías que nos trae lo necesario para ser, para
lograr nuestra plenitud, para realizarnos como personas; y no, los ambiciosos
destellos del oropel. Ese es el verdadero discipulado. El que no se hace a una
imagen y se aferra a ella, sino que se mantiene abierto a la “Revelación”
dispuesto y abierto a oír y ver. Así al conocer a alguien no se puede prejuzgar
o pretender mantenernos en cierta imagen recibida, preconcebida, sino “abrir
los sensores” para un conocer directo y no de oídas.
Dar
un brinco, significa actuar con toda la energía, con entera disposición, con
presteza y prontitud, análoga a la de María, nuestra santísima Madre la
Siempre-Virgen: ¡Hágase en mí según tu Palabra”.
¿Cuál
es el desenlace? Ya le hemos dicho, seguía a Jesús por el camino. Bartimeo es
un hombre, como dice la Segunda Lectura, “tomado de entre los hombres”, para
que se pusiera en el Camino del Raboni, del Sumo-Sacerdote. Es el paradigma del
seguimiento, es la vivificación y personificación del discipulado. Terminamos
así esta parte del Evangelio marqueano, en lo sucesivo, Jesús estará ya en
Jerusalén, ha completado su obra de formación sobre los discípulos y ha llegado
a la cima en la persona de Bartimeo, después de esto, Él mismo se entregará,
porque Él no pone cargas insoportables sobre los hombros de los demás sino que
–dejándonos a nosotros el yugo liviano- toma sobre Sí, la más pesada, la que
nadie más soportaría, la Cruz de nuestros pecados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario