2 S 7,1-5. 8b-12.
14a.16; Sal 89(88), 2-5. 27.29; Ro 16,25-27; Lc 1, 26- 38
El Evangelio empieza ante una puerta
de una fonda en Belén y un posadero.
-¿No habrá una habitación para esta noche?
- Ninguna cama libre; todo lleno.
Y Dios pasó de largo. ¡Qué pena, posadero!
José María Pemán
¡Proclamaré
sin cesar la misericordia del Señor! Proclamar sin cesar es como el sentido de
la vida del salmista, y se vuelve también el sentido de nuestra vida. El verbo
hebreo original es שִׁיר que
se refiere a la acción de cantar. ¿Qué es lo que canta? אֱמוּנָה la misericordia,
más aún, su constante misericordia, su fidelidad, su permanencia
inquebrantable. El propio Dios lo declara por boca del salmista: le hice un
juramento a David y con él sellé un pacto… y jamás le retiraré Mi Amor, ni
quebrantaré ese pacto. Sabemos que esta fidelidad a la palabra empeñada se ha
perdido, ya no se estila ser fiel a la palabra dada; pero, en este caso es la
Palabra de Dios, esa Palabra no bien pronunciada se cumple por que en los
Labios de Dios no hay discontinuidad entre el decir y el hacer, sino
simultaneidad: Lo Dicho es Hecho. Así, la perícopa del Salmo es un oráculo
mesiánico: עַד־עֹ֭ולָם אָכִ֣ין זַרְעֶ֑ךָ
“Te fundaré un linaje perpetuo” Sal 89(88), 4.
En la perícopa del Segundo Libro de Samuel
nos encontramos la intención de David de construirle una “casa” al Señor (léase
“templo”), en cambio Dios –por boca del profeta Natán- declara que seré Él
Quien le dé una “casa” (léase “linaje”, “descendencia”, “dinastía”). Los
cananeos tenían una tradición de erigir templos, mientras el Dios de David
había sido un Dios trashumante, que caminaba y acampaba con su pueblo en una
“Tienda”. Allí se inserta la promesa de hacer partir de David un linaje: אֶֽת־זַרְעֲךָ֙ אַחֲרֶ֔יךָ אֲשֶׁ֥ר יֵצֵ֖א מִמֵּעֶ֑יךָ וַהֲכִינֹתִ֖י
אֶת־מַמְלַכְתֹּֽו׃ וַהֲקִימֹתִ֤י “…Engrandeceré a tu hijo, retoño, venido de
tus entrañas… Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí, y tu trono
será estable eternamente”. (2 s 7, 12b. 16.).
Ese retoño, descendiente de David es el
Mesías. Y, nosotros nos estamos preparando en Adviento, precisamente para el
Advenimiento del Mesías. El Mesías tiene tres rasgos distintivos: a) Es de la
“casa” de David, b) Gobernará eternamente y c) Es Hijo de Dios. Precisamente el
Evangelio nos confirma que en Jesús se dan las tres características. Que es de
descendencia davídica está expresado cuando dice que el arcángel vino a
presentarse a una mujer prometida a “José, descendiente de David”; luego, en el
verso 33 dice: “gobernara sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no
tendrá fin” lo que cumple el segundo requisito; y en el verso 35e leemos: διὸ
καὶ τὸ γεννώμενον ἅγιον κληθήσεται Υἱὸς Θεοῦ. “el niño que nazca será
santo y será llamado Hijo de Dios”, lo que da cumplimiento al tercer requisito
para ser Mesías.
El Mesías es el sello distintivo de la
“Misericordia” del Señor. Cuando el prototipo humano, Adán, falló y cedió a la
tentación, en ese mismo momento, Dios se apiadó, sus
entrañas de Dios-Padre-Madre “segregaron” ese “instinto”
protector-cuidador-salvador y dijo (recordemos la Fidelidad de la Palabra
Divina) “Haré que tú (la serpiente) y la mujer (aluda a la Santísima Virgen)
sean enemigas, lo mismo que tu descendencia y su descendencia. Su descendencia
te aplastará la cabeza, y tú le morderás el talón”(Gn 3, 15).
Por
eso, ante el fracaso del prototipo, viene Dios-hecho-hombre a re-crear
todo. Como se dice popularmente “borrón y cuenta nueva”. Adán estaba hecho a
“semejanza”, Jesús –en cambio- es el mismísimo Dios, no se le parece sino que
es perfectamente el propio Dios.
El Adviento está
acompañado por ciertas figuras bíblicas que nos sirven de espejo, de referente;
nos contestan a la pregunta ¿a mí que me toca?, porque siempre el texto bíblico
nos habla de un “deber ser” una ética y de un “deber hacer” una praxis. Estas
figuras son San Juan Bautista, San José y Santa María Virgen. Hoy en particular
es la imagen de la Virgen-Madre la que nos inspira el deber ser-hacer: Santa
María es modelo de humildad, de discipulado, de evangelizadora. María es
representativa de los humillados por triple partida: por pobre, por niña, por
mujer; el arcángel no va a buscarla al palacio, ni al templo, la busca y la
encuentra en su casa. Pero Dios no la avasalla, le pide permiso, por boca de
San Gabriel, la invita a ser co-participe de la historia de salvación porque la
Redención nos implica, nos vincula, nos abre la puerta a participar, a dar
nuestro aporte a ese “Evento-Salvífico”, y ella, -aquí está ausente cualquier
verticalismo impositivo- podría decir no, pero acepta, “cúmplase” γένοιτό, pronuncia el “Fiat”,
acoge la Voluntad de Dios, como toda la humanidad debiera acogerla: Ἰδοὺ ἡ δούλη Κυρίου·
γένοιτό μοι κατὰ τὸ ῥῆμά σου. “Aquí está la sierva
del Señor, cúmplase en mi lo que has dicho” Esta es la fórmula de la
plenitud-obediente [la palabra central y fundamental en la perícopa de la Carta
a los Romanos que leemos este Domingo es ὑπακοή “obediencia”], María representa la raza humana dispuesta, abierta a la
historia de salvación, arriesgada a construir el Reino, a cumplir la Voluntad
de Dios. Y, entonces sí, sucede la Encarnación del Mesías.
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