ES TEMPLO PARA QUE NOSOTROS
SEAMOS PIEDRAS VIVAS DE ESE TEMPLO
Ez 47,1-2.8-9.12; Sal 45; 1 Cor 3,9-13.16-17; Jn
2,13-22
"Cuando
recordemos la Consagración de un templo, pensemos en aquello que dijo San
Pablo: ‘Cada uno de nosotros somos un templo del Espíritu Santo’. Ojalá conservemos nuestra alma bella y limpia, como le
agrada a Dios que sean sus templos santos. Así vivirá contento el Espíritu
Santo en nuestra alma".
San
Agustín
Toda la Liturgia gira en torno al tema del
Templo. Ya Ezequiel señala el Templo como fuente de alimento y medicina, o sea
que el templo es nutricio (el alimento eucarístico) y fuente de salud, es
sanador, es Salvador (alude a la sangre y al agua que brotó del costado
traspasado de Nuestro Señor, Nuestro Redentor). También el Salmo pertenece al
grupo de los “Canticos de Sión” que ensalzan la Ciudad de Jerusalén («El
símbolo de Jerusalén como ciudad expresa comunidad, pueblo, humanidad
organizada; hoy diríamos: relaciones humanas o proyecto de sociedad.»[1]) y la Magnificencia de su
Templo. En el Evangelio, Jesús siempre nos enseña a ver las cosas de otra
manera, de una manera “nueva” en el sentido de no verlas como cosas mundanas,
comunes y corrientes, sino descubrir detrás de la cotidianidad las excelencias
espirituales que están contenidas, su trascendencia. El templo por su
grandiosidad puede hablarnos de la grandeza de Dios, pero guardadas las
proporciones sólo puede insinuarla escasamente. Representa en su elocuencia
arquitectónica un discurso majestuoso, y
sin embargo, se queda corto.
Jesús nos muestra que Él es –su Persona- en
lo sucesivo, el verdadero y único Templo desde el cual podemos adorar a Dios; y
es que en El Templo que es Jesucristo, ¡Y sólo en Él! se expresa la Divina Majestad
del Señor.
Pero nosotros estamos llamados a ingresar en
ese Templo no como visitantes, tampoco como simples orantes que allí entran,
sino como Piedras Vivas, tejiendo nuestro ser, huesos, sangre y nervios, con el
Ser de Jesucristo, entrando a formar parte de ese Templo, y cada uno de
nosotros un Ladrillo-viviente, una piedra-orante, gloriante, glorificante. La
perícopa de la Primera a los Corintios nos lo dice muy explícitamente: “¿No
saben que son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” 1 Cor
3, 16a. (Sin descuidar, además, que nuestra conciencia es el Sagrario. Cf.
Gaudium et spes #16)
Piedras Vivas quiere decir que no se limitan
a formar paredes, sino que son-piedras-cantantes capaces de entonar himnos y
salmos, y cantar la Gloria de Dios por los siglos de los siglos. Somos -siguiendo
la senda del Divino Maestro- Templo y Masa-Coral de adoración para El Cordero
que fue inmolado y que “es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría,
la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” Ap 5,12. Cantar Salmos no
significa formar un corito muy entonado, sino un compromiso de ser Iglesia
Militante.
Por eso, hay una denuncia que hace Jesús: La
profanación del Templo. ¿Cómo lo profanan? Al convertirlo en un οἶκον ἐμπορίου mercado; un
mercado con todas las de la ley: vendedores de ovejas, de bueyes, de palomas y
cambistas de monedas, porque –no lo podemos olvidar- la moneda corriente era la
del Imperio, pero no se podían hacer ofrendas en el Templo con moneda romana, así
que allí nos encontramos con las mesas de los cambistas, y a Jesús, con su
gesto rotundo, sin medias tintas, que derriba las mesas y riega las monedas. Lo
que está denunciando es todo aquello que no permite que el ser humano lo sea a
cabalidad, con plenitud: la explotación y el consumismo. El Templo podía haber
sido construido con un Santo propósito pero ahora, ese propósito se ha torcido,
el objetivo cultual se ha traducido en la avaricia mercantilista, en el apetito
voraz del acumulador, del especulador. Vemos que a todo lo largo de los
Evangelios, varias veces se alude a Jesús como un profeta, muy seguramente
porque el profeta no sólo anuncia sino que además denuncia la injusticia que es
capaz de torcer lo que empezó siendo Santo, lo que al principio era lugar
consagrado.
La enseñanza de Jesús nos
conduce, no solo a ver el Templo como un bonito sitio de piedad y rezo. Jesús
nos enseña un compromiso profético: ¡No tener miedo! ¡Denunciar cuando hay que
hacerlo! Aun cuando eso signifique que Λύσατε τὸν ναὸν “supriman
este santuario” Jn 2, 19c, (léase, “que lo maten a uno”). Es un riesgo que
tiene que correr el verdadero-profeta. Pero, conforme nos lo enseña el Salmo
45: «Con nosotros está Dios el Señor» Sal 46(45), 7(8).
Toda esta enseñanza tiene una
metáfora arquitectónica: El Templo. Por eso hoy celebramos la consagración de la
Basílica de Letrán, porque el 9 de noviembre de 324, el Papa Silvestre -después
de adaptarlo- consagró este Palacio que le había regalado el Emperador
Constantino, apareciendo así la Primera Basílica de la Cristiandad, que -por otra parte- es, además, la Catedral del
Papa. La palabra Basílica del griego βασιλική, significa «casa del Rey», de nuestro único Rey que es Dios.
Pero lo que cuenta no es el Templo por sí mismo, es el Templo y la Eucaristía
que en él se celebra; pero tampoco está completo el culto si falta el pueblo
para que tribute ese culto; tampoco es culto sincero si falta el compromiso profético
de la denuncia, porque la fe completa es el trabajo tesonero por la
construcción del Reino y ello implica, necesariamente, dar todos los pasos,
para que la Justicia de Dios resplandezca.
«”En el templo
se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó” Mt 21, 14. Al comercio de
animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone su bondad sanadora. Esta
es la verdadera purificación del templo. Jesús no viene como destructor; no
viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica
a quienes son relegados al margen de la propia vida y de la sociedad a causa de
su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza
del amor.»[2]
Podemos concluir con Ezequiel “Todo ser viviente que se mueva por donde pasa el
torrente, vivirá. Ez 47, 9. El torrente es la sangre saneadora de Jesucristo.
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