Solemnidad
de María Santísima, Madre de Dios
Nm 6, 22-27; Sal
66, 2-3. 5. 6. 8; Gal 4, 4-7; Lc 2, 16-21
«Somos madres de
Cristo cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por medio del
divino amor y de la conciencia pura y sincera; lo generamos a través de las
obras santas, ¡que deben brillar ante los demás para ejemplo!»
San Francisco de Asís
En 1968 el Papa Paulo VI instituyó la Jornada
Mundial de la Paz, proponiendo para tal efecto el primer día del año civil.
Este año 2016 celebramos su Cuadragésima Novena edición, con el lema “Vence la
indiferencia y conquista la paz”. Escuchemos cómo lo propone el Papa Francisco
en el primer párrafo de su Mensaje: «La paz es don de Dios, pero confiado a
todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica… no perdamos la esperanza de que 2016
nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la
justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos.»
«En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que “los
gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro
tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”[1], la
Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas
del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto»[2].
«En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la
Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo
cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y
testimoniar la misericordia, de «perdonar y
de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias
existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin
caer «en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo
e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye»[3]
El romano-argentino Pontífice nos llama a enfrentar
la “globalización de la indiferencia”…«la indiferencia provoca sobre todo
cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de
paz con Dios, con el prójimo y con la creación.»[4] «Conscientes
de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de
reconocer que,… se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que
testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre
es capaz.»[5] Lo
que más nos interesa de esta cita del Mensaje papal para la Jornada Mundial son
los tres valores sobre los que pivota la construcción y el esfuerzo de un
corazón pacifista en el mundo y la hora que nos ha tocado vivir, y estos son: compasión,
misericordia y solidaridad. Son las herramientas de la paz, a un tiempo que,
los antídotos de la indiferencia en su escalada globalizante.
¿Están todos los corazones igualmente dispuestos
para vivir estas virtudes? Sin embargo, sin discriminar ni descalificar a nadie,
«Los de la ciudad, los de los poderes, los instalados, los de las cosas, los
que “no son gente”, esos siguieron dormidos en sus laureles. A esos no les tocó
el rocío de la mañana. A esos no se les puede despertar a media noche. ¡Acaban
de acostarse rendidos de tanto trabajar!»[6]
¿A quién nos dirigiremos? Quienes son nuestros
destinatarios privilegiados? Pues no nos toca dar la respuesta a nosotros.
Vayamos al Evangelio y miremos ¿a quién se quiso dirigir Nuestro Señor?, ¿a
dónde apuntó su opción preferencial?: «En la noche de la historia los testigos
fueron una buena gente, los pastores. Gente despreciada, gente tenida por
marginados. Fueron testigos de la Buena Nueva, de la Gran Noticia, los que
vivían despojados de todo, -en eterno éxodo-, los que dormían al sereno de la
noche. Fueron testigos del don de María al mundo los que tenían el corazón
lleno de estrellas, como las que cubrían su cuerpo, los que estaban
acostumbrados a ver la luz en la oscuridad de la noche.
En la noche escucharon la Gran Noticia. Y en la
noche les llovió Paz. Porque eran buena gente. Paz porque ya la llevaban en su
corazón sin poderes. Ellos descubrieron la nueva Estrella, el Mesías esperado…
De su misma raza fueron los que descubrieron la señal. Pastores como Abrahán,
como Moisés, como David… La señal del Mesías, Rey, Sacerdote y Profeta, es una
mujer. Es una madre. Es una virgen.»[7]
¡Esta Virgen-Madre es la Madre de Dios! En su ejercicio maternal,
su corazón vivió un doloroso éxodo que lo fue traspasando como espada, hasta
llegar al pie de la cruz, donde nos recibió como sus hijos, desde ese momento,
en adelante, para siempre. El Catecismo ha rescatado el esplendor de la Lumen
Gentium para explicarnos que María es, en consecuencia de su maternidad de
Jesús, también Madre Nuestra y Madre de la Iglesia: En el numeral 1655 del
Catecismo de la Iglesia Católica leemos: “Cristo quiso nacer y crecer en el
seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que
la "familia de Dios". Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia
estaba a menudo constituido por los que, "con toda su casa", habían
llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8). Cuando se convertían deseaban también
que se salvase "toda su casa" (cf Hch 16,31; 11,14). Estas familias
convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente”.
Avancemos otro paso, vayamos a los numerales 964 y 965: 964
El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con
Cristo, deriva directamente de ella. "Esta unión de la Madre con el Hijo
en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción
virginal de Cristo hasta su muerte" (LG 57). Se manifiesta particularmente
en la hora de su pasión:
«La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y
mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de
Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio
con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a
la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Finalmente,
Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas
palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27)» (LG 58).
965 Después de la Ascensión de su Hijo, María "estuvo presente
en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones" (LG 69). Reunida con los
apóstoles y algunas mujeres, "María pedía con sus oraciones el don del
Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra" (LG 59).
Bajo el acápite María icono escatológico de la Iglesia, en
el numeral 972, encontramos este iluminador texto: “Después de haber hablado de
la Iglesia, de su origen, de su misión y de su destino, no se puede concluir
mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la
Iglesia en su misterio, en su "peregrinación de la fe", y lo que será
al final de su marcha, donde le espera, "para la gloria de la Santísima e
indivisible Trinidad", "en comunión con todos los santos" (LG
69), aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su
propia Madre:
«Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en
cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud
en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor,
brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de
consuelo» (LG 68).
¿Acaso María fue constituida en Madre de Dios, Madre nuestra y
Madre de la Iglesia simplemente para que ella detentara estos honrosos títulos?
¿Para que nosotros viviéramos sujetos bajo su hiperdulía? ¡No, y mil veces no!
«¿Dónde encontrar a Dios? ¿Qué rostro tiene Dios? ¿Cómo emprender un camino, un
éxodo hacia el Dios verdadero? Desde la noche de Belén, desde las pajas y los
pañales y el pesebre, desde la joven al lado del niño acompañada por otro
joven, José, Dios se escapa a lo establecido, a lo viejo, a lo hecho, a lo ya
encontrado. Dios, en Jesús, se ha hecho nuevo: Buena Nueva para el corazón
joven, para el corazón en ritmo del Espíritu… María es lugar imprescindible
para encontrar a Jesús. María es la nueva casa de Dios donde se encuentra al
Emmanuel. María es el signo, la señal, la estrella que anuncia el día. Ella
conduce a Jesús. Ella es Buena Noticia de la Gran Noticia. Ella es “gente
sencilla y humilde”, a quien Dios ha revelado su gran secreto: Jesús»[8]
«Ella, la Madre, ha aglutinado a la comunidad dispersa, ella ha
hecho unidad de la primera comunidad creyente, ella ha creado la armonía entre
los hombres que su Hijo había escogido para ser sus testigos en el mundo… María
sabe que el amor de Dios se da en la unidad, en el encuentro de los hombres… Es
la comunidad orante con María quien va a dar origen a la Iglesia. Es la comunidad orante con
María quien va a atraer de nuevo la fuerza del Espíritu, pues donde está María
se hace presente el Espíritu y donde está la comunidad se hace presente el
Espíritu… Volver al origen de la comunidad de Jesús es ir a sus raíces. Volver
a la pureza de la comunidad cristiana es encontrarse con Pentecostés. Es
encontrarse con el fuego que purifica y el viento que remueve y renueva todo»[9]
Siguiendo la propuesta de San Francisco esta sería la misión: asumir,
también nosotros los que nos sentimos discípulos de Jesús, el rol maternal;
asumir con tal intensidad este “seguimiento” como si Jesús fuera, más que
nuestro Hermano Mayor, nuestro propio hijo, «… recibir el Espíritu y la Palabra
divina en nuestro corazón, hacerla crecer en nosotros por la oración y el amor,
dar a luz a Cristo en el mundo mediante nuestras buenas obras y la atención
maternal a nuestros hermanos»[10]. Lo que
nos lleva de nuevo a los tres valores que neutralizan la indiferencia: compasión,
misericordia y solidaridad; que son los rasgos de los constructores de Paz.
[4]
S.S. Francisco. MENSAJE DEL PAPA PARA LA XLIX JORNADA MUNDIAL POR LA PAZ. Vaticano,
8 de diciembre de 2015.
[5]
Ibid, # 7.
[6]
Mazariegos, Emilio L. EN ÉXODO CON MARÍA. Ed. San Pablo. Santafé de
Bogotá-Colombia 1997. p. 38
[7] Ibidem.
[8] Ibid, p. 41
[9] Ibid, pp. 127-128
[10]
K. Esser, TEMAS ESPIRITUALES (Col. Hermano Francisco 9), Oñate, Ed. Franciscana
Aránzazu, 1980, p. 295