Am
6,1a,4-7; Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10; 1Tm 6,11-16; Lc 16,19-31
El impulso místico no
es un lujo. Sin él, la vida moral es puro retroceso; el ascetismo es sequía; la
docilidad, sueño; la práctica religiosa solo rutina.
Henri de Lubac
Hay
un detalle de la mayor importancia que no siempre es debidamente advertido
cuando leemos la parábola: ¿Dónde estaba el mendigo, Lázaro? “Yacía en la
entrada de la casa del rico” (Cfr.). El punto no está en ser rico para merecer
el lugar de castigo, ni el asunto radica en ser pobre para ir a parar al “seno
de Abrahán”. Es posible que los destinos de estos dos hombres hubieran sido
contrarios, si sus relaciones aquí, en vida, hubieran sido diferentes.
¿Os
parece moral que alguien pase por la puerta de tu casa alguien que padece la
indigencia, mientras tú gozas de manjares y banqueteas? ¡Ese es el problema y ahí
está el eje del asunto! Toda la moral cristiana reposa sobre este pivote. Somos
todos hermanos en Cristo Nuestro Señor, y no puedo ser indiferente e indolente
ante la suerte de mi hermano. Allí donde haya dolor, necesidad, padecimiento,
soledad, hambre o sed, allí donde está el desamparado, el preso, el enfermo, el
destechado, el desplazado, allí estamos llamados a hacer presente a Dios-Padre-Providente. Ese
es el sentido más humano y humanitario de la religión. Pero la fe no se
conforma con deshacer entuertos, sino que ¡los deshace en el Nombre del Señor!
Así
barrer o cocinar, dar un pan o un vaso de agua, consolar al triste o visitar al
enfermo, acompañar al solitario o visitar al prisionero que purga su condena
tras las rejas, todos estos actos cobran su dimensión cuando se hacen –como la
hacía Santa Teresa de Calcuta, paradigma cercano de la bondad- viendo tras el
rostro del menesteroso, el rostro dolorido de Jesucristo que sube al Calvario
cargando su cruz a cuestas.
En
cambio, y esto hay que repetirlo con frecuencia, el acto se desluce y adquiere
simplemente una dimensión arrogante de vanidad egocéntrica, si se efectúa por
pura filantropía. No que se vuelva un acto malo, nada de eso; pero ya no es
acto “religioso” porque ya no re-liga nada. Tenemos que cobrar conciencia que
lo religioso re-liga al hombre con Dios, restablece un lazo de unión con la
Divinidad, hace que el ser humano traiga tanto a la mente la idea de ser hijo
de Dios como la idea de ser hermano de los otros hijos de Dios. Es una
filantropía construida sobre un basamento que nos hermana a todos, no es
filantropía desnuda, sino solidaridad con el que yace allí postrado, andrajoso,
llagado y… acosado por los perros que le lamen las heridas. (Es muy triste
porque es más humanitario el perro, tiene más sensibilidad, se muestra más
compasivo, porque lamer es también gesto cariñoso, consolador, fraternal! El
perro brinda una hospitalidad que nos evoca al burro y al buey que la tradición
ha puesto en el pesebre para entibiarle
la cuna al Niño Dios).
Tener
esta idea en el proscenio de nuestro pensamiento podríamos decir que es un
Mandamiento de todo buen cristiano. Podemos llevar nuestra tesis un paso más
allá y afirmar que no es cristiano quien no comprende y vive esta idea como
base de su existencia. Nunca habremos enfatizado suficientemente la importancia
de este pensamiento. De alguna manera podríamos ver este imagen en todas las
páginas evangélicas y, concluir afirmando que Jesús todo lo que quiere y lo que
enseña apunta en esta dirección. Pongamos una piedrita más en este proceso y
subrayemos que no sólo en el Nuevo Testamento nos encontramos con esta
revelación, ya las páginas del Antiguo Testamento pujan vigorosamente por poner
en primer lugar a nuestros hermanos, al prójimo, y es que este pensamiento está
a la base de aquello de que ¡Misericordia quiero y no sacrificios!
Agreguemos
que la ruta de la santidad está tachonada de estos resplandores; ¿Cuántos
santos han gastado su vida socorriendo a los necesitados? Cuantos han vivido
vigilias y desvelos movidos por esta causa, dando todo cuanto tenían atendiendo
niños, leprosos, enfermos de toda índole… y si la vida cobra su mayor sentido
cuando se la lee como un derrotero hacia la santidad, entonces tenemos que
decir, a renglón seguido que la santidad es el ejercicio constante de la
Misericordia. Por eso el propio Dios, su Sagrado Corazón, se está expresando
hoy como Señor de la Misericordia y inspiró a Papa Francisco este Año Jubilar
de la Misericordia.
Y,
por los mismo y tanto, son la indiferencia y la indolencia los peores males y
los mayores pecados, porque “cuando no lo hicisteis a uno de estos más
pequeños, tampoco a mí lo hicisteis” (Mt 25, 45). En la Primera Lectura, de la
profecía de Amos, está enunciado, casi como mandamiento, con un “¡Ay de
ustedes!”: “(los que) no se preocupan por las desgracias de sus hermanos”, recibirán –ya en esta vida- justicia. En el
Evangelio se nos aclara que esa “justicia” puede dilatarse hasta la otra
vida, recibiendo aquí males, y entonces, allá, bienes compensatorios, que en el
texto aparecen designados con la palabra παρακαλέω, que traducimos por
“consuelo”, y que tiene relación con la idea de ser llamado para estar ahí al
lado, como pasa con el “abogado defensor” que se pone al lado para
defender, para interceder por su “defendido”, es una palabra con matices
legales, que alude al “Tribunal en la Presencia de Dios”, a la “Corte
Celestial”, y con la que nos referimos
también al Espíritu Santo al que llamamos precisamente Paráclito. Ese consuelo
es la protección, el apadrinamiento del Santo Espíritu, quien lo cobija con su
cercanía teniéndolo a Su lado. La imagen que evoca esta situación es de ternura
maternal, como tomando al hijo entre los brazos, que en el texto del Evangelio,
se refiere a Abrahán en funciones maternales y acuna a su protegido en su κόλπον
“seno”, término con el cual designamos el ámbito de la más dulce protección
maternal. Ese es el “premio”, el “regalo” compensatorio que recibe Lázaro
(Lázaro es la forma popular del Eleazar), que dicho sea de paso
significa “el ayudado por Dios”), mientras –cabe destacarlo- el rico ante los
ojos de Dios, en el Tribunal Celestial, ni siquiera merece tener nombre, es un
“don nadie”.
Esta acogida en el regazo, gesto
Misericordioso, impregnado de sentido solidario y fraternal, esta –por así
decirlo- decorado con unos rasgos de dulzura, de cuidado, que se enumeran en la Carta a Timoteo, en la perícopa que leemos en la Segunda Lectura
de este XXVI Domingo Ordinario del ciclo C: Rectitud, piedad, fe, amor,
paciencia y mansedumbre. Como lo mencionábamos arriba, no se trata de una “fría
filantropía”, sino del tierno cariño entre hermanos que se aman de verdad,
ternura dulcificada que usamos en el trato entre familiares, aquí estamos
hablando de trato paternal y maternal. Hay una manera de abajarse, de
inclinarse, de ponerse al lado de Lázaro, que Jesús nos ilustró con su imagen
de la toalla alrededor de la cintura, arrodillándose –con piadoso gesto- a
lavarle los pies a sus discípulos. Esta imagen designa para nosotros los
creyentes el tono y el color que tiñen estas acciones, gesto revestido de
piedad, de afabilidad, esa es la manera: con afecto y sumo cuidado.
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