Gn 2, 18-24; Sal 127, (1-6); Hb 2, 9-11; Mc 10, 2-16
La Plenitud del hombre
consiste en aprender el Amor de Dios
para poder amar así,
con sabor de eternidad,
no por un momento,
sino, amar sin fin.
Hemos ensuciado hasta
el amor,
que es parte esencial
de nuestra propia vida.
De esta manera
incluso el amor de los esposos,
se ha vuelto como una
moneda sin valor
y el matrimonio está
quedando como un trapo.
Averardo Dini
1
Cada vez que se nos presenta la
oportunidad predicamos la importancia de casarse a ciencia y conciencia, de
haber escogido un compañero idóneo, pensando que va a ser una sociedad para
toda la vida. Sin embargo, una vez evaluado el anuncio de la perennidad del
Sacramento Conyugal y entregadas las “alertas” requeridas, aunadas al consejo
de llegar a un conocimiento mutuo tan profundo y completo como sea posible, se
tiene la sensación de haber quedado en gigantesca deuda con el auditorio.
Y, es que aún aquellas parejas que han
llevado largos noviazgos y se han llegado a conocer “perfectamente”, muchas
veces, a la vuelta de cualquier esquina, se encuentran con “sorpresas”
desconcertantes; bien sea porque alguno de los dos “cambio” (y entre seres
humanos ¿quien no cambia con el tiempo?) bien sea porque se traían su
“secretito” bien guardado. En este punto nos viene a la memoria el recuerdo de
una hermosa pareja que conocí y luego perdí de vista por cinco años, hasta que
un buen día volví a encontrarme con la novia, quien me confesó que la unión se
había disuelto puesto que había sorprendido in fraganti a su cónyuge en
infidelidad con una pareja de su mismo sexo. Y el noviazgo había durado doce
años…
No pocos casos, por el contrario
muchísimos, son las parejas que conocen los puntos débiles de su compañero/a,
pero confían que su gran “amor” lo cambiará todo (porque es bien sabido que “el
amor lo puede todo”). Pero, una vez consumado el vínculo, sobreviene todo lo
contrario: los defectos, en vez de desaparecer, se acrecientan, se agigantan,
se “enranchan” y ahí se quedan, flamantes y campantes… y el “amor” se queda
también, frustrado y decepcionado.
Con semejante cuadro, no es raro que
muchos afirmen que el matrimonio tiene tantos riesgos que es mejor quedarse
“así” (es decir, solteros, mientras tanto, y después con una “unión de hecho”
que evade el “matrimonio” como si con eso pudiera conjurar los riesgos…).
Con no poca alegría y legítimo orgullo
constatamos que las parejas que hacen su vida conyugal al amparo de a Iglesia,
insertos en grupos de oración, encuentros de parejas, retiros espirituales y
otras actividades pastorales, están mejor preparados para defender su amor y
vivir su fidelidad. (debemos aclarar, por honestidad, que tampoco se trata de
una vacuna infalible porque como dice el adagio popular “esas cosas se dan
hasta en las mejores familias”, casos se dan y “de todo hay en la viña del
Señor”) No obstante, tiene mejores herramientas y suelen responder a sus crisis
con un estilo tan sólido, que la cosa termina por sacarlos fortalecidos y hacerlos
más y mejor pareja.
En un ejercicio auto-crítico no pocas
veces le hemos echado la culpa a los cursos pre-matrimoniales: A veces hemos
pensado que son muy breves, o que no se alcanzan a tocar los asuntos con toda
la profundidad que se requeriría. Normalmente estos cursos duran un sábado y un
mañana de Domingo, o tres sábados consecutivos en una sola jornada. Los
asistentes van muchas veces con el exclusivo ánimo de cumplir con esa “molesta”
condición que ponen “esos curas”.
Algunas personas viene a estos cursos
con una idea “prefabricada” de lo que es un matrimonio, donde se mezclan toda
clase de “imaginaciones”, y sólo aceptan tomar el curso para poder “tener la
ceremonia” porque eso sí les gusta, y –según dicen- han soñado con ella toda la
vida. Pero el Sacramento, tal como lo propone la Iglesia, no les interesa ni lo
más mínimo… Pasan allí las jornadas que se les piden, a desgano, haciendo la
por cara que se pueda imaginar, y si es posible, y encuentran el ladito…
polemizan con “alma, vida y sombrero”, porque el matrimonio no es lo que la
Iglesia dice, sino lo que ellos se imaginan…
Al cabo de un tiempo, se tiene noticia
del descalabro, porque en vez de intentar construir un sólido vínculo
matrimonial, cada uno de los cónyuges se puso a la tarea de hacer realidad su propia “utopía”, y así, en vez de un
matrimonio, se tiene un manicomio con dos (o más locos si ya tienen hijos),
cada “loco con su tema”.
No estamos en contra del matrimonio,
todo lo contrario, creemos que es una institución, la única que llevada con
acuerdo a las prescripciones que la Iglesia señala puede conducir a la
felicidad y plenitud de los consortes; y dicho sea de paso, el mejor ámbito
donde pueden crecer y formarse los hijos. Queremos, simplemente, decir que no
basta con una boda hermosísima, que no basta con un noviazgo suficiente y
racionalmente largo (descreemos firmemente de esos que alegan estar “tan
enamorados” que no se aguantan más y se casan enseguida; su argumento es
–siempre- que se aman tanto que “no se aguantan más”. Con toda seguridad, al
cabo de un brevísimo lapso, “no se van a aguantar más” el uno al otro y se van
a separar.), que no basta con creer que se conoce bien a la otra persona, que
no basta con “amarse mucho”.
Hay dos elementos fundamentales que
queremos mencionar como requisitos para fundar un matrimonio sobre bases
sólidas:
-
La primera es no considerar el amor como una
especia de gaseosa de botella opaca, que, te vas tomando, y en el momento más
inesperado se agota. Estos van a parar inevitablemente a la declaración
carí-lánguida de que “se nos acabó el amor”. Nada de eso, el amor es una
decisión avalada por la voluntad y que la propia voluntad se encarga de
mantener vivo (o de matar). Cuando la cosa se pone “color de hormiga”, cuando
alguna duda o desfallecimiento amenaza con venir a debilitar las bases del
“amor”, es la voluntad la que fortalece e insufla “cemento armado y varillas de
acero” para garantizar la continuidad, el desarrollo y la maduración de ese
Amor. Ese cemento que inyecta la voluntad tiene su fuente en la Gracia, ¡claro
que si! La fuerza de la voluntad para poder resistir nos viene de Dios… y esta
afirmación vale, y no sólo para el amor matrimonial.
-
La “oblatividad”. Si uno se casa para ser
capataz y tirano déspota con esclav@ incorporad@, de hecho la cosa no va a
resistir (a menos que la contraparte tenga el espíritu simétrico amo-esclavo).
Amor –y esta frase suena a frase de cajón, pero así es- amor es entrega,
donación, capacidad de servicio, profundo sentido del compartir, no de sacar ventaja,
no de explotar al otro, no de avasallarlo… Es inevitable, al llegar hasta aquí,
recordar a Jesús, quitándose el manto, atándose la toalla a la cintura, y,
lavando los pies de sus discípulos.
La oblatividad tiene
que ser capaz de superar el “egoísmo” con el pretexto de la auto-realización,
por el derecho de los hijos de crecer en un hogar donde estén sus dos verdaderos padres.
Hace años leí una historia,
absolutamente rimbombante, según la cual un hombre colocaba entre sus dientes
una pajuela y luego atravesaba una larga fila de cientos de hombres que armados
con látigos cada uno le propinaba un latigazo. Llegado al extremo de la fila,
después que todos habían propinado su fuetazo, aquel “super-héroe” retiraba la
pajilla de su boda para mostrar que ni siquiera había presionado los dientes
durante la despiadada paliza. No le quito ni un ápice a la “literaturidad” del
relato, pero hemos querido evocarlo para compararlo con el hermosísimo vínculo
conyugal: A pesar de los cientos de lapos, al llegar al extremo, ni siquiera
habremos presionado los dientes contra la pajilla, no habrá en ella ni la más
mínima marca, porque la Gracia nos habrá sostenido en la fidelidad a la promesa
formulada ante el Altar: Es por eso que en el Sacramento Matrimonial el ministro
no es el Sacerdote, sino los contrayentes.
2
Dejamos atrás los cinco Domingos
anteriores (22-26 de tiempo ordinario) donde leímos la Carta de Santiago; y,
ahora entramos en los últimos siete domingos de este año litúrgico del ciclo B
(27-33), donde leeremos como Segunda Lectura, apartes de la Carta a los
Hebreos.
Atribuíamos esta carta, también, a San
Pablo; pero, los investigadores modernos suponen que la autoría debe atribuirse
a algún autor de la Escuela Paulina, muy compenetrado con el pensamiento de San
Pablo, como pueden ser Bernabé, Apolo, Clemente Romano o Priscila (mencionada
tanto en Hechos de los Apóstoles como en la epístola a los Romanos).
Uno de los temas de esta Carta es
mostrar a Jesús como el Redentor. En la perícopa que leemos este Domingo, Jesús
se abaja, τὸν δὲ βραχύ τι παρ’ ἀγγέλους ἠλαττωμένον, βλέπομεν
Ἰησοῦν “vemos ya al que por un momento Dios hizo
inferior a los ángeles, a Jesús” Hb 2, 9a. El se abajó, para igualarse a
nosotros, y, nos dio con eso, credenciales salvíficas que nos alzan del barro
hacía la Divinidad.
Cuando el hombre, en
la persona de los Primeros Padres, cayó; el Malo le inoculó su baba. Así
quedamos manchados con la concupiscencia, y es ella la que de esta
manera incluso el amor de los esposos, lo ha vuelto como una moneda sin valor y
el matrimonio está quedando como un trapo». Lo que pasa por nuestras manos,
siempre amenaza con devaluarse, con sufrir un deterioro que es consecuencia de
esa baba satánica.
Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, es
nuestro antídoto. La vacuna existe, pero es necesario que la busquemos, que nos
la hagamos aplicar, y se denomina Vida Sacramental, y también Oración, oración
con fe. Jesús anhela que nos pongamos la Vacuna de la Salvación, pero –como lo
vimos en las dos semanas anteriores- no obliga, llama e invita, pero jamás
constriñe. Aceptar a Dios es potestativo del hombre, lo potestativo de Dios es
Amarnos (porque Dios es Amor). Por tanto, Jesús nos quiere como hermanos, nos
purifica con la “oblación” de su Sangre: ὅπως χάριτι θεοῦ
ὑπὲρ παντὸς γεύσηται θανάτου. “así, por la Misericordia de Dios la muerte
que Él sufrió redunda en beneficio de todos”.Hb 2, 9c.
En esta carta aparece claramente
consignado, y lo leemos en la perícopa de este Domingo XXVII Ordinario, “el Creador
y Señor de todas las cosas quiere que todos sus hijos tengan parte en su
Gloria” Hb 2, 10 Para alcanzar esa efusión sobre la humanidad “baboseada” por
el Malo, Jesús alcanzó la “Perfección” acrisolándose en el sufrimiento.
Ese Amor que permitió a Jesús
ofrecerse como Hostia Santa, hacerse Oblación Pura y Perfecta, lo logró con esa
Voluntad Férrea a la que aludíamos arriba, manteniéndose firme en la decisión
de amar “contra viento y marea”, más fuerte y firme que “cemento armado y
varillas de acero”.
Gloria sea dada a nuestro Redentor que
nos elevó a ser co-partícipes de la misma naturaleza, Él, al hacerse hombre,
“des-babeó” a la humanidad y elevó la dignidad humana a la inconmensurable
dimensión de lo Divino. “Nos hizo, poco menos que ángeles”
[5] ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de
él? ¿Qué es el hijo de Adán para que cuides de él?
[6] Un poco inferior a un dios lo hiciste, lo
coronaste de gloria y esplendor.
[7] Le has hecho que domine las obras de tus
manos, tú lo has puesto todo bajo sus pies:
[8] ovejas y bueyes por doquier, y también los
animales silvestres,
[9] aves del cielo y peces del mar, y cuantos
surcan las sendas del océano.
[10] ¡Oh Señor, Dios nuestro, qué grande es tu
Nombre en toda la tierra!
Sal 8, (5-10)
Aúnque, νῦν δὲ οὔπω ὁρῶμεν
αὐτῷ τὰ πάντα ὑποτεταγμένα· “es verdad que todavía no vemos que el
universo entero le esté sometido”. Hb 2, 8c
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