1R 19, 4-8; Sal 33,
2-3. 4-5. 6-7. 8-9; Ef 4, 30- 5, 2; Jn. 6, 41-52
Para
este XIX Domingo Ordinario, el signo en cuestión es el “pan”, el pan en un
primer plano es un alimento preparado –mediante horneado- con harina de algún cereal.
Pero es signo de cualquier otro alimento, “pan” nombra cualquier alimento
comible, que nutra o sacie el hambre. Pero, saltando al plano espiritual, por
analogía con el plano físico, si el cuerpo necesita ser alimentado el espíritu
–nos hemos venido dando cuenta a través de nuestras experiencias “vitales”-
también necesita su propio alimento.
Jesús
ha multiplicado los panes y los peces. Este milagro nos permite ver (darnos
cuenta) de su divinidad. El milagro es “signo” de que Jesús no es un hombre “común
y corriente”, se demuestra como “el Hijo de Dios Encarnado”. El punto aquí
consiste en ¿cómo se lee el signo? Hay cierta lógica humana, muy humana, en ver
al Multiplicador-de-panes-y-peces como un “excelente candidato al trono real”.
Esta dificultad “interpretativa” Jesús la supera con un sencillo “movimiento”:
huyó solo a la montaña (Jn 6, 15c). Sin embargo, huir a la montaña sólo evita
que puedan “aprehenderlo” para forzarlo a ser rey, pero queda por resolver el
tema de la incomprensión.
No
vayamos a entender que “pan” era una cosa y Jesús quiso que se entendiera como
otra distinta. En realidad, la doble significación era, ya en la cultura
semita, tradicional, por ejemplo se da una tradicional identificación entre pan
y alimento espiritual de la cual la Biblia nos ofrece un trazado.
Probablemente, el episodio del maná –al que se ha aludido frecuentemente en
relación con la multiplicación de los panes y que es aplicado como argumento
por parte de la “gente” Moisés nos dio a comer el pan del cielo (cfr. Jn 6, 31)
sea el caso paradigmático; pero la Primera lectura de hoy apunta en la misma
dirección, el “pan asado en el fuego” que le dio el Ángel del Señor a Elías es
un tipo de alimento que tal vez calma el hambre pero que, principalmente
reanima al deprimido profeta para que completa un “extensísimo” peregrinaje (de
cuarenta días y cuarenta noches!!!) por el desierto. Al escuchar la
proclamación de esta perícopa del Primer Libro de los Reyes, lo que llama la
atención es la presencia de ánimo que asiste al hombre que en el renglón
anterior es un derrotado, un desterrado que se haya quebrantado por el
destierro causado por su fidelidad en su labor profética. Si el afligido invoca
al Señor, / Él lo escucha y lo salva de sus angustias./ El ángel del Señor acampa,
/en torno a sus fieles y los protege. ¡Se trata de un vencido que recobra el
ímpetu!
Retomemos
el Evangelio, aquí viene la declaración central, el eje de la perícopa, se
trata del versículo 48 del capítulo sexto, en él Jesús declara: Yo soy el pan de
vida. Podríamos tomar esta frase como el inicio del sub-discurso 2. La palabra
ζωῆς [zoe] se opone a la palabra βιο- βίος, esta última sólo remite a la vida
física, mientras que aquella alude tanto a la física como a la espiritual, es
decir, que Jesús no es ni exclusivamente alimento material, ni exclusivamente
alimento espiritual, Él es ambos. Pero, ahora tratemos de ingresar nuevamente
en la complejidad del “signo” pan. Jesús nació en Belén, y el nombre de esta
población curiosamente traduce “Casa de Pan”, es decir de allí mana todo el
pan, por así decirlo, este Belén nos suena a la panadería de la que todo el pan
del mundo proviene. Es muy curioso, pese a que tal vez no reparamos en ello,
pero todavía hoy, siglo XXI, vamos al Altar a comer de ese mismo pan que se
horneo en “la-casa-de-pan”.
Vengamos
sobre el fenómeno normal de la alimentación mediante la cual incorporamos una
sustancia externa y la acogemos en nuestro organismo para hacerla parte de
nuestro ser, incorporándola a nuestros tejidos, a nuestra sangre. Pero ¡el caso
de este Pan excepcional es distinto! «…en el plan espiritual, es lo divino que
asimila lo humano, no viceversa. Así que mientras en todos los casos es el que
come el que asimila a sí mismo lo que come. Al que se acerca a recibirlo, Jesús
repite lo que decía a Agustín: “No serás tú quien me asimilaras a ti, sino seré
yo quien te asimilaré a mí”… La comunión no es sólo unión de dos cuerpos, de
dos mentes, de dos voluntades, sino que es asimilación al único cuerpo, a la
única mente y voluntad de Cristo.»[1]
Sigamos
esta línea de pensamiento agustiniana, «Felicitémonos y demos gracias por lo
que hemos llegado a ser, no solamente cristianos sino el propio Cristo.
¿Comprendéis, hermanos, la gracia que Dios nos ha hecho al darnos a Cristo como
cabeza? Admiraos y regocijaos, hemos sido hechos Cristo.»[2]
El
signo es algo que se pone allí en remplazo de otra cosa. Ese “algo-sustituto”
aporta otros “planos” de comprensión, conecta con otras realidades y se
entreteje en una red de alusiones y referencias. La frontera del signo se
diluye y logra ir más allá, verdaderamente logra trascender-se, se ramifica, en
su vitalidad, crece; se multiplica en conexiones como sinapsis dinámicas, con
dendritas y axones arborescentes. Esa vitalidad lo hace elástico, fluyente,
polimórfico, se goza en su polivalencia, en su polisemia. Dice, insinúa,
pronostica, vaticina. A veces –en procura de la precisión- lo querríamos
exacto, monosémico, fijo; pero, eso menguaría su poder trascendente. El signo
tiene, pues, una naturaleza reticular.
Para
poder leer el signo del pan y percibir algo de su anchura y de su graciosa
profundidad es preciso reflexionar como nos hacemos, lo múltiple, uno solo.
Muchos granos de trigo dispersos se dan cita en el granero y después, una vez molidos,
se ponen de acuerdo para encontrarse en el mismo pan o en la misma hostia.
Muchas uvas se dan cita en el mismo lagar y luego –no por casualidad- concurren
en el mismo Cáliz Santo para hacerse Sangre Redentora. Muchos hombres,
convergen en una synaxis y confluyen allí para ser parte del pueblo Santo de
Dios, y participar en el mismo Convite, en una misma y única Liturgia, en el
mismo Santo Sacrificio, en la única Fracción del Pan.
«“Signo”
significa en este caso que se hace presente una actividad que comunica gracia….
El valor de signo y el valor de eficiencia siguen siendo completamente
distintos… El ramo de flores que envío por medio de una agencia a unos
amigos que se casan en el extranjero es
para ellos la presencia concreta de mi simpatía y mi amistad. Es la
trasposición de mi amor, es mi amor en una manifestación visible. Sucede lo
mismo pero en medida infinitamente superior, con los sacramentos… la voluntad
salvífica celeste de Cristo constituye, mediante su cuerpo glorioso, una unidad
dinámica con el gesto ritual y la palabra sacramental del ministro que tiene la
intención de hacer lo que hace la Iglesia»[3]
Solo
periféricamente queremos aludir al punto de la eficacia. ¿El sacramento obra
por encima de todo, se sobrepone al posible rechazo del corazón de quien recibe
el Sacramento, supera la increencia, la falta de fe, la “impureza” del que
comulga? Evidentemente si así fuera el sacramento rayaría en lo mágico, peor
aún, en la brujería. El Sacramento es eficaz aun cuando no lo notemos, aun ayudándonos
a superar nuestras debilidades, pero no “por encima de nosotros” «Y la
experiencia de cualquier sacerdote o de cualquier cristiano es que, si él no
opone demasiados obstáculos, Dios da a través de nosotros cosas que nosotros ni
llegamos a sospechar»[4]
A
esa disponibilidad nos llama San Pablo en Efesios 4,30-5,2 para permitir la
eficacia del sacramento y dar hospitalidad a la gracia tenemos un itinerario en
nuestro Éxodo para acoger al Espíritu
Santo y no entristecerlo: Se nos convida a desterrar de nosotros
a) La aspereza
b) La ira
c) La indignación
d) Los insultos
e) La maledicencia
f) Toda clase de maldad.
Por
el contrario, estamos llamados a
a) Ser buenos y comprensivos
b) Perdonarnos los unos a los otros
c) Imitar a Dios, imitación muy comprometida,
asimilándonos a Jesús, como “amados hijos”.
d) Promoviendo en nuestro corazón hacernos,
nosotros mismos ofrenda y víctima.
Estos
consejos configuran la ruta de navegación para hacernos dóciles a la gracia
sacramental, son un elenco que condiciona la eficacia del sacramento en
nosotros. “Todos los miembros tienen que esforzarse en asemejarse a él “hasta
que Cristo esté formado en ellos” (Ga 4,19)[5] Que suceda, poder decir
con Martín Descalzo: «Me encanta la idea de ser un canuto a través del que
Alguien, más importante que todos nosotros juntos, sopla… Nuestro problema
está, entonces, en ser buenos trasmisores y volvernos trasparentes, para que
pueda verse detrás de nosotros al Dios escondido que llevamos dentro. Y luego repartir
sin tacañerías lo poquito que tenemos –esa pizca de fe, esa esquirla de
esperanza, esos gramos de alegría-, sabiendo que no faltará quien venga a
multiplicarlo como el pan del milagro. Seguros de que la pequeña llama de una
cerilla puede hacer un gran fuego. No porque la cerilla sea importante, sino
porque la llama es infinita.»[6]
[4] Martín
Descalzo, José Luis. RAZONES PARA EL AMOR. Ed. Sígueme S.A. Salamanca-España
2000 p. 182 (El subrayado es nuestro)
[6] Martín
Descalzo, José Luis. Op. Cit. p. 182-183
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