La profecía de Ezequiel 17, 22-24, vaticinaba a Jesús, de quien sabemos
Es-Él-Mismo-Reino: Sacado de la cepa de Israel, no de cualquier parte, sino de
lo más selecto y granado, de la “copa”, es decir, un “Hijo del mismísimo
David”. Para plantarlo en “la Montaña más Alta de Israel” (Ez 17, 23a), en el
Calvario, en el Gólgota; para convertirse en un “Cedro Magnifico”; el Árbol de
la Cruz donde está clavada la salvación del mundo”
Pasadas
la Cuaresma y la Pascua de este año de Gracia 2015, retomamos en la liturgia el
Tiempo Ordinario. Inmediatamente después de Pentecostés hemos reingresado al
Tiempo Ordinario, lo que pasa es que hemos celebrado la Santísima Trinidad y el
Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Domingos Noveno y Décimo Ordinarios,
respectivamente. En este Domingo, 14 de Junio, celebramos el Décimo primer
Domingo Ordinario y, en consecuencia, ya que estamos en año del ciclo b, retomamos
el Evangelio según San Marcos.
El
Evangelio, la perícopa que nos trae para esta fecha, contiene dos parábolas
sobre el Reino de Dios. La primera de ellas resalta que el progreso del Reino
de Dios no depende de los agricultores, ellos pueden esperar o desesperar, sin
embargo, la “semilla” sigue su curso, como si tuviera una “programación”
interna que rige su germinación, y este proceso es totalmente independiente de
la voluntad de los agricultores. La segunda parábola se refiere a la asombrosa
disparidad entre el tamaño de la semilla
y la talla del árbol que produce.
Es
una enseñanza que nos educa la expectación. Una de las verdades evangélicas que
nos revela el Evangelio consiste en que nuestro estilo de planeación no logra ni
emparentar ni desentrañar el curso de la Voluntad Divina. La marcha y el avance
del Reino conllevan unos ritmos que laten en el Corazón de Dios y son
grandemente diversos de nuestros ritmos. ¿Cómo pensamos nosotros? Nuestro
pensamiento es el de la premura, los ritmos Divinos son de calma y paciencia.
Nuestro carácter de mortales fija en nuestra conciencia afanes y apuros
cortoplacistas, nuestra manera de pensar es excesivamente inmediatista y la
sociedad nos incultura mayor “acelere” con sus pautas resultistas,
positivistas, productivas. Una cultura de metas con plazos previstos a dos,
cinco o máximo diez años a los que denominamos “largo plazo” circundadas de
objetivos a “seis meses” o a “un año”, definen carreras desenfrenadas que
revientan los nervios en stress y la salud en dolores de cabeza, de espalda, úlceras
estomacales, irritabilidad e inflamación del colón, infartos entre otros. Los
estresores se multiplican y los costos que conllevan pasan su cuenta en términos
de ansiedad, depresión y –en el límite- de demencia y suicidio. No hemos
mencionado los efectos colaterales que acarrean en la convivencia social y
familiar generando la asfixia del buen trato, perdida de las expresiones de amabilidad,
cariño y su remplazo con agresividad y violencia intrafamiliar de la que son
víctimas todos los miembros del núcleo familiar especialmente los niños y los
adultos mayores, la mujer y los enfermos, y esto a todo nivel social.
En
este marco mental ¿cómo puede el ser humano aguardar pacientemente la “lenta”
evolución del Reino”? Esta impaciencia se convierte en la responsable del
descreimiento y la perdida de fe. Esperando que Dios nos conceda lo que creemos
conviene, muy rápidamente exhibimos la decepción para chantajear a Dios con
nuestras pataletas de “no me los diste, entonces te castigo y te doy la espalda:
Ya no creo más”.
Este
anhelo desenfrenado por ver los resultados en toda actividad y en toda empresa
contamina también nuestra fe en cuanto a la espera del Reino. Con agravantes
como la ideología de reino en términos de magnificencia, lujo, esplendor, trono
y armiño, fuerza y dominación. La idea más inmediata que tenemos de “reino”
acarrea conceptos de poderío, corte y todo tipo de cortesanía, la familia real
y todas las personas cercanas que le rinden pleitesía, grandes ejércitos,
armamento, lujo, derroche, poderío económico, capacidad de sometimiento y
control, enriquecimiento inusitado y transnacionalización globalizante de ese poderío.
Se ha cumplido el plazo
y el Reinado de Dios está inmediato.
Mc 1, 15bc
Como
Jesús ya vino, ya se encarnó y puso su tienda en medio de nosotros, eso implica
que el Reinado ya ha empezado, ya se ha sembrado su semilla y, aunque
imperceptiblemente, mientras dormimos y mientras velamos, avanza. Avanza sin
estruendo, no produce ningún barullo. Suave y discreto como la brisa, no se
asemeja al fragor de la tormenta, ni al estruendo del terremoto. No tiene nada
de espectacular sino que todo en él es moderación y mansedumbre, ni siquiera
apaga el pabilo que sólo humea, ni quiebra la caña cascada (cfr. Is 42, 3).
¿Cómo
es el reino de Dios? Así se definirá por ser lo contrario: modestia y humildad,
servicio, olor de oveja y tierno cuidado. Toda la corte está constituida por
los que son marginados, rechazados, despreciados. O sea que se define más bien
por simetría respecto de lo que el mundo tiene por “realeza”. En otra parte señalábamos
el contraste entre el trono real y el
crucifijo de nuestro Rey y Señor. La corte, sus discípulos, sus santos
son pescadores, cobradores de impuestos, pobres y ex-pecadores, si son ricos,
ciertamente desprecian su riqueza y prefieren repartirla a manos llenas entre
los más necesitados. Ahora, en este presente que nos ha tocado vivir para
ejercitar en el cronos la confianza en Dios Providente, sólo vemos la semilla y
la descubrimos pequeña, insignificante, débil, inverosímilmente victoriosa,
nada promisoria. Ante los ojos positivos el dictamen augura una planta
minúscula.
En
el contexto de la mentalidad de planeación se diseñan estrategias y se le fijan
términos a la llegada del Reino de Dios. Se prevén etapas y –a fecha fija- se
anticipa el momento de proceder a la siguiente “fase”. Estos planes humanos,
trazados las más de las veces de muy buena fe, muchas veces con corazones puros,
buscadores de la Gloria manifiesta de Dios, conocen y bosquejan desde el cronos
pero ignoran las rutas kairóticas.
Significa
eso que nuestro deber se sume en la inactividad pasiva. Quedarse cruzado de
brazos esperando que el Reino se construya solo, eso es mesianismo. El mesianismo es la creencia pueril y propia de una mente esclava,
de una mentalidad que no es libre todavía, de esperar que Dios o su Enviado se
hagan cargo de la edificación del Reino. El
Reino de Dios no es una tarea que compete al Mesías y nosotros cruzaditos de
brazos, niños juiciosos y bobalicones ahí, mirando; la siembra –valga decir- la
expansión y consolidación del Reino; por el contrario, es competencia de todos
los que somos células del Cuerpo Místico de Cristo, a quienes el Sagrado
Corazón nos bombea la Energía Infatigable, y también Incontenible –aun cuando
discreta y nada espectacular- que trabaja sin cesar, dormidos o despiertos, de
noche o de día: progresa, avanza, crece y brota.
En
este mismo sentido se expresa San Pablo cuando menciona, al cierre de la perícopa
de 2 Corintios que leemos hoy: “Todos tendremos que comparecer ante el tribunal
de Cristo, para recibir lo que se debe por las cosas hechas mientras estuvimos
en vida, bueno o malo”. Es decir, que nuestra actuación no es intrascendente,
tenemos responsabilidad y deber de coherencia, de procurar εὐάρεστοι agradar al Señor.
Este
mensaje se nos dirige en primera persona, a cada uno de nosotros en el Salmo, “Tú
aumentas mis fuerzas como las del búfalo
y viertes perfume sobre mi cabeza” Sal 92(91), 11-12. Este verter aceite es un
ungimiento, que hace de cada uno un “Cristificado” (recordemos que Cristo es “Ungido”
en griego), el aceite de la unción blinda, nos hace invictos, nos fortalece; y,
ratifica nuestra heredad, no sólo Jesús fue “plantado en la Montaña más Alta”,
el Salmo nos invita a agradecer que “florecemos como palmas y crecemos como
cedros del Líbano. Están plantados en el templo del Señor; florecen en los
atrios de nuestro Dios… siempre estarán fuertes y lozanos” Sal 92(91), 13. Esta
bondad se nos otorga para el compromiso con el Reinado, no para disfrutarlo, no
para verlo hecho y derecho, sino para ayudar a gestarlo, para proteger su
germinación silenciosa, para aguardarlo con ansias, para esperarlo con total
paciencia, con paciencia divina, a la manera de Jesús que se negó a hacer
llover fuego del cielo a los que no los quisieron recibir, con ellos uso sólo
de tolerancia y longanimidad, clemencia y generosidad. Pero no cejó, siguió con
su misión, la que le había dado el Padre, la que hemos recibido –también nosotros-
de manos de Papá-Dios como heredad.
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