Is 8,23-9.3; Sal 26,
1. 4. 13-14; 1 Cor. 1,10-13.17; Mt.
4,12-23
… ya no decimos que
somos “discípulos” y “misioneros”, sino que somos siempre “discípulos
misioneros”
Papa Francisco.
Evangelii Gaudium # 120
Podemos
adentrarnos en el mensaje de este Domingo con el corazón lleno de sinceridad,
superando la insignificancia de oír una anécdota, que no nos toca, salvo porque nos permite
estar informados de cómo conformó Jesús su grupo de “discípulos” y cuáles
fueron sus primeros cuatro convocados. La idea es participar, enfrentando la
situación: ¿Qué haríamos y cómo reaccionaríamos si, dentro de un rato Jesús se
cruzara por nuestra vida, si nos llamara y nos pidiera seguirlo? ¡Aquí está la
verdadera esencia de la liturgia de la Palabra para este Tercer Domingo
Ordinario del ciclo A.
Vamos
a presentar el primer elemento: Primero estaba Juan el Bautista, cuando este
fue encarcelado fue como la “señal” para que Jesús recogiendo el turno, pasara
a asumir el vacío que quedaba: San Juan bautista había apuntado hacia Jesús, lo
hemos visto últimamente, «“el Bautista”… Ha puesto los ojos en Jesús que
pasaba. Y a dos de sus discípulos les ha dicho: “Este es el Cordero de Dios”. No sé qué tendría Jesús: no se qué
brisa suave dejó al pasar, no sé qué aroma derramó a su paso, que los dos
discípulos de Juan se ponen en camino. Es el momento de seguir creciendo. Es el
momento de dejar la comunidad de Juan e iniciar la del Hombre único y fascinante
que se llama Jesús.»[1]
¿Desde
dónde se inicia esta labor”? El evangelista nos lo informa: en “Cafarnaúm, cerca
del lago, en los límites de Zabulón y Neftalí.” Esta ubicación espacial es
enriquecida aún con otro dato, que Mateo toma del primer Isaías, del Libro de
Emmanuel: “Galilea, tierra de paganos” (Is 8, 23b). Esta tierra, que conectaba
Siria con Egipto, educada en el sometimiento y víctima de la usura, tierra “impía”,
al norte del reino de Israel, tomada por los asirios, allá por el 732 antes de
nuestra era, experiencia que dejó marcados a sus habitantes y a su
descendencia, que perdió por eso la nitidez de su identidad. Cómo los veían los
judíos ortodoxos, los fariseos del momento, los tenían por una población que
“vivía en tinieblas y sombras de muerte”, gente pecadora y despreciable. Es
allí donde Jesús empieza a desempeñar su ministerio. No es asunto de poca monta
esta contextualización que nos prodiga San Mateo.
¿A
quién dirige Jesús su llamado? A pescadores, el pescador saca peces del agua
para convertirlos en “pescados”, los discípulos son llamados para que saquen a
los hombres del agua “del pecado” y mueran (a esa vida de pecado), pero para
nacer a una nueva vida, es decir, para que se conviertan. «… una vida nueva, un
proyecto nuevo, una misión nueva. Todo su mundo, desde ahora, sin cosas, sin
casas, sin tierras, sin padre y madre, sin nada. Ahora su mundo es Jesús. Jesús
y basta. Jesús y punto. Jesús y se acabó.»[2] Lo que más asombra de este
seguimiento es su inmediatez, su generosidad desprendida, esa capacidad de
dejarlo todo atrás, sin voltear a mirar, sin nostalgias, es la capacidad de
desinstalarse. Es la entrega retratada en el hermoso compromiso, del Salmo
40(39): “Aquí estoy Señor para hacer tu Voluntad”
Esta
celebración Eucarística está enfocada sobre ese núcleo: la conversión, que es
urgente porque “el Reino de Dios se ha acercado” (Mt 4, 17d). Para ser
discípulo no basta reconocernos llamados, no basta tampoco saber dónde hemos de
cumplir con ese “llamado”, además, urge saber el “para qué”. La conversión es
un re-direccionamiento de la vida y el corazón. Para tal, el discípulo debe
“seguir”, o sea continuar el accionar del Maestro que Enseñaba, Predicaba y
Sanaba. «Cuando Jesús entra en una vida, quema. Su llama no puede ser guardada.
Necesita ser extendida, llevada, comunicada a otros. La experiencia de Jesús
llama luego a ser vivida en comunidad.»[3] No como individuos
aislados sino como comunidad de discípulos, como asamblea de los convocados que
es lo que precisamente significa Iglesia.
«…
la vocación no es un lujo de elegidos ni un sueño de quiméricos. Todos llevan
dentro encendida una estrella. Pero a muchos les pasa lo que ocurrió en tiempos
de Jesús: en el cielo apareció una estrella anunciando su llegada y sólo la
vieron los tres Magos.
Sólo tiene vocación el que no sería capaz de
vivir sin realizarla… benditos los que saben adónde van, para qué viven y qué
es lo que quieren, aunque lo que quieran sea pequeño. De ellos es el reino de
estar vivos.»[4]
Ser discípulo entraña un seguimiento, pero si ese seguimiento se da con
fidelidad implica un compromiso. Ser pescadores de hombres define esa misión.
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