Hab 1,2-3;2:2-4; Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9;
2Tim 1,6-8,13-14; Lc 17,5-10
… a
Dios no se le alcanza más que dando el “salto” de la fe.
Raniero Cantalamessa,
ofmcap
…me mandas amarte, me
mandas lo que sin tu orden no tendría ánimo de hacer: amarte, amarte a ti mismo
muy íntimamente.
Karl Rahner
Rey de reyes, Amor de
mis amores, os lo ruego, has grande, gigantesca mi fe.
Dios
realmente nos crea. Una de las facetas de la creacionalidad respecto a nosotros
es crearnos con fe. Al venir a la vida nos encontramos y nos sorprendemos con
relación a la fe. La fe nos lleva a taladrar el muro (muro de soledad y aislamiento,
muro de fragilidad y orfandad) para hacer en él una ventana. Gracias a ella
podemos descubrir, del otro lado, un paisaje maravilloso iluminado de amor.
Pese
a tal, hay quienes prefieran seguir y vivir con su muro intacto. Se niegan a
ver lo que hay del otro lado. Es más se empeñan en describir fealdades supuestas
para prevenir que alguien pueda empezar a romper. Quizás su miedo es demasiado
grande y tiemblan ante la perspectiva de lo que pueden encontrar del otro lado.
O, quizás, su corazón y su entendimiento es tan duro que no pueden valorar un
paisaje y se conformen en su “burbuja”. Hemos oído decir que en el corazón de
una persona triste el paisaje más hermoso pasa desapercibido. ¡Ea, hay que arriesgarse!
¿Quién
puede poner en nuestro ser la alegría suficiente para poder reconocer la
armonía, el maravilloso contraste de colores que existe del otro lado del muro?
Mucho nos maravillan –por ejemplo los santos- cuya voz nos reconforta, pues
descubren hermosuras rutilantes de su trato con Dios, al mirar por “su ventana”.
Por
esta razón, llamamos a la fe virtud teologal, porque no solamente nos la regala
Dios sino que su utilidad consiste en capacitarnos para ser constructores de
ventanas, con ansias de entrar en tratos con Aquel que está del otro lado, en
la dimensión trascendente. La fe es la única fuerza que nos puede llevar a
perforar paredes, a derrotar nuestro aislamiento. A confiar que al otro lado de
la pared hay algo que vale la pena el trabajo de romper el muro. ¡Ay de
aquellos que sin saber lo que hay detrás del muro se empecinan en adivinar visiones
horribles! Al contrario, la fe nos alienta con la convicción de encontrar
palabras amigas y sonrisas, trato amable y acogedor con Quien está allende la
tapia. Es virtud teologal porque nos lleva a abrir una ventana para
comunicarnos con Él. La ventana de la fe da, precisamente, a la dimensión
trascendente. La amistad gratificante que encontramos más allá de la pared
incomunicante, es –ni más ni menos- que la Amistad de Dios.
Ahora,
sin osar perforar la pared, nuestra vida
queda chata, nos quedamos asfixiados en la soledad de este lado. Es una especie
de sordera-ceguera que nos impide trascender. Especie de contra peso de plomo
que nos hala hacia abajo, que nos hunde, que no nos deja caminar. Algo así como
un preso, a quien le hubieran abierto la celda, pero se negara obstinadamente a
salir. Efectivamente, sin fe, cada quien está confinado en su hermético cubo de
oscuridad y desazón. Esta situación de enclaustramiento es –a falta de otra
palabra diremos- fatal. Como en una suerte de Babel, la voz del creyente es
incomprensible para el incrédulo.
Esto
nos evoca la situación de quien tiene la facultad de ver y su trato con un
invidente. Es la misma dificultad entre un creyente y un ateo. ¡Su diálogo es
un diálogo de sordos! Pero hay un “a menos que” porque uno que puede ver está
en condiciones de prevenir y advertir al invidente para que no tropiece, o todavía
más, puede dibujarle un paisaje con palabras y procurar con enorme exactitud
describirle su magnificencia. “A menos que” el invidente se niegue a aceptar;
para un invidente que se empecine en no creer, el goce de la descripción se
hace imposible.
Hay
una especie de responsabilidad proximal del
que puede ver, de advertir al invidente. Y hay una especie de compromiso –no menos
grave- de parte del que tiene fe hacia sus prójimos, a quienes la experiencia
de la fe no los ha tocado. No que se pueda imponer pero sí que se atestigüe.
Fe
y amor están inextricablemente entretejidos. A este respecto San Pablo le
escribe a Timoteo que debe dar testimonio de Nuestro Señor, que está llamado a porfiar en la predicación del Evangelio,
recordemos que eso es perseverar en el anuncio de la Buena Noticia. ¡Sin
desfallecer! Y nos enseña una vía particular, esa perseverancia es conforme al
Espíritu Santo, es Él quien nos fortalece para lograr esa constancia sin
perderla, acompañándola de la fidelidad. La fidelidad es la concordancia firme de
lo que se enseña con lo que se recibió y lo que el creyente recibe es una “sólida
doctrina” de cuyo cauce –y esto es inherente a la fe- no podemos desviarnos.
Cierta perversión, con la que juega el Maligno, es la de ponernos a buscar “rutas
originales” lo que pronto pone en nuestra mente y lleva a nuestros labios la
frase snob de “yo estoy de acuerdo hasta este punto”, mientras que a la
fe debe asistirla esa docilidad que permite asentir la solidez interna de la
doctrina como regalo, como lo que es, Revelación (al que no ve se le permite
ver por otra vía, se le descorre el velo). Mal haría el invidente de la
historia si ante la precaución de un abismo a la derecha, quisiera pensar que el
peligro está por la izquierda, al dar el paso, pronto iría a dar al fondo.
No
se ha de guardar la doctrina como si ella lo fuera todo, la doctrina tiene su
contra-cara que es tan fundamental como ella misma; y es –así nos los enseña
Pablo- el amor fundamentado en Cristo Jesús. Porque toda la coherencia de nuestras
enseñanzas halla en Él su esencia que como bien lo llama la Escritura, es la
Piedra Angular. En esa dupla fe-amor decimos con Karl Rahner: «Me has dicho a
través de tu Hijo que eres el Dios de mi amor. Me has mandado amarte. Con
frecuencia tus mandamientos son difíciles, porque muchas veces mandas aquello
cuyo contrario atrae más mi espíritu. Pero porque me mandas amarte, me mandas
lo que sin tu orden no tendría ánimo de hacer: amarte, amarte a ti mismo muy
íntimamente. Amar tu propia vida. Perderme a mí mismo dentro de Ti, sabiendo
que Tú me recoges dentro de tu corazón, que yo puedo hablarte a Ti, el
incomprensible misterio de mi vida, con tuteo cariñoso, porque Tú eres el amor
mismo»[1].
El
Salmo por su parte nos invita a que no seamos sordos a la voz de Dios, es
decir, nos vuelve a invitar a la docilidad del aceptar, a la apertura frente al
testimonio que nos manifiesta que
nuestro Creador no se muestra arrogante y despiadado con su criatura, sino que,
con cuidado pastoril, vela por nosotros, con infatigable desvelo así como el
pastor está pendiente de sus ovejas, de todas ellas, defendiéndolas a tiempo y
a destiempo. El salmo va más allá, nos previene de no incurrir en la tozudez de
nuestros antepasados que después de ver el obrar benévolo de Dios con su pueblo,
aun así se atrevieron a dudar de Él.
La
Primera Lectura que proviene de la profecía de Habacuc, acompaña una denuncia
de la situación que les toca vivir, una situación de injusticia y opresión en
un marco de violencia y desorden, de una promesa de parte de Dios, esa promesa
nos asegura que el malvado sucumbirá y, en cambio, el justo vivirá. Dios pone
una sola condición: ¡tener fe!, no cualquier fe, sino una fe paciente, una fe
tenaz en la espera, porque esta promesa es, según la palabra del profeta, “todavía
una visión de algo lejano”.
El
Evangelio nos enseña el valor de la fe, nos hace ver que es un poder sobre todo
poder, que es un poder capaz de hacer cambiar la realidad de la manera más inverosímil.
Es un poder transformador que sana, que
resucita, que puede calmar al mar embravecido, o, hacer obedecer un árbol para
que se arranque de su lugar y vaya a plantarse en el mar.
Pero
que semejante poder se nos haya otorgado no es para que nos envanezcamos, no es
para nuestra jactancia, porque cuando hagamos actuar ese poder incomparable
será sólo cuando el propio Dios lo requiera –dado que la fe no es un adminiculo
circense para causar asombro- sino el lenguaje con el que Dios habla a los
sordos, a los duros de corazón, a los de Masá y a los Meribá. El poder que nos
da la fe es un poder evangelizador, para hacer efectiva y eficiente la
trasmisión del anuncio.
Para
llegar allí, al punto y momento en que se cumpla todo lo que Dios nos ha
prometido, tenemos que acrecer nuestra fe, lo que no lograremos con nuestras
solas fuerzas, la fe es una semilla plantada en nuestro ser y, nosotros tenemos
que rogar al Jardinero Celestial, para que Él la abone, la pode y la haga fructificar
a su tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario