Is
58, 7-10; Sal 112(111), 4. 5. 6-7. 8a-9 (R.: 4a); 1Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16
Señor,
Ayúdame a no esconderme,
a seguir alumbrando los cruces de la vida
para que sea siempre más seguro el andar
de todos mis hermanos y de cada hermana mía.
Amén.
Averardo Dini
No somos la luz, pero podemos alumbrar con la Luz de Cristo
Nuestra
responsabilidad consiste en conservar la luz, mantener la oscuridad bajo
control -para irla derrotando gradualmente-, lo que implica “contagiar la luz”,
pasarla de mano en mano, cuanto más se distribuya y se amplíe el círculo de los
que la han recibido, mayor será la garantía de que la luz nunca se acabe, de
que el desenlace sea Luminoso. Llevemos un poco más allá la analogía: cuando se
prenden dos, tres, o cuatro velas, la luminosidad que se genera es mucho más
del doble, del triple y del cuádruple. Frente a un siglo de tiniebla, se
requieren muchas manos que se acerquen a Jesús y recojan Su Luz, con su propia
vela, y la lleven allende todas las fronteras. De quien son las manos que
recogen la Luz, ¡son las manos de los Discípulos-Misioneros!
¿Qué
significa “Cuerpo Místico de Cristo”? Es cuando todos unimos nuestras manos
para “Ser Él”, que entre todos derrotamos la oscuridad. El aporte de cada uno
es valioso en esta guerra entre la Luz y las Tinieblas. Jesús no tiene manos, y
depende de nuestras manos para servir, acariciar, atender, construir el Reino.
El sacramento de la alegría
«Algunas
personas no se entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y
entonces para ellos es inútil esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a
privar de mis comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado
importante?». Con esa actitud se vuelve imposible ser misioneros… El Evangelio
nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar, «el Señor
colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20)…
Su
resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado
el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer
los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable… Cada día en el mundo
renace la belleza, que resucita transformada a través de las tormentas de la
historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de
hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía irreversible.
Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de
ese dinamismo.
…
Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los
brazos que cuando los baja definitivamente dominado por un descontento crónico,
por una acedia que le seca el alma. Puede suceder que el corazón se canse de
luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de
reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces, uno no baja los brazos,
pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el
mensaje más hermoso que tiene este mundo, queda sepultado debajo de muchas
excusas.
La
fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es
capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal
con su poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso
en la historia «en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los
fieles» (Ap 17,14). Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya
está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas
maneras: como la semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran
árbol (cf. Mt 13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa
(cf. Mt 13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt
13,24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez,
lucha por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes
gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la
resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque
Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la
esperanza viva!
Como
no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la
convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en
medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de
barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es
saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente
será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible,
inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos,
pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que
no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna
de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor
a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa
paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces
nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no
es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización
humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a
nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida.
Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar
del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra como quiere,
cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos, pero sin pretender ver
resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria.
…
Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar
a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos
oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en
cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos!»[1]
«Julien
Green, cuando la idea de la conversión comenzaba a rondarle la cabeza, solía
apostarse a la puerta de las iglesias para ver los rostros de los que de ella
salían. Pensaba: Si ahí se encuentran con Dios, si ahí asisten verdaderamente a
la muerte y resurrección de alguien querido, saldrán con rostros trémulos o
ardientes, luminosos o encendidos. Y terminaba comentando: "Bajan del
Calvario y hablan del tiempo entre bostezos."»[2]
Esta
anécdota de Julien Green nos hace todavía más conscientes de nuestra enorme
responsabilidad, que podemos alejar a muchos, que podemos enfriar a los que ya
estaban calentándose, a los que estaban a punto de “convertirse”, ¡qué
terrible!, ¡qué perdida! Que alguien que estaba a punto de llegar, se devuelva,
se arrepienta, se vuelva a enfriar. ¡Que llevemos siempre su Luz entre nuestras
manos, es más, que nuestras propias manos se incendien y sean teas luminarias!
(A la mayor Gloria de Dios).
No
nacimos para ser sal insípida, sólo útil para botar a la basura. No nacimos
para vivir debajo de una olla, de un balde, de un celemín. Nacimos, a la vida de
la fe, para ser difusores de la Buena Nueva, de esa noticia feliz que nos
invade hasta el último poro de esperanza, de optimismo, de confianza en el
Amigo-que-nunca-falla.
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