Sab 11, 22-12, 2; Sal 144, 1-2. 8-9. 10-11. 13cd-14 (R.:
cf. 1); 2Tes 1, 11-2, 2; Lc 19, 1-10
Dios
es indulgente con el hombre. No espera mucho de él; sólo una trepadita al
árbol.
Arturo
Paoli
Jesús,
a la vez que te pide ir a tu casa, como hizo con Zaqueo, te llama por tu
nombre. Tu nombre es precioso para él. El nombre de Zaqueo evocaba, en la
lengua de la época, el recuerdo de Dios.
Papa
Francisco
Zaqueo «Es la única persona en los Cuatro Evangelios, que
toma la iniciativa de encontrarse con el Maestro gratuitamente: no tiene nada
que decir y nada que pedir»[1]. Y
verdaderamente que nos asombra todo lo que hace Zaqueo, pero nos asombra aún
más esa gratuidad con la que busca el encuentro. Tiene una curiosidad sana, no
prejuiciosa, no espera ratificar tal o cual idea prefabricada, va con el
corazón abierto de par en par para dejase sorprender por la Cristofanía; por
eso puede ver, porque no lleva los ojos vendados con conceptos
discriminatorios; todavía más, está dispuesto a jugársela toda para poderlo
ver, pase lo que pase, digan lo que digan.
Todo parece indicar que entre los orientales comerse los
frutos del Sicomoro equivale a comer desperdicios alimenticios, lavazas. Nadie
se subiría a un Sicomoro porque se prestaría a pensar que la persona ha tenido
que resignarse a comer lo que todos desechan. Y Zaqueo, pese a que “es rico”,
no tiene óbice alguno en treparse al susodicho συκομορέαν. Es claro que el
Sicomoro, que empieza a ramificarse y expandir su arborescencia muy abajo, lo
hace fácil de trepar para una persona de baja estatura, pero hay que ser
verdaderamente muy, pero muy humilde –en el marco de esa cultura- para encaramarse
en un sicomoro. La semana pasada vimos a un fariseo arrogante y a un publicano
humilde, capaz de reconocerse pecador, «El publicano,… hubiera podido
permanecer víctima de su culpa. A veces el pecado también pone la acechanza de
la desesperación o de un extraño silencio de la conciencia. Él, en cambio,
descubre inmediatamente la presencia liberadora del amor y se abre a la
confianza y al poder renovador de la oración. Cuando el corazón no opone
resistencias interiores o fortalezas defensoras, todo es posible: sobre todo el
don y la “novedad” de la salvación.»[2]; este
domingo XXXI nos topamos con otro publicano, esta vez con nombre propio Ζακχαῖος
Zaqueo (del hebreo Zakkai, significa "ser puro"), capaz de la máxima
humildad, que no se percibe si no recordamos cuánto se despreciaban en el
contexto judío los frutos de aquel árbol (aún quisiéramos anotar dos cosas más
sobre el Sicomoro: es un árbol de frondosas raíces que lo traban con el suelo
haciéndolo prácticamente in-arrancable; de otra parte, su madera es por así
decirlo “incorruptible”, muy difícilmente entra en el ciclo de descomposición,
por lo cual pasó a ser madera de ataúd, especialmente en Egipto donde se usó
para los entierros de las momias de Faraones y por esta vía devino signo de la
Resurrección. Hay árboles de perdición como aquel de la serpiente tentadora en
Génesis 3, 1-4; el Sicomoro es, simbólicamente hablando, árbol de vida, te
permite alzarte y ver a Dios que pasa por tu vida y te da Vida más allá de esta
vida. «Podemos imaginar lo que sucedió en el corazón de Zaqueo antes de subir a
aquella higuera, habrá tenido una lucha afanosa: por un lado, la curiosidad
buena de conocer a Jesús; por otro, el riesgo de hacer una figura bochornosa.
Zaqueo era un personaje público; sabía que, al intentar subir al árbol, haría
el ridículo delante de todos, él, un jefe, un hombre de poder. Pero superó la
vergüenza, porque la atracción de Jesús era más fuerte. Habréis experimentado
lo que sucede cuando una persona se siente tan atraída por otra que se enamora:
entonces sucede que se hacen de buena gana cosas que nunca se habrían hecho.
Algo similar ocurrió en el corazón de Zaqueo, cuando sintió que Jesús era de
tal manera importante que habría hecho cualquier cosa por él, porque él era el
único que podía sacarlo de las arenas movedizas del pecado y de la infelicidad.
Y así, la vergüenza paralizante no triunfó: Zaqueo —nos dice el Evangelio—
«corrió más adelante», “subió” y luego, cuando Jesús lo llamó, “se dio prisa en
bajar” (vv. 4.6.). Se arriesgó y actuó. Esto es también para nosotros el
secreto de la alegría: no apagar la buena curiosidad, sino participar, porque
la vida no hay que encerrarla en un cajón. Ante Jesús no podemos quedarnos
sentados esperando con los brazos cruzados; a él, que nos da la vida, no
podemos responderle con un pensamiento o un simple “mensajito”.»[3]
Observemos que Jesús, que conoce las intenciones del corazón
y lee en lo más profundo de cada uno de nosotros, sabe que Zaqueo se está
humillando, y el que se humilla será
ensalzado, así que, lo único que le pide Jesús es que se baje para que lo
invite a cenar en su casa, Zaqueo -“bajó aprisa y lo recibió muy feliz”- Lo acogió
en su morada. Si Jesús no fuera Dios, si fuera sólo hombre, tal vez habría
visto solo la superficie, lo exterior, y no habría reparado en la humildad de
aquel hombre, exactamente equiparable a la del publicano del XXX Domingo, cuya
oración era “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador”.
En Lc 19, 7 leemos “Al verlo murmuraban todos porque entraba
a hospedarse en casa de un pecador”,
este hospedarse, en griego es καταλῦσαι (que viene del verbo καταλύω que significa desatarle la carga al animal,
desensillar), se traduce por alojarse,
más estrictamente sería bajar la carga y desensillar la bestia, acciones que se
ejecutan cuando alguien se dispone a pernoctar en cierto lugar, eso era lo que
imaginaban los espectadores, los murmuradores, que Él se iba a quedar por esa
noche allí. Pero la intención de Jesús no era pasar allí una noche, era quedarse: με μεῖναι, del verbo μένω
permanecer,
residir, pasarse a vivir a un lugar permanentemente, como lo declara Jesús en Lc
19, 5; quedarse a vivir allí, en el corazón de Zaqueo, y ¡se quedó!
Zaqueo
va más lejos aún con su gratuidad. Sin que nadie se lo esté pidiendo, ofrece
dar la mitad de lo suyo a los pobres. Su corazón puro y arrepentido, sabe
desprenderse y, sabe desasirse en favor de los más necesitados, o sea, sabe acoger
a los “clientes” de YHWH y sabe que “cuanto hicisteis a uno de estos hermanos
míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.”.
En
el Domingo XXX leímos del capítulo 18 de San Lucas los versos 9-14, les
proponemos –para tender un puente, que leamos la perícopa inmediatamente
siguiente, los versos 18-27, para contextualizar la gratuidad de Zaqueo: «Uno
de los principales le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en
herencia vida eterna?” Le dijo Jesús: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno
sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No cometas adulterio, no mates, no
robes, no levantes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre.” Él dijo: “Todo
eso lo he guardado desde mi juventud.” Oyendo esto Jesús, le dijo: “Aún te
falta una cosa. Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y
tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme.” Al oír esto, se puso
muy triste, porque era muy rico. Viéndole Jesús, dijo: “¡Qué difícil es que los
que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello
entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios.” Los que
lo oyeron, dijeron: “¿Y quién se podrá salvar?” Respondió: “Lo imposible para
los hombres, es posible para Dios."» Aquel joven estaba amarrado, atado a
sus pertenencias, a sus posesiones.
En
Lc 19, 2 se nos informa que Zaqueo era muy rico, no obstante, Zaqueo es
desprendido, humilde y dadivoso: «El evangelio no aconseja vender y dar a los
pobres para que juguemos al personaje, dándonos como motivos el temor a una
revolución, el deber de evangelizar y ni siquiera la imitación; sino porque
sólo en la medida en que el hombre se despoja de cuanto lo enajena busca la
identidad consigo mismo y puede descubrir a Dios.» Nos dice Arturo Paoli en su
DIALOGO DE LA LIBERACIÓN.
Lo
hermoso es que le valió la pena porque lo encontró, lo conoció, lo tuvo en su
casa, le brindo alimento y le prometió que resarciría si había defraudado a
alguien con el cuádruplo. Jesús no le pidió nada, simplemente premio su
humildad, su Búsqueda de Dios, sus ganas de verlo por simplemente verlo, por
pura gratuidad como lo hemos dicho reiteradamente. Jesús nos descubre a Zaqueo como
hijo de Abrahán -«la fe nos dice que somos “hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1
Jn 3,1): hemos sido creados a su imagen; Jesús hizo suya nuestra humanidad y su
corazón nunca se separará de nosotros; el Espíritu Santo quiere habitar en
nosotros; estamos llamados a la alegría eterna con Dios. Esta es nuestra “estatura”,
esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de Dios, siempre»[4]- y que aquella munificencia
de su gratuidad le había ganado con creces la Salvación que aquella tarde entró
en casa de Zaqueo en la persona de quien no ve en él un estereotipo sino una
persona de carne y hueso, no un recaudador de impuestos sino un hombre humilde
que quería conocer el Rostro mismo de la Verdad y la Fuente de la Vida.
Hay
maneras y maneras de orar, muchas veces creemos que la oración es cuestión de
palabras, pero en diversas ocasiones hemos insistido en la oración como silencio,
como en el caso aquel de “yo lo miro y Él me mira” de un orante ante el
Sagrario, según la anécdota del Santo Cura de Ars. Hoy hemos reconocido a este
orante llamado Zaqueo, cuya oración consiste en una serie de acciones, las tres esenciales: procurar verlo, superar
las dificultades que se pudieran presentar por las propias limitaciones y
subirse al Sicomoro, el signo representativo de aquello que nos acerca a Dios. Estas
acciones separan dos instancias de la vida: la ejecutiva y la reflexiva; un momento
para subir al árbol y otro para aguardar que pasara Jesús, ese espacio de
espera es el meollo de la oración, allí se cocinó la conversión de Zaqueo, pero
ella no dio punto hasta cuando comprobó que Jesús lo amaba sin discriminación,
que había entrado a su casa, no como huésped temporal sino como Presencia-Fiel.
«Siempre habrá para el hombre dos momentos: el del trabajo y el de la atención;
el de la reflexión y el de la ejecución, que son las dos caras del acto
creador. Ambos momentos deben fundirse históricamente para que el hombre no se
pierda en la abstracción o en el empirismo, pero en el tiempo y en la calidad
deben quedar separados. Y aunque es cierto que el amor que se hace
contemplación y el que nos lleva a luchar por la libertad, son un único amor,
el momento contemplativo es el de la claridad, de la visión y del
descubrimiento del ser en el amor. No debemos pedirle a la oración ni más ni
menos que esto… La oración es un descubrimiento de lo esencial del amor. El
descubrimiento, muy en mi interior, de que soy amado. De que el hombre es
verdaderamente amado… es la victoria sobre la inutilidad. No una victoria
definitiva porque quien da con ella debe prepararse a perderla y a
reconquistarla a cada instante.»[5] «Esta es nuestra
“estatura”, esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de
Dios, siempre. Entendéis entonces que no aceptarse, vivir infelices y pensar en
negativo significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse
la vuelta cuando Dios quiere fijar sus ojos en mí; significa querer impedir que
se cumpla su sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto
o error que lo haga cambiar de idea.»[6]
La conversión de Zaqueo lo “purifica”
verdaderamente: de ser un expoliador se hace donante-desprendido. También
nosotros hoy, acompañando a Jesús por las calles de Jericó o, esperándolo
subidos en el sicomoro, recibimos la misma llamada: «Cuando en la vida sucede
que apuntamos bajo en vez de a lo alto, nos puede ser de ayuda esta gran
verdad: Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos
ama más de lo que nosotros nos amamos, que cree en nosotros más que nosotros
mismos, que está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los
“hinchas”. Siempre nos espera con esperanza, incluso cuando nos encerramos en
nuestras tristezas, rumiando continuamente los males sufridos y el pasado.»[7] La mirada de Jesús
traspasa el follaje y el entretejido de las ramas del sicomoro y descubre, en
lo tupido, el rostro del corazón orante abierto a la acogida del prójimo.
«Aquel día, la multitud juzgó a
Zaqueo, lo miró con desprecio; Jesús, en cambio, hizo lo contrario: levantó los
ojos hacia él (v. 5). La mirada de Jesús va más allá de los defectos para ver a
la persona; no se detiene en el mal del pasado, sino que divisa el bien en el
futuro; no se resigna frente a la cerrazón, sino que busca el camino de la
unidad y de la comunión; en medio de todos, no se detiene en las apariencias,
sino que mira al corazón. Jesús mira nuestro corazón, tu corazón, mi corazón.
Con esta mirada de Jesús, podéis hacer surgir una humanidad diferente, sin
esperar a que os digan “qué buenos sois”, sino buscando el bien por sí mismo,
felices de conservar el corazón limpio y de luchar pacíficamente por la
honestidad y la justicia.»[8]
[1]
Paoli, Arturo. LA PERSPECTIVA POLÍTICA DE SAN LUCAS. Ed. Siglo. XXI. 5a edición
1973. Bs.As. Argentina. p. 71
[2]
Masseroni, Enrico. ENSEÑANOS A ORAR. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia
1998 p.112.
[3]
Papa Francisco. HOMILÍA EN LA MISA DE CLAUSURA DE LA JMJ Cracovia 2016
[4] Ibid
[5]
Paoli, Arturo. DIALOGO DE LA LIBERACIÓN. Ediciones Carlos Lohlé Bs. As. 1970 p.
168-169
[6]
Papa Francisco. Loc. Cit.
[7] Ibid.
[8]
Ibid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario