Gn
15, 5-12.17-18; Sal 26,1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14; Fil
3, 17-4,1; Lc 9, 28b-36
Como sólo Dios debe ser
escuchado, habla bajo y como quiere. El menor ruido ahoga su voz.
Julian Green
Puede
ser que para muchos hablar de la Transfiguración en estos momentos resulte escandaloso
y evasivo, como una especie de ausentismo de la realidad. Para muchos sólo hay
que preocuparse de la Pandemia, de la Guerra en Ucrania y del proceso electoral
en Colombia. Ellos dirán que es una irresponsabilidad estar pensando en un
momento de cierto “personaje” que subió a un monte con tres Discípulos, que se
lo imaginaron Resplandeciente. A ellos -con ternura fraternal- los convidamos a
subir hoy, junto al Señor de Señores, a quien Dios ha dotado con el poder para dominar todas las cosas
(Cfr. Flp 3,21). La invitación es para entender que sólo Él (no os vayáis a
reír con disimulo) puede desenredar la madeja trabada (¡daos real cuanta!). No
se trata de quedarnos encandelillados con el brillo refulgente de sus
vestiduras, sino -mejor aún- de escucharlo con oído agudo y con el corazón
supremamente atento.
El
Domingo anterior tuvimos ocasión de degustar y aquilatar la importancia de la
Palabra de Dios. Vimos que el Malo también conoce la Palabra y que en
oportunidades lo que hace con ella es tergiversarla. Toma la Palabra y la
deshilacha en girones para camuflar en las motas descuajadas su ponzoña. Lo que
Jesús nos enseña es cómo re-contextualizar, volver a insertar la cita
descuajada con sus referentes aledaños (para interpretarla con coherencia), y
así volver a hilvanar los flecos para recomponer el Manto de su Verdad: ¡La
Palabra de Vida!
Este
domingo -2do de Cuaresma- es Dios mismo quien nos exhorta a escuchar a Jesús,
su Hijo, el Elegido: En la Oración Colecta rogamos a Dios Padre que alimente nuestro
espíritu con su Palabra, para capacitar nuestra vista a la visión del Rostro
Divino, porque sólo los ojos que alcanzan la limpidez podrán contemplar su Faz
Radiante sin enceguecer.
El
tema del Encuentro con Dios es el de alcanzar a ver y discernir a Quién nos
encontramos, y no pretender ver lo que esperábamos ver. Muchas veces queremos que Dios sea conforme a
nuestras expectativas, o según nuestra imaginación, queremos un Dios hecho “sobre
medidas”, y ¡claro está! según nuestras medidas. Eso es lo que nos encontramos
en los discípulos, aún los más cercanos (Pedro, Santiago y Juan), y todos los
que estaban esperando la llegada del Mesías, aguardaban todo lo contrario de lo
que Dios es. Difícil y duro dejar a Dios ser Dios. Eso es obediencia, confianza
y fidelidad.
Es
curioso, porque Dios siempre dio pistas para que lo esperáramos revestido de
suavidad, dulzura, ternura. No se insinuó como fuerza violenta, ni auguró un
rostro prepotente y tiránico. Es cierto
que se mostró poderoso, pero su poder no era de la fuerza por la fuerza, sino
más bien, el de la suavidad del viento. Sí, sobre las pistas que nos ofreció
–desde el principio- está el encuentro con Elías: Dios ni estaba en el viento
huracanado, ni en el terremoto, ni estaba en el fuego, ¿Dónde estaba Dios? ¡En
la brisa apacible! (Cfr.1Re 19).
El
encuentro con Dios nos lleva a “desacomodarnos” de nuestros prejuicios sobre
Él, pero también nos saca de nuestro nicho confortable, que es la mismísima
modorra espiritual, y –así como hace la mamá con sus gorriones- los impulsa al
vuelo. Además, nos propone un vuelo hacia las “alturas”, simbolizadas por esos
“montes” bíblicos, donde el ser humano alcanza sus más “altos” vuelos. En esos
montes, nuestras alas despliegan el poder del águila. Entre esos montes tenemos
el Moriah, el Horeb, Sión, el monte de los olivos y el Gólgota. «… se nota
siempre en Lucas, la atención al lugar: el desierto, un lugar aislado, la montaña,
la noche, el Getsemaní, el Calvario (Lc 6, 12; 9,18; 9,28; 11,2-4). Humanamente
hablando son los lugares de las soledades más profundas y más dramáticas: son
las soledades ofrecidas por la naturaleza o causadas por la vida.»[1]
Sí,
vale la pena ser enfáticos: Dios nos impulsa a salir, nos llama primero que
todo al éxodo. El éxodo tiene un valor purificativo, es dejar atrás vicios,
liberarnos de las manías inherentes a vivir en la esclavitud y sus malsanas
costumbres; 40 años vagando por el desierto es “toda una vida”. Y es muy interesante
que el motivo que le dio a Abram para salir, haya sido la promesa de “una
tierra”: Así, ¡El hombre vaga toda la vida buscando llegar a “la tierra
prometida”!
«…
esto es lo que sucede a la comunidad cristiana cada vez que se reúne en
oración, sobre todo para la sagrada liturgia eucarística del Domingo. Cada uno
de nosotros debería decir como Pedro: ¡Qué bien se está aquí, con el Señor y
con los hermanos!»[2]
Claro que el “encuentro” con Dios ofrece a los labios las mieles más dulces;
pero, no podemos pretender quedarnos allí, es absurdo querer hacer tres
“tiendas” para quedarse empozado en el “encuentro”, eso es no saber lo que se
está diciendo. ¡Una barbaridad! Eso es malversar el impulso vital que mana del
“Encuentro”. Si el Señor nos sale al encuentro es para dinamizarnos, para
motivarnos, para activarnos, para movilizarnos. Y después, inmediatamente
después, bajar del monte.
Sí,
nos es lícito conservar en los labios la miel de esa experiencia, sus suaves y
acaramelados almibares nos impulsarán siempre; quien los ha probado ya no
quiere descansar hasta arribar a esa tierra “que mana leche y miel”. En verdad,
en verdad, que la experiencia del encuentro con Dios en lo alto de la montaña,
vaticina –desde ya- que en el ADN de nuestra vida espiritual está el gen de la
inmortalidad.
Así
es. El encuentro alude y augura la resurrección; y no sólo la de Jesucristo,
sino la nuestra, que Él nos ganó al precio de su propia Sangre, para que
vivamos firmes en la certeza… οὐρανοῖς ὑπάρχει, ἐξ οὗ καὶ Σωτῆρα ἀπεκδεχόμεθα
Κύριον Ἰησοῦν Χριστόν, “del
cielo, de donde esperamos que venga nuestro Salvador Jesucristo”. ¿Para qué lo
aguardamos? Para que nos haga copartícipes de su resurrección: ὃς
μετασχηματίσει τὸ σῶμα τῆς ταπεινώσεως ἡμῶν σύμμορφον τῷ σώματι τῆς δόξης, o sea, para que trasforme nuestro cuerpo miserable en un
cuerpo glorioso. Es, siguiendo esta vía que nuestro cuerpo alcanzará la
“perfección” de ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo: «… a Abraham: “Yavé
se le apareció y le dijo: ‘Yo soy el Shaddai, anda en mi presencia y sé
perfecto’”».[3] No fuimos creados para
terminar en barro o en polvo, Dios que nos pensó desde la eternidad, no nos
llama al peregrinar (o “vagabundeo”, depende de cómo lo vea usted) de la vida
para que al final, nos sumerjamos en la nada, sino para que alcancemos esa tierra de promisión que es un cuerpo
glorioso semejante al Cuerpo de Cristo; y aquí es donde viene todo su poder, el
de transformarnos porque se le ha dado dominio sobre todas las cosas: κατὰ τὴν ἐνέργειαν τοῦ δύνασθαι αὐτὸν καὶ ὑποτάξαι αὑτῷ τὰ
πάντα.
«La presencia de Moisés y de Elías que conversan con Jesús
indica el dialogo indispensable de los discípulos con las Escrituras, un
dialogo que vence el sueño del egoísmo y permite escuchar la voz de lo alto,
voz que abre los ojos y el corazón para reconocer a Jesús como salvador nuestro
y del mundo.»[4] Su poder, el que “reveló”
durante su Transfiguración, será del que hará uso para “glorificarnos” junto a
Él, elevándonos a la gloria, que es su Gloria. Por ese ADN espiritual y sus
reverberaciones es que “el corazón nos invita a buscarlo y buscándolo estamos”,
como lo proclama el Salmo 26 de la liturgia de este Domingo. El Señor ha hecho
una “Alianza” con nosotros, y nos ha asegurado vastísimas posesiones, de un
confín al otro de la tierra. Seámosle fieles, armémonos de valor y fortaleza
para perseverar en esa fidelidad.
Pero esta hermosísima
vivencia tan reconfortante, esperanzadora a la vez que prometedora se da en un
marco de oración. Ya el primer versículo de la perícopa nos informa que Jesús
había ἀνέβη
εἰς τὸ ὄρος προσεύξασθαι. “subido al monte para hacer
oración”. «El verbo “oraba” aparece a
menudo en el tercer Evangelio: diecinueve veces el verbo “proseúchesthai” (Lc 11,1) (orar, implorar); y ocho veces el verbo “deistai” (pedir, implorar Lc 5, 12).»[5]
La experiencia de Abrahán
tanto como la Transfiguración son experiencias de “encuentro”, de
“conversación”, son Teofanías o Cristofanías,
donde Dios nos presta su Amistad y nos regala su Presencia y se nos manifiesta
y revela para encender nuestra fe con los más vivos fuegos y llevarnos a vivirla
con hechos y con compromiso ilimitado, de tal manera que nuestro ejercicio de
la fe no sea llama de un momento sino permanencia de toda una vida; para que no
seamos hoy fuego y mañana tibieza o frialdad. Que la llama de nuestro amor a
Dios se pueda comunicar en la continuidad y en la duración indefinida, hasta el
último aliento.
Si saboreamos la Eucaristía
a fondo reconoceremos que es una Cristofanía, porque es una verdadera
Transfiguración del Pan y del Vino. Gocemos y paladeemos -con corazón
contemplativo- lo que se dice en la Oración Post-comunión: “Te damos gracias,
Señor, porque al darnos en este Sacramento el Cuerpo Glorioso de tu Hijo, nos
haces participes, ya en este mundo, de los bienes eternos de tu Reino.
[1]
Masseroni, Enrico. ENSEÑANOS A
ORAR. UN CAMINO A LA ESCUELA DEL EVANGELIO. Ed. San Pablo. Santafé de
Bogotá Colombia 1998. p. 81
[2]
Paglia, Vincenzo. UNA CASA RICA EN MISERICORDIA. EL EVANGELIO DE LUCAS EN
FAMILIA. Ed. San Pablo. Bogotá-Colombia. 2016 p. 63
[3]
Loew, Jacques. EN LA ESCUELA DE LOS GRANDES ORANTES. 2da ed. Narcea S.A. de
ediciones. Madrid-España 1977 p. 211
[4]
Paglia, Vincenzo. Loc. Cit.
[5] Masseroni, Enrico. Op. Cit. p.80.
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