EN ÉXODO CONTÍNUO
Ba 5, 1-9; Sal
125,1-2ab.2cd-3.4-5.6; Flp 1, 4-6. 8-11; Lc 3, 1-6
Lo que más nos
bloquea en el camino es la desconfianza de que el bien que Dios nos promete sea
posible (cf. 1, 18.20). La fe, el primer don de la misericordia de Dios, colma
este barranco, porque da la certeza de que sucede lo que le es imposible al
hombre.
Silvano Fausti
Se
puede decir “Venido del Cielo”, pero no caído del Cielo. “Caído del Cielo” no
puede ser la fórmula para acercarnos a la Persona de Jesús. No faltan quienes
han tratado de mostrar a Jesús como un “platillo volador” caído del cielo, no
del Cielo; como si Él fuera alguien
desconectado del marco histórico, puesto allí en medio de “cierto” contexto,
con unas enseñanzas sacadas de “por allá”, de “quien sabe dónde”. Mientras
otros –no pocos- han querido ver en Él un iniciado en el esoterismo oriental,
según estos, Jesús habría sido “entrenado” en el lejano oriente. Otros
prefieren enviarlo a estudiar al occidente algunos a Inglaterra –puede ser con
los druidas- y su viaje habría estado motivado por un pariente que era
comerciante. San Juan Bautista nos permite verlo, en cambio, en total
continuidad en la línea de la fe israelita. Juan el Bautista es –como se suele
decir- el último de una serie de profetas cuya misión fue la de anunciar la
llegada del Salvador. Así nos presenta San Lucas a Juan Bautista, en 1, 17:
“Irá por delante [προέρχομαι] con el espíritu y el poder de Elías,
para reconciliar a los padres con sus hijos, a los rebeldes con la sabiduría de
los rectos [δικαίων] (honrados);
así le preparará al Señor un pueblo bien dispuesto”. Dadas las condiciones en
las que el Salvador escogió manifestarse, era preciso que tuviera un
“indicador” para que la genta lo pudiera reconocer; era preciso que lo
antecediera un profeta, para que la gente al mirar supiera lo que estaba viendo
y a Quien estaba viendo; Juan el Bautista lo presenta como el “Cordero de
Dios”, anunciando así su papel oblativo. Digamos de paso que otros evangelistas
apelan a diverso expediente para señalar cómo Jesús brota de la entraña misma
de la comunidad Israelita, por ejemplo, al recurso de la genealogía, para así instruirnos
en el continuo judeo-cristiano: El mensaje que traerá el Mesías no proviene de
recóndito origen, está en la línea de las enseñanzas que el pueblo de Dios
recibió –paulatinamente- como Revelación.
«El
cristianismo no es una religión mítica cuyo fundador se pierde entre las
leyendas que carecen de arraigo sólido en la historia. Nuestra redención ha
tenido lugar en tiempo de un gobernador romano perfectamente identificable
dentro de los anales humanos. Poncio Pilato que administró la Judea en nombre
de Roma, del año 27 al 37 de nuestra era. Este entronque pleno del cristianismo
con la historia es uno de sus rasgos más característicos.»[1] «Lucas en la introducción a la historia del
Bautista, en el comienzo de la vida pública de Jesús, nos dice en tono solemne
y con precisión: “El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo
Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes virrey de Galilea, su hermano Felipe
virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio
de Anás y Caifás…”(3,1s). Con la mención del emperador romano se indica de
nuevo la colocación temporal de Jesús en la historia universal.»[2]
«Juan
vivió en el desierto desde niño. Probablemente en el monasterio de Qumrán con
los cenobitas del desierto de Judea, esenios, que ahora nos son bien conocidos
gracias a los sensacionales descubrimientos de las grutas del mar Muerto.»[3] «Juan habita en el
desierto para indicar que el estado continuo de la vida del hombre es el del
éxodo: debe salir constantemente de toda esclavitud y caminar hacia la promesa
de Dios, sin ninguna garantía fuera de su fidelidad.»[4]
Ahora
bien, Juan no se limita a “profetizar”. Juan va más allá, y es que el
profetismo no se conforma con la etapa crítica, la etapa de demolición sino que
la misión consiste también en “arrancar y
derribar, para destruir y demoler, y también para construir y plantar”. (Cf. Jer,
1,10b) No se resigna con la denuncia sino que da pasos efectivos para construir
y plantar. ¿Qué es lo que planta y construye Juan Bautista? ¡El bautismo! Como nos propone José Antonio Pagola, «cuidar mejor lo
esencial sin distraernos en lo secundario; rectificar lo que hemos ido
deformando entre todos; enderezar caminos torcidos; afrontar la verdad real de
nuestras vidas para recuperar un talante de conversión. Hemos de cuidar bien
los bautismos de nuestros niños, pero lo que necesitamos todos es un «bautismo
de conversión»; βάπτισμα μετανοίας εἰς ἄφεσιν ἁμαρτιῶν, Lc 3,3 donde se
presenta nuestra muy querida palabra: μετανοίας que
podríamos traducir por arrepentimiento, penitencia o, más exactamente, conversión.
No consiste en ir y meterse al agua, sumergirse y volver a emerger: ¡Esa es la
parte ritual! Lo “profético, en realidad está en el compromiso que propone Juan
el Bautista, en cambiar profundamente, en intentar con todas las fuerzas no
volver sobre los ἁμαρτιῶν: los “pecados”. «Ser bautizados significa
sumergirse, ir a fondo. El bautismo representa el destino de toda realidad
humana, que de todos modos se hunde y es engullida en el abismo del cual ha
sido extraída. El bautismo indica este reconocimiento de la limitación propia
de la criatura que se reconoce como mortal. A la aceptación de la propia muerte
simbólica, que se expresa en la inmersión en el agua, se añade el renacimiento[5],
representado en el momento de salir a flote. Por consiguiente, el bautismo es
la aceptación de la muerte, y al mismo tiempo su contestación en el deseo de la
vida. Es la señal típica de la condición del hombre: sólo él reconoce que no es
Dios, porque es mortal, pero también desea ser como Él, es decir, inmortal,
porque ha sido creado a su imagen y semejanza. Juan invita a un bautismo de
conversión. No se trata simplemente de un rito. Implica realmente un cambio de
mentalidad y de vida.»[6] «Cuando se sumerge en el agua del bautismo, “el que se
convierte” testimonia, con su inmersión-emersión, que en lo sucesivo quiere ser
otro, vivir como un ser purificado, convertir su camino torcido en un camino
recto.»[7]
Así la perícopa evangélica tiene una óptica
doble: Podemos mirarla como “escuchas” de Juan el Bautista, pero a la vez, nos
conmina a recibir el ejemplo catequético-evangelizador-profético de Juan el
Bautista. Es cierto, estamos llamados a practicar un bautismo de conversión –y
a la vez- hemos recibido la tarea-misión pastoral de prepararle el camino al
Señor, abrirle un camino recto: «También las palabras sobre los montes que hay
que rebajar, los barrancos por colmar y los pasos tortuosos por hacer rectos, podríamos
hoy entenderlas así: “Toda injusta diferencia social entre riquísimos (los
montes) y paupérrimos (los barrancos) debe ser eliminada o al menos reducida;
los caminos tortuosos de la corrupción y del engaño deben ser enderezados”»[8].
Pero esta misión es torpedeada consecutivamente por el desaliento y el
desánimo. Con frecuencia inusitada nos ataca una especie de flojera-pesimismo,
las ideas que lo envuelven y lo refuerzan suenan a ‘la gente tiende a lo malo’,
‘no vale la pena tratar de anunciar “la verdad” de la fe’ es que el ser humano
está “caído” y “la cabra tira para el monte”’ esa es la voz del Desalentador.
Escuchemos ahora la Voz del Espíritu Santo, Henrí Lubac nos traslada así su
mensaje: «…Todo lo humano tiene siempre defectos. Nunca, en ninguna síntesis,
está todo en absoluta coherencia, de igual modo que en la naturaleza de las
cosas nunca hay círculos o cuadrados perfectos. Pero, ¿por qué suponer de
antemano que los pensamientos y las obras del hombre se comportan como un cesto
de manzanas, en el que la presencia de tan solo una que esté podrida es
suficiente para que todo el resto se pudra? ¿Por qué apostar que el elemento
defectuoso de un pensamiento sea siempre su elemento dominante, elemento fuerte,
el que arrastrará a todos los demás el día de mañana? ¿Por qué no creer nunca
en la fuerza de lo verdadero y del bien, en la posibilidad de que se enderecen,
o más aún, que se trasformen profundamente, que se “conviertan”, los elementos
menos buenos bajo la acción de los mejores»[9]
«Se nos pide que creamos que el Reino de Dios
influye en los asuntos humanos, aunque su influencia quede “oculta” en la vida
diaria. Pero aunque se trate de una influencia invisible y nada dramática, esta
presencia Divina puede cambiar la rutina de lo cotidiano y la gente puede
entregar por completo su vida al Reino…»[10]
«Jesús… es consciente de hasta qué punto los hombres son capaces de intrigas y
maldades, pero también de que existe un poder, el de Dios, que es capaz de
suscitar actos que nada tienen que ver con conductas malvadas, crueles o
absurdas que esperamos de los demás; precisamente, esas acciones son las que
permiten a los discípulos experimentar la presencia del Reino.»[11]
«La voz le da consistencia a la palabra, la palabra le da sentido a la voz. Así
cada uno de nosotros como el Bautista, debe ser la voz cuya palabra es Cristo.»[12]
[1]
Bravo, Ernesto. LA BIBLIA HOY. Ed san Pablo. Santafé de Bogotá – Colombia 1995.
p.272
[2]
Benedicto XVI. JESÚS DE NAZARET PRIMERA PARTE DESDE EL BAUTISMO HASTA LA
TRANSFIGURACIÓN Ed. Planeta S.A. Bogotá- Colombia 2007 p. 33
[3]
Bravo, Ernesto. Op. Cit. p. 233
[4]
Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE LUCAS. Ed. San Pablo.
Bogotá- Colombia 3ª Ed. 2014. p. 81
[5] En
el texto que tenemos a la vista, en este lugar se lee “reconocimiento”;
consideramos que se trata de una errata, puesto que esa palabra allí no
conviene.
[6] Ibidem
[8]
Cantalamessa, Raniero ofm. cap JUAN EL BAUTISTA, PROFETA DEL ALTÍSIMO. II Domingo de Adviento, Ciclo C.
[10]
Perkins, Pheme. JESÚS COMO MAESTRO. LA ENSEÑANZA DE JESÚS EN EL CONTEXTO DE SU
ÉPOCA. Ed. El Almendro Madrid-España 2001. pp. 82-83
[11]
Ibid. p.84
[12] Fausti,
Silvano. Op. Cit. p. 82
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