Hch 6, 1-7; Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19 (R.: 22); 1Pe 2, 4-9; Jn 14, 1-12
καὶ οὐκ ἔστιν ἐν ἄλλῳ οὐδενὶ ἡ σωτηρία· οὐδὲ γὰρ ὄνομά ἐστιν ἕτερον ὑπὸ τὸν οὐρανὸν τὸ δεδομένον ἐν ἀνθρώποις ἐν ᾧ δεῖ σωθῆναι ἡμᾶς.
“Ningún
otro puede proporcionar la salvación; no hay otro nombre bajo el cielo,
concedido a los hombres que pueda salvarnos.”
Hch
4, 12
Él, Norte, Centro y Eje
La centralidad de Jesús, su importancia como eje existencial,
el hecho de ser respuesta a todas nuestras preguntas es esencia y fundamento de
nuestra fe. Y sin embargo, “importancia” y “centralidad” tienen que ser
explicados y entendidos para que signifiquen algo, para que sea –más que una
frase de cajón o una fórmula verbal que pretende decirlo todo y no dice nada-
un eje práctico, aplicable, orientador, para que ser cristiano sea un llenar de
sentido lo que de otra manera es un sin-sentido. En los momentos cruciales de
nuestra vida cobra protagonismo la urgencia de entender cómo es Jesús eje, meta, modelo y respuesta de los
grandes interrogantes que la vida nos plantea.
Su radical importancia está interpretada por la triple
afirmación: Jesús es importante porque Él es Camino, Verdad y Vida. Jesús es
una forma de vida, Jesús es inspiración para superar el gran vacío del
“individualismo”. Jesús nos articula con los más cercanos, con nuestros
prójimos, superando la abstracción del humanismo que idealiza al “Hombre” pero
trata con desprecio y hasta con crueldad al ser de carne y hueso, al que está
allí con nosotros, vive y sufre a nuestro lado, el que nos siempre colma
nuestras expectativas, especialmente porque no es como nos lo imaginamos. Jesús
nos muestra su cercanía, su aprobación, por el hombre con su lepra, con sus
vicios y “pecados”, no nos habla de un hombre perfumado, emperifollado, nos
habla de pescadores, de “funcionarios” estatales que recaudan impuestos, de
prostitutas, de seres capaces de “traición”, en fin, escoge como última
compañía, la de bandidos y muere a su lado. Y, sin embargo, todo lo ha hecho y
todo lo ha apostado, precisamente por ellos. «Khalil Gibran escribe en el
profeta: “A menudo escucho que os referís al hombre que comete un delito como
si él no fuera uno de vosotros, como si fuera un extraño y un intruso en
vuestro mundo. Más yo os digoque de igual forma que el más santo y el más justo
no pueden elevarse por encima de lo más sublime que existe en cada uno de
vosotros, tampoco el débil y el malvado puede caer más bajo de lo más bajo que
existe en cada uno de vosotros”.»[1] Viene al
caso tenerlo muy presente porque en esa potencialidad, tanto para el bien como
para el mal, duerme nuestra solidaridad humana, que es la raíz de la
fraternidad; aún el más “monstruoso pecador” lleva en sus venas algo de nuestra
sangre, esa genética que nos enlaza como hermanos, misma genética –que a pesar
de todo- nos permite, llegado el caso, decir Abba, dirigiéndonos a nuestro
Creador y amante Padre.
Jesús nos propone, sin embargo, un proyecto no cerrado sobre
esos cercanos, su propuesta no es ni exclusivista ni excluyente; no se conforma
dentro de los límites de la cercanía; se abre, propone llegar más allá, ir
donde otros, donde los diferentes, porque tienen otro idioma, quizás otra manera
de vestir y de pensar, hábitos y costumbres diferentes. Pero su propuesta es Πορευθέντες εἰς τὸν κόσμον ἅπαντα κηρύξατε τὸ εὐαγγέλιον
πάσῃ τῇ κτίσει Llevar la Buena Noticia (εὐαγγέλιον) a todas las criaturas; no
se limita a un pueblo, ni a una raza, su amplitud es la de los brazos abiertos,
la de la acogida al que es “diferente”, por todos los rincones del mundo(κόσμον). Es
una propuesta católica (léase universal).
El da su vida, su propia vida para que nosotros
tengamos vida, se entrega, sin guardarse nada. Su generosidad no da lugar a
“cajas fuertes”, no escatima, no reserva nada, no se guarda, no esconde, ni
acapara, supera con creces todo egoísmo, toda avaricia. Se da, se entrega. Y,
precisamente da su vida para que nosotros tengamos vida, no cualquier clase de
vida, sino vida a manos llenas, vida pletórica, plena y plenificada. La que Él
nos propone es una vida abundante, sin menoscabos. “Yo he venido para que
tengan vida, y para que la tengan en abundancia”. Jn 10, 10b Entrega la propia
para comunicar vida a los demás; para que los demás puedan gozar de la
felicidad de estar vivos. Hasta el extremo de dar, no una vida provisional,
sino dar la vida con continuidad ilimitada, la vida eterna. Por eso decimos
sobre Él que ha vencido sobre la muerte y que la muerte ya no tiene dominio
sobre Él cfr. (Rm 6, 9). Comiendo su carne y bebiendo su sangre, adquirimos vida
nueva y participamos en la Resurrección (cfr. Jn 6, 54).
Él es “la Verdad”, pero una vez más, nada de
abstractos. No es ni un tratado de filosofía, ni un diccionario, ni una
enciclopedia. Ni siquiera escribió por su puño y letra alguna obra. Él se auto-propone
–porque el Padre nos lo ha propuesto- como desciframiento de todos los enigmas,
como contestación a los interrogantes, como norte en nuestro mapa. Sus acciones
nos permiten formulas decisiones para nuestro quehacer vital-existencial. Su verdad es tal que nosotros al obrar podemos
lícitamente preguntarnos cómo lo habría hecho Él o qué habría hecho en tal o
cual situación, y sin dudarlo, proceder en consecuencia.
Sin embargo, pensar y decidir según la manera
de Jesucristo tiene un condicionante: Habernos compenetrado con Él, lo que
logramos sencillamente por medio de un doble ejercicio a) la lectura y
meditación muy frecuente de la Sagrada Escritura, meditación que no es un
ejercicio solipsista de leer e interpretar según mi gusto, mi capricho, mi modo
de ver y entender; no, se trata de procurar una lectura comunitaria, con el
apoyo de un grupo Bíblico, de un sacerdote, de mi párroco, de un catequista
debidamente preparado; y, b) rogar al Espíritu Santo para que me conduzca, me
ilumine, me regale para esa lectura el Don de la Sabiduría.
Otra forma de leer puede llegar a ser,
inclusive, peligrosa, desorientadora, más malo el remedio que la propia
enfermedad. Lecturas solitarias –en vez de conducirnos por la vía salvífica-
pueden sentenciarnos, definitivamente, al extravío. Y no olvidemos nunca que
los documentos más confiables para conocer a Jesús son los Evangelios y el
Nuevo Testamento integro, que nos habla de Él, aun en forma indirecta,
mencionando lo que sus discípulos vieron y compartieron, y que Él les enseñó.
«Hacia la nueva y definitiva Creación
En la primera creación, el espíritu aleteaba antes de que el
cosmos existiera. Dios crea al hombre del polvo de la tierra a su imagen y
semejanza para hacer alianza de amor con él. Quiere que los hombres se
encuentren con él hasta llegar a la comunión total y hacernos sus hijos.
La creación encuentra su plenitud en el cumplimiento de las
Promesas, en la alianza o salvación divina. De este modo “Cristo es imagen de
Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col 1, 15). El hombre, “hecho
a imagen de Dios”, también será creado conforme a Jesucristo, en quien se
cumple cabalmente la Nueva Alianza. La creación inicial se inserta en la
voluntad de Dios de hacer alianza salvífica con el hombre. La alinza de Dios
con los hombres, en Jesucristo es el fin último por el que nos creó. La
creación y la redención son inseparables en la mente y en el corazón amoroso de
Dios: “Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que
fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Movido por
su amor, Él nos destinó de antemano, por decisión gratuita de su voluntad, a
ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, y ser así un himno de
alabanza a la gloriosa gracia que derramó sobre nosotros, por medio de su Hijo
querido” (Ef 1, 4-6).
En los orígenes, Adán fue sacado de la tierra virgen y
recibió el mundo para que lo dominara. Al llegar la plenitud de los tiempos,
Jesús nace de María, tierra virgen fecundada por el Espíritu Santo, Jesucristo
ha entrado en la historia como nuevo Adán y ha sido constituido cabeza de la
humanidad y heredero de todas las cosas (cfr. Ef 1,10).
Los hombres somos regenerados en esta nueva creación que se
expresa en el misterio de Cristo: germina en la encarnación y brota con su
muerte y resurrección. Esta regeneración en ciernes, florecerá en Pentecostés,
aunque sólo como inicio e inauguración, puesto que aún no ha sido concluida.
Hemos sido salvados por Jesucristo pero vivimos esta salvación sólo en la
esperanza, y con la ayuda del Espíritu que ayude en nuestra, “pues nosotros no
sabemos orar como es debido y es el mismo Espíritu el que intercede por
nosotros con gemidos que no se pueden expresar” (Rom 8, 26). Mientras tanto, en
este preludio, el hombre recreado y la creación entera gimen en espera de la
resurrección definitiva el último día (cf. Rom 8, 22-23).
Hacía este fin glorioso camina nuestra historia, que avanza
en el espacio y en el tiempo, mientras “esperamos cielos nuevos y tierra nueva”
(2Pe 3, 13) que nos evoca, como anticipo, el libro de la revelación: “Y vi un
cielo nuevo y una tierra nueva. Habían desaparecido el primer cielo y la
primera tierra y el mar ya no existía… Y dijo el que estaba sentado en el
trono: Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 1-5).»[2]
El Cuerpo Místico de Cristo (Señor, que
sea capaz de salir de mi cascarón)
Jesús
conquistó la vida eterna, no para sí mismo, porque Él ya la poseía desde toda
la eternidad; la consiguió para nosotros, para compartirla. Así es todo lo de
Dios, Quien nada necesita puesto que es el Dueño de todo y de nada carece, pero
todo lo que tiene lo dona, dios es generosidad, es abundancia, es plenitud.
Así
nos incorpora en Sí, nos rescata y nos une a Él, nuestras vidas pasan a ser
vida en Él, nuestro ser se hace célula de su Cuerpo Místico. Él es –para seguir
una comparación arquitectónica- Jesús es la piedra angular, pero nosotros
tenemos la oportunidad de entrar a formar parte de ese Edificio, pasando a ser
Piedras vivas.
«Señor, Dios, que vienes a mí,
concédeme la gracia de sentirme y de
vivir
como piedra viva de tu santo templo.
Concédeme la voluntad
de tomar parte en la vida de tu
Iglesia
para caminar junto a ti y a mis
hermanos
sin inútiles nostalgias
y con los ojos bien abiertos hacía el
futuro.
Concédeme, Señor, la fuerza
para salir cada día de mi cascarón
para estar presente y participar
activamente
donde se crea la vida,
donde se concretiza el amor,
donde se construye el camino de la
libertad,
donde se ensancha el espacio de la justicia,
donde se hacen brillar hasta las
migajas de la verdad,
donde se engrandecen
las habitaciones de la esperanza, de
tal manera que contribuya
al nacimiento de un mundo unido
como Tú estás unido al padre y al
espíritu Santo,
como Tú estás unido a cada uno de
nosotros,
sin importar que estemos dispersos por
el mundo.
Amén.[3]
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