1R
3,5.7-12; Sal 118, 57.72.76-77.127-130; Ro 8, 28-30; Mt 13, 44-52.
Caracterización de la
Sabiduría.
Te
damos gracias, Jesús, porque nos propones tu amistad;… nos ofreces una relación
verdadera, real, contigo, de la que depende cualquier otra relación con los
demás.
Carlo
María Martini
Los reyes del Reino de Dios no son reyes de capa de armiño y
corona de oro, tampoco su reinado los pone sobre los demás, no es uno que gobierna; en el Reino de Dios,
todos reinan, todos sirven, todos se afanan por ser el último, tampoco hay uno
que quiere quedar de últimas para que se volteen a ver al rey “colero”. Todos
se abajan, todos practican con sincero corazón la humildad, todos lavan con
ternura los pies de sus hermanos. Se supera la cultura del “mejor” y se aprende
la kénosis (κενόω) valga decir, el anonadamiento: "Que cada uno tenga la
humildad de creer que los otros son mejores que él mismo. No busque nadie sus
propios intereses, sino más bien preocúpese cada uno por los demás. Tengan unos
con otros las mismas disposiciones que estuvieron en Cristo Jesús: El, siendo
de condición divina, no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se redujo a
nada, tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres. Y
encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente
hasta la muerte, y muerte en una cruz."(Fi 2, 3b-8)
Hay un elemento profundamente hermoso y sólidamente pedagógico en la petición de Salomón: Salomón no pide Sabiduría, así no más, lo que pide es un discernimiento del bien y del mal –y no cualquier discernimiento, no se trata de una capacidad puramente intelectiva, de una sabiduría metafísica- sino un discernimiento que le sirva para “gobernar a tu pueblo,… para administrar justicia”. Nosotros leemos en esta petición el anhelo de tener un corazón sabio y prudente una espiritualidad que quiere servir a la caridad, que quiere ser como el mismo corazón de Dios, un corazón Misericordioso, porque el corazón de los hijos debe parecerse al corazón del Padre. La sabiduría a la que aspira Salomón –y a la que debemos aspirar todos los creyentes- es una sabiduría no eminentemente teórica- sino orientada a una praxis, a una ortopraxis; él se sabía puesto por Dios en una misión “pastoral”: “Tú has hecho rey a este siervo tuyo”.
La Primera Lectura, tomada del Primer libro de los Reyes, nos
cuenta lo que pidió Salomón a Dios cuando se le presentó en una visión onírica:
Pidió
לְהָבִ֖ין que es el verbo discernir, entender, actuar sabiamente, en una
traducción que tenemos a mano encontramos así: “dame un corazón atento”; lo
cual está muy estrechamente relacionado con el verbo שָׁמַע oír, escucha obediente, eso es lo que le pide Salomón al
Señor; se trata del mismo שְׁמַ֖ע que el Señor le pide a Israel en Deut 6,4:
Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios, es el único Señor.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda
tu fuerza. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu
corazón; y diligentemente las enseñarás a tus hijos, y hablarás de ellas
cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y
cuando te levantes.
Y las atarás como una señal a tu mano, y serán por insignias entre tus
ojos. Y las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas.
Leamos con “corazón atento” lo que significa:
Escuchar no es un despliegue de oído agudo, sino un ejercicio comprometido del
corazón. El corazón se compromete AMANDO; si este “Pueblo Escogido” quiere
escuchar a Dios, oírlo obedientemente, lo que tiene que hacer es “Amar al Señor-Dios
con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza”, en un despliegue
total, de todas sus facultades. Hacer del Amor a Dios el eje fundamental de cada
latido: ¡Barro dócil en Manos del Alfarero!
¡Aún hay más!: Nosotros, que hemos sido puestos en
la sucesión davídica, por ser hermanos de Jesucristo, quien es hijo de David
(Lc 18, 39b), hijos todos del mismo Padre, tenemos que pedir a Dios la
sabiduría para “gobernar a su Pueblo”, es decir, para lidiar con amorosa
paciencia en las relaciones con nuestros semejantes. Es eso lo que agrada a
Dios que nosotros le pidamos: no que le pidamos vida larga, ni riqueza, ni
liquidar a los “enemigos”, porque –perdónesenos la reiteración- ¡todos somos hijos
del mismo Padre! ¿Cómo podemos –ante ese parentesco- visualizar a alguien como
enemigo? Estimar y aquilatar con mayor delicia los preceptos que Dios nos ha
regalado que “miles de monedas de oro y plata, aquí viene relievado el rasgo de
una sabiduría que valora, que aprecia. Destaquemos que la palabra “gobierno”
viene de κυβερνέιν kubernein,
que en griego era la palabra para significar “pilotar una embarcación”, esto
es, conducirnos con control en las “dulces” relaciones con nuestros semejantes;
sólo con el desgaste de la palabra por acción del tiempo y por extensión fue que
esta derivó haciéndose cargo de designar la función política de manejo del
estado y su correspondiente gabinete ministerial.
Queremos insistir un poquitín en la temática de ser
sucesores de David, porque para nosotros la consanguinidad de David le
corresponde a Jesús, pero dejamos de lado el carácter transitivo de nuestro
linaje personal. Tenemos que cobrar una consciencia pujante sobre la triple
unción bautismal como Sacerdotes, Profetas y Reyes; y, reconocer que nuestra
realeza es –precisamente- en la línea davídica, tan lo es, como nuestro
Sacerdocio está en la línea de Melquisedec y nuestro Profetismo tiene su
raigambre en el propio Jesús. Somos reyes, pero –volvemos a trillar el mismo
trigo- para ser Misericordiosos, no para ser déspotas autócratas, amos de
látigo y férula, sanguijuelas pegadas a las venas de nuestros “siervos”, olvidando
que “el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos”
(Mc 10, 44). Nosotros, que somos de la estirpe Davídica, debemos –como en la mejor faceta
de Salomón- ansiar sabiduría para gobernar con corazón dócil.
Entonces, el Domingo anterior nos llamaba a
reconocer la importancia y la urgencia de la Sabiduría, y este Domingo se nos
explica con lujo de detalles que la sabiduría no es erudita, sino tierna y
misericorde; que no es oficio y prebenda de escribas, sino dulzura hospitalaria
y compasiva. El Evangelio nos da unas notas que caracterizan esa Sabiduría: Nos
explica que lo vende y lo deja todo (sabiduría que valora, que aprecia), porque
al reconocer el verdadero tesoro se alegra. Esa alegría no puede nacer de otra
fuente que de la inspiración del Espíritu Santo. Es Él quien hace de la
Voluntad Divina sus delicias (Sal 119(118), 77cd.) Por esa razón, nos aclara
San Pablo en su Epístola a los Romanos, “sabemos que a los que aman a Dios todo
les sirve para el bien” (Rm 8, 28). Si no logramos amarlo, todo nos duele, no
queremos renunciar a nada vano, porque hasta lo vano nos parece más importante,
más apetecible; en cambio, sus Mandatos nos suenan deleznables, flojos,
temporales. No se anda en la sabiduría sino que se discurre en la necedad.
Aquí, pedimos permiso para una disgreción, –en la
perícopa de la carta a los Romanos- hay una palabra “problema” para nosotros
los creyentes, que somos tan adversos a los temas pre-determinísticos, dado que
ellos nos robarían toda libertad verdadera. Se trata de la palabra προορίζω
que traducimos por “predestinó” y que efectivamente muchas veces se
traduce acertadamente así. En algunas versiones leemos, en vez de predestinó,
“de antemano conoció”; en otra, aún leemos “a los que había destinado”. Sin
embargo, parece que lo que quiso significar San Pablo, en el fragmento de hoy,
significa más otra acepción de προορίζω que se refiera a “dispuso”, mejor dicho, que
“lo hizo capaz de”. Así, podríamos quizás traducir: “A los que capacitó, los
llamó, a los que llamó los justificó, a los que justificó, los glorificó”. Que
es más acorde a nuestra perspectiva de que Dios nos da aquello que requerimos
para podernos realizar a plenitud alcanzando nuestra plenificación de hombres
nuevos en Cristo-Jesús.
Pero volvamos sobre las notas características
de la Sabiduría que nos da el Evangelio. Un comerciante
en perlas finas, no se trata de un
profano en el tema, sino de todo un especialista, que puede distinguir entre
fina y vulgar, entre barata y cotizada; este rasgo de la verdadera Sabiduría
nos conduce de nuevo a Salomón, quien pidió poder “discernir” el mal del bien,
la sabiduría conduce a una experticia para el discernimiento. «Mediante el
ejercicio continuo del “dokimazein”[1]
el hombre nuevo, creado en Cristo Jesús, se convierte en una persona unificada
en inteligencia y corazón, en comprensión y en generosidad, en teoría y en
práctica.»[2]
Así pues, la Sabiduría que busca el discípulo de Jesús sabe discernir
claramente. El perito en los temas del reino evita la volubilidad, la
inconstancia, la vanidad y la superficialidad. Lo que se nos propone es más
bien una especie de “alpinismo” que exige constancia, tesón, empeño sin desmayo,
se trata de la constancia discipular del buscador de perlas finas; y, quizás
también por eso, se nos llama y se nos invita siempre a “profundizar”, para no
quedarnos a ras de la superficie. Esa profundización nos conduce hacia donde
propone el Salmista: “la explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a
los ignorantes”. El “alpinismo” es una ascenso a la “profundidad” de la
Palabra, allí iremos a beber del Manantial de la Sabiduría.
Hay todavía tres notas más sobre la Sabiduría
que estamos llamados a glosar:
La primera: En la misma línea del Domingo anterior
donde se permite la coexistencia de la cizaña con el trigo bueno, también hoy
se nos recalca que la red “recoge toda clase de peces”; porque nuestra Santa
Iglesia no es una comunidad de los perfectos, no se trata de una asamblea de cátaros,
«Bernanos solía decir que daba gracias a Dios de que la Iglesia no fuera
perfecta, porque si lo fuera él ni siquiera se atrevería a entrar en ella y se
quedaría a la puerta dándole vueltas a la gorra»[3]
La segunda, nos habla de lo escatológico. No es que
el discernimiento no implique separación. No que no se haya de segregar
“buenos” de “malos”, no que todos –indiferentemente- correrán la misma suerte.
No que unos no merezcan ir a los cestos y los otros “se tiren”. Pero, recordemos
la parábola del Domingo previo, serán los ángeles los encargados de esa
discriminación, y para eso debemos aguardar el tiempo de la siega, será
entonces, cuando arrastren las redes a la orilla y se sienten a separar. Dicho
en otras palabras, la sabiduría es paciente, espera que llegue el tiempo de
Dios, se pone a su ritmo, porque no somos jueces, sino “amigos”. Eso sucederá
al συντελείᾳ τοῦ αἰῶνος “final del tiempo”, los ángeles ἀφοριοῦσιν separarán, el verbo está en indicativo
futuro-activo.
Para concluir, miremos esa tercera nota
característica: queremos referirnos al padre de familia que va sacando del arca
lo nuevo y lo antiguo. Para llegar al “hombre nuevo” no basta lo nuevo, hay que
ἐκβάλλει “ir sacando” de ambos. Demos un ejemplo, Jesús
nos indicó en el Sermón del Monte que Él no había venido a derogar la ley y los
profetas sino a πληρῶσαι plenificarla.
Entendamos que la Biblia no está para descuartizarla y –con una óptica
simplista- amputarle el Primer Testamento. Así, por ejemplo, el Salmo 119(118)
de donde proviene el Salmo responsorial de esta Liturgia, nos habla de la Ley
de Dios, dándole muchos y variados nombres: promesas, preceptos, sendas,
decretos, estatutos, palabras… Se trata del Salmo más extenso de los 150, es un
salmo de 22 estrofas (Salmo alfabético con una estrofa por dada letra hebrea),
cada una de ellas de ocho versos. Si se entrega a un “escriba inexperto en
cuestiones del reino”, le parecerá farisaica, en el sentido despectivo. Sin
embargo, «La Ley para un hebreo, no era este código jurídico, rígido, de
“permitido y prohibido”, trasmitido por la herencia romana. La Ley era el más
bello regalo de Dios, el don de Dios al Pueblo que Él amaba, con el que había
hecho Alianza. El hombre sin Ley, es un hombre abandonado a sí mismo, que no
sabe cómo comportarse, que no conoce las normas de su propio ser….»[4].
Pero el “Padre de familia” va sacando del uno y del otro, «Ningún moralista de
la historia relacionó como Jesús la “obediencia” y el “amor”… no olvidemos que
el único mandamiento, la única voluntad de Dios, es que nos amemos… Cuando dos
personas se aman, están ligados la una a la otra por una especie de Ley, pero
una Ley que no tiene nada que ver con los juridismos, o los formalismos:
“Puesto que te amo, me siento íntimamente obligado a escucharte, a darte gusto,
a cumplir tus deseos. Dime que deseas. Seré feliz haciéndolo”»[5]
La búsqueda del Reino, la búsqueda de la Sabiduría,
la búsqueda del tesoro y de la perla preciosa –nos lo ha enseñado nuestra fe-
no es la búsqueda de una idea preclara, sino el discipulado de la Persona que
los encarna que los vive y nos permita vivirlos, que nos los ofrece en heredad:
«Quiero contarles un hecho que me impresionó mucho, una historieta antigua que
leí durante unos ejercicios en lengua copta, que se habla en el Antiguo Egipto,
que se estudia en el Bíblico para profundizar mejor en el conocimiento del
Nuevo Testamento. En esa lengua se han conservado bellísimas sentencias de los
primeros Padres del desierto, que sabían narrar con pocas palabras situaciones
humanas muy profundas.
En este episodio se dice que un tal fue donde uno
de estos Padres del desierto y le dijo: Padre mío, tú que tienes tanta
experiencia, explícame ¿por qué vienen al desierto tantos jóvenes monjes, y
después muchos se devuelven; por qué perseveran tan pocos? Entonces el anciano
monje dijo: “Mira, sucede como cuando un perro corre detrás de las liebres,
ladrando. Muchos otros perros, oyéndolo ladrar y viéndolo correr, lo siguen.
Pero solamente uno ve la liebre; pronto sucede que los que corren sólo porque
el primero corre, se cansan y se detienen. Solamente el que tiene ante sus ojos
la liebre, sigue adelante hasta alcanzarla”. Así, dice el anciano monje,
solamente quien ha puesto los ojos verdaderamente en el Señor crucificado, sabe
en realidad a quién sigue y sabe que vale la pena seguirlo.»[6]
[1]
“Discernimiento” en griego
[2]
Matos, Henrique Cristiano José. LA VIDA CONSAGRADA A LA LUZ DE LA
ESPIRITUALIDAD PAULINA. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 2000. p.
46
[4] Quesson, Noël. 50 SALMOS PARA TODOS LOS DÍAS. Tomo II. Ed.
San Pablo Santafé de Bogotá D.C.-Colombia 1996. pp. 190-191
[5]
Ibid
[6]
Martini. Carlo María. EVANGELIO ECLESIAL DE SAN MATEO. Ed. San Pablo Santafé de
Bogotá-Colombia. 1996 p.77
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