Is 52, 7-10; Heb 1,
1-6; Jn 1, 1-18.
Nuestra generación
como hijos de Dios es obra del propio Dios por la acción de su palabra. No
serán entonces ni la sangre, ni la carne, ni la voluntad del hombre quienes
puedan engendrarnos como hijos de Dios, sino la carne y la sangre del Hijo de
Dios, que pone por obra la voluntad del Padre.
Silvano Fausti
El logos es verdad,
desde el cristianismo es también camino y vida.
Emmanuel Mounier
Al
principio de la existencia humana, Dios nos hablaba directa y personalmente
(Cfr. Gn 3, 8-23). A consecuencia del pecado, hubo una ruptura de relaciones y
Dios empezó a tratarnos por interpuesta persona, dando así paso a la aparición
del profetismo. No fue Dios quien labró el distanciamiento, fue Adán, quien
avergonzado por su falta, empezó a ocultarse de Dios. Pero, esa incomunicación
no podía perdurar contra la Misericordia Divina y, así llegamos a “esta etapa
final” (Heb 1, 2a), en la que Dios suprime las mediaciones y nos vuelve a
hablar directamente por medio de su Hijo. Contra la imagen que el
hombre-pecador se forjó de Dios, Dios se revela como el Dios que es
cero-rencoroso: Dios-Amor, Dios-Acogida.
El Padre Alberto Parra s.j. –el
Domingo anterior[1]-
para explicarnos el Nacimiento que Nuestro Señor escogió, se refirió al Pesebre,
usando el adjetivo “fétido”. Su explicación nos ponía en evidencia dos aspectos
que nos habían pasado inadvertidos: que muchos censuran nuestro “pesebres”, por
sus decorados, sus luces y adornos, sus guirnaldas, Reyes Magos, ángeles y
Estrellas de Belén, como si quisiéramos disfrazar las inhóspitas condiciones de
la navidad real; y, en segundo lugar, que el entorno de un pesebre, no es –para
nada perfumado- sino, muy por el contrario, verdaderamente mal-oliente. Ninguno
de estos detalles se puede perder en el conjunto de la Epifanía, que –desde el
punto de vista filosófico- significa manifestación, revelación, “comprender
la esencia de algún fenómeno”, si es que verdaderamente queremos captarla.
Y es que nuestra fe, que para nada pugna con la razón, precisa entender el
valor de la señal que Dios nos da con su Natividad. «…el signo es al
mismo tiempo también un no signo: el verdadero signo es la pobreza de Dios.»[2]
Dios
con nosotros es un ejercicio de humillación, de abajamiento, de kénosis, es una
renuncia voluntaria por amor: La Palabra, que puso su morada entre nosotros,
como nos dice el Evangelio de San Juan: «“Vino a su casa y los suyos no lo
recibieron” (Jn 1,11). Para el Salvador del mundo, para aquel en vista del cual
todo fue creado (cf. Col 1,16), no hay sitio… El que fue crucificado fuera de
las puertas de la ciudad (cf. Hb 13,12) nació también fuera de sus murallas.
Esto debe hacernos pensar y remitirnos al cambio de valores que hay en la
figura de Jesucristo, en su mensaje. Ya desde su nacimiento, él no pertenece a
ese ambiente que según el mundo es importante y poderoso. Y, sin embargo,
precisamente este hombre irrelevante y sin poder se revela como el realmente
Poderoso, como aquel de quien a fin de cuentas todo depende. Así pues, el ser
cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los
criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser y,
con esta luz, llegar a la vía justa.»[3] Aquí tenemos una
definición clara y contundente, que nos ofrece el Papa Emérito, del significado
de la metanoia aplicado a la comprensión del nacimiento de Jesús en semejante
contexto de pobreza. Exactamente así como se canta en “Nuestra Señora de
América”:
“Luz de un niño frágil que nos hace fuertes,
luz de un niño
pobre que nos hace ricos,
luz de un niño
esclavo que nos hace libres,
esa luz que un día nos diste en Belén.”
Quisiéramos
–con todo candor, como el niño que abre su regalo navideño y descubre lo que
quería- volver sobre esta epifanía aurea y ponerla con letras esplendentes: “…el
ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de
los criterios dominantes…”.
San
Juan en este Evangelio se refiere a Jesús como Λόγος logos, Jesús es el Logos, la
Palabra; esa designación la mantiene hasta el versículo 14; después se referirá
a Él por su nombre: Jesús. Pero la Palabra no se pronuncia para el vacío del
monólogo, dirigida a nadie. La Palabra nos supone, presupone la existencia del
destinatario, señala hacia el ser humano, el único con la racionalidad para
acogerla, acatarla, entenderla y –lo más importante- escucharla. La escucha es
mucho más que la simple audición, que es más bien y solamente operación
biológica, simple vibración del tímpano; la escucha es la reverberación en
nuestro corazón, en el alma; entraña la respuesta, implica cierta sintonía
entre el Emisor y el receptor. En la dialéctica escucha-respuesta hay cierto
aire de afinidad y afinación (la afinidad en latín significa inclusive cierto
parentesco consanguíneo; la afinación guarda un significado de
perfeccionamiento, de consecución de aquello para lo que fue hecho y desde una
óptica teleológica, de cumplimiento, de alcance de una meta), (quepa añadir que
la no escucha-respuesta es el pecado mismo, vivir de espaldas a Dios, sin
acatarlo, dando como sola respuesta la indiferencia, como si no nos hubiera
dicho nada, como si no hubiera hablado su Palabra de Luz y de Vida).
Así
como la Palabra presupone un escucha, así los alimentos preparados y servidos presuponen
el comensal: «San Agustín ha interpretado el significado del pesebre con un
razonamiento que en primer momento parece casi impertinente,… El pesebre es
donde los animales encuentran su alimento… ahora yace en el pesebre quien se ha
indicado a sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, como el verdadero
alimento que el hombre necesita para ser persona humana. Es el alimento que da
al hombre la vida verdadera, la vida eterna. El pesebre se convierte de este
modo en una referencia a la mesa de Dios, a la que el hombre está invitado para
recibir el pan de Dios.»[4]
«Tal
vez por eso me da tanta pena que la gente confunda… la Navidad con un juego de
turrones. Para muchos las fiestas navideñas parece ser sinónimo de una fábula
de cuento de hadas, tiempo de superficialidad, días de azúcar… la Navidad es el
vértigo; el tiempo de la verdad desnuda; la hora de descender al fondo de
nosotros mismos para reencontrarnos allí, tal como fuimos, verdaderos y niños,
limpios de las rutinas, de las componendas que nos fue imponiendo la vida. La
Navidad no es para mí bulla sino silencio. No tiempo de máscaras y caretas,
sino de quitarse todas las que la vida pegó a nuestros rostros. Hora de
reencontrarnos con los mejores afectos, de sentirnos más hijos, de olvidar la
lucha y las zancadillas, del arte de avanzar por la vida a codazos, de las risas
hipócritas. La Navidad debería ser un tiempo de amnistía para toda mentira, de
restañamiento de heridas, de nueva siembra de las viejas esperanzas. Es un
tiempo en que todos deberíamos volvernos más jóvenes, estirar la sonrisa,
serenar el corazón, descubrir cuán amados somos sin apenas enterarnos, amados
por Dios, amados por tantos conocidos y desconocidos amigos.»[5]
No
entenderemos cuán amados somos por el Logos, por nuestro Dios y Rey, si no
alcanzamos a vislumbrar que lo de la caída en el Paraíso fue tan sólo un
pretexto para la Encarnación, «…aunque no hubiéramos pecado, el Hijo de Dios
habría encontrado alguna manera de hacerse hombre para participar más
plenamente en nuestra naturaleza humana, hasta la muerte. Porque Dios siente
debilidad por el hombre. Ama a toda la creación, claro que sí; pero dentro de
ella tiene una mirada especialísima para el hombre. ¡Es formidable este amor
entre Dios y el hombre!... aunque no hubiéramos pecado, Dios habría encontrado
una razón para encarnarse. Se habría hecho hombre para llevarnos a participar
de su naturaleza divina.»[6]
[1]
HOMILIA DEL IV DOMINGO DE ADVIENTO
[2]
Benedicto XVI. LA INFANCIA DE JESÚS. Ed. Planeta Bogotá-Colombia. 1ª
Reimpresión 2012. p. 86.
[3]
Ibid, pp. 73-74
[4]
Ibid. p. 75.
[5]
Martín Descalzo, José Luis. RAZONES PARA EL AMOR. CUADERNOS DE APUNTES III.
Ediciones Sígueme. Salamanca-España 2000. pp. 107-108
[6]
Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal Terrae
Santander-España 1985. p. 16
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