sábado, 1 de octubre de 2016

INCOMPRENSIBLE MISTERIO DE NUESTRA VIDA


Hab 1,2-3;2:2-4; Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9; 2Tim 1,6-8,13-14; Lc 17,5-10

… a Dios no se le alcanza más que dando el “salto” de la fe.
Raniero Cantalamessa, ofmcap

…me mandas amarte, me mandas lo que sin tu orden no tendría ánimo de hacer: amarte, amarte a ti mismo muy íntimamente.
Karl Rahner

Rey de reyes, Amor de mis amores, os lo ruego, has grande, gigantesca mi fe.

Dios realmente nos crea. Una de las facetas de la creacionalidad respecto a nosotros es crearnos con fe. Al venir a la vida nos encontramos y nos sorprendemos con relación a la fe. La fe nos lleva a taladrar el muro (muro de soledad y aislamiento, muro de fragilidad y orfandad) para hacer en él una ventana. Gracias a ella podemos descubrir, del otro lado, un paisaje maravilloso iluminado de amor.

Pese a tal, hay quienes prefieran seguir y vivir con su muro intacto. Se niegan a ver lo que hay del otro lado. Es más se empeñan en describir fealdades supuestas para prevenir que alguien pueda empezar a romper. Quizás su miedo es demasiado grande y tiemblan ante la perspectiva de lo que pueden encontrar del otro lado. O, quizás, su corazón y su entendimiento es tan duro que no pueden valorar un paisaje y se conformen en su “burbuja”. Hemos oído decir que en el corazón de una persona triste el paisaje más hermoso pasa desapercibido. ¡Ea, hay que arriesgarse!


¿Quién puede poner en nuestro ser la alegría suficiente para poder reconocer la armonía, el maravilloso contraste de colores que existe del otro lado del muro? Mucho nos maravillan –por ejemplo los santos- cuya voz nos reconforta, pues descubren hermosuras rutilantes de su trato con Dios, al mirar por “su ventana”.

Por esta razón, llamamos a la fe virtud teologal, porque no solamente nos la regala Dios sino que su utilidad consiste en capacitarnos para ser constructores de ventanas, con ansias de entrar en tratos con Aquel que está del otro lado, en la dimensión trascendente. La fe es la única fuerza que nos puede llevar a perforar paredes, a derrotar nuestro aislamiento. A confiar que al otro lado de la pared hay algo que vale la pena el trabajo de romper el muro. ¡Ay de aquellos que sin saber lo que hay detrás del muro se empecinan en adivinar visiones horribles! Al contrario, la fe nos alienta con la convicción de encontrar palabras amigas y sonrisas, trato amable y acogedor con Quien está allende la tapia. Es virtud teologal porque nos lleva a abrir una ventana para comunicarnos con Él. La ventana de la fe da, precisamente, a la dimensión trascendente. La amistad gratificante que encontramos más allá de la pared incomunicante, es –ni más ni menos- que la Amistad de Dios.


Ahora, sin  osar perforar la pared, nuestra vida queda chata, nos quedamos asfixiados en la soledad de este lado. Es una especie de sordera-ceguera que nos impide trascender. Especie de contra peso de plomo que nos hala hacia abajo, que nos hunde, que no nos deja caminar. Algo así como un preso, a quien le hubieran abierto la celda, pero se negara obstinadamente a salir. Efectivamente, sin fe, cada quien está confinado en su hermético cubo de oscuridad y desazón. Esta situación de enclaustramiento es –a falta de otra palabra diremos- fatal. Como en una suerte de Babel, la voz del creyente es incomprensible para el incrédulo.

Esto nos evoca la situación de quien tiene la facultad de ver y su trato con un invidente. Es la misma dificultad entre un creyente y un ateo. ¡Su diálogo es un diálogo de sordos! Pero hay un “a menos que” porque uno que puede ver está en condiciones de prevenir y advertir al invidente para que no tropiece, o todavía más, puede dibujarle un paisaje con palabras y procurar con enorme exactitud describirle su magnificencia. “A menos que” el invidente se niegue a aceptar; para un invidente que se empecine en no creer, el goce de la descripción se hace imposible.

Hay una especie de responsabilidad proximal  del que puede ver, de advertir al invidente. Y hay una especie de compromiso –no menos grave- de parte del que tiene fe hacia sus prójimos, a quienes la experiencia de la fe no los ha tocado. No que se pueda imponer pero sí que se atestigüe.

Fe y amor están inextricablemente entretejidos. A este respecto San Pablo le escribe a Timoteo que debe dar testimonio de Nuestro Señor, que está llamado a  porfiar en la predicación del Evangelio, recordemos que eso es perseverar en el anuncio de la Buena Noticia. ¡Sin desfallecer! Y nos enseña una vía particular, esa perseverancia es conforme al Espíritu Santo, es Él quien nos fortalece para lograr esa constancia sin perderla, acompañándola de la fidelidad. La fidelidad es la concordancia firme de lo que se enseña con lo que se recibió y lo que el creyente recibe es una “sólida doctrina” de cuyo cauce –y esto es inherente a la fe- no podemos desviarnos. Cierta perversión, con la que juega el Maligno, es la de ponernos a buscar “rutas originales” lo que pronto pone en nuestra mente y lleva a nuestros labios la frase snob de “yo estoy de acuerdo hasta este punto”, mientras que a la fe debe asistirla esa docilidad que permite asentir la solidez interna de la doctrina como regalo, como lo que es, Revelación (al que no ve se le permite ver por otra vía, se le descorre el velo). Mal haría el invidente de la historia si ante la precaución de un abismo a la derecha, quisiera pensar que el peligro está por la izquierda, al dar el paso, pronto iría a dar al fondo.

No se ha de guardar la doctrina como si ella lo fuera todo, la doctrina tiene su contra-cara que es tan fundamental como ella misma; y es –así nos los enseña Pablo- el amor fundamentado en Cristo Jesús. Porque toda la coherencia de nuestras enseñanzas halla en Él su esencia que como bien lo llama la Escritura, es la Piedra Angular. En esa dupla fe-amor decimos con Karl Rahner: «Me has dicho a través de tu Hijo que eres el Dios de mi amor. Me has mandado amarte. Con frecuencia tus mandamientos son difíciles, porque muchas veces mandas aquello cuyo contrario atrae más mi espíritu. Pero porque me mandas amarte, me mandas lo que sin tu orden no tendría ánimo de hacer: amarte, amarte a ti mismo muy íntimamente. Amar tu propia vida. Perderme a mí mismo dentro de Ti, sabiendo que Tú me recoges dentro de tu corazón, que yo puedo hablarte a Ti, el incomprensible misterio de mi vida, con tuteo cariñoso, porque Tú eres el amor mismo»[1].

El Salmo por su parte nos invita a que no seamos sordos a la voz de Dios, es decir, nos vuelve a invitar a la docilidad del aceptar, a la apertura frente al testimonio que  nos manifiesta que nuestro Creador no se muestra arrogante y despiadado con su criatura, sino que, con cuidado pastoril, vela por nosotros, con infatigable desvelo así como el pastor está pendiente de sus ovejas, de todas ellas, defendiéndolas a tiempo y a destiempo. El salmo va más allá, nos previene de no incurrir en la tozudez de nuestros antepasados que después de ver el obrar benévolo de Dios con su pueblo, aun así se atrevieron a dudar de Él.

La Primera Lectura que proviene de la profecía de Habacuc, acompaña una denuncia de la situación que les toca vivir, una situación de injusticia y opresión en un marco de violencia y desorden, de una promesa de parte de Dios, esa promesa nos asegura que el malvado sucumbirá y, en cambio, el justo vivirá. Dios pone una sola condición: ¡tener fe!, no cualquier fe, sino una fe paciente, una fe tenaz en la espera, porque esta promesa es, según la palabra del profeta, “todavía una visión de algo lejano”.

El Evangelio nos enseña el valor de la fe, nos hace ver que es un poder sobre todo poder, que es un poder capaz de hacer cambiar la realidad de la manera más inverosímil.   Es un poder transformador que sana, que resucita, que puede calmar al mar embravecido, o, hacer obedecer un árbol para que se arranque de su lugar y vaya a plantarse en el mar.

Pero que semejante poder se nos haya otorgado no es para que nos envanezcamos, no es para nuestra jactancia, porque cuando hagamos actuar ese poder incomparable será sólo cuando el propio Dios lo requiera –dado que la fe no es un adminiculo circense para causar asombro- sino el lenguaje con el que Dios habla a los sordos, a los duros de corazón, a los de Masá y a los Meribá. El poder que nos da la fe es un poder evangelizador, para hacer efectiva y eficiente la trasmisión del anuncio.

Para llegar allí, al punto y momento en que se cumpla todo lo que Dios nos ha prometido, tenemos que acrecer nuestra fe, lo que no lograremos con nuestras solas fuerzas, la fe es una semilla plantada en nuestro ser y, nosotros tenemos que rogar al Jardinero Celestial, para que Él la abone, la pode y la haga fructificar a su tiempo.





[1] Rahner, Karl. GEBETE DES LEBENS. Ed. Herder Freiburg – Basel-Wien. 1984. p. 19. 

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