Is
25, 6-10a; Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6; Fil 4, 12-14. 19-20; Mt 22, 1-14
Esperó de ellos
derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos.
Is 5, 7
La
eternidad de Dios es Fidelidad
En
este Domingo concluimos la contemplación de las tres parábolas que nos propuso
Jesús en el Evangelio según San Mateo para revelarnos su Reino. San Juan Pablo
II, de tan grata recordación, nos propuso la inclusión de los Misterios de Luz
en el Santo Rosario, los llamó «misterios de luz», pues en su vida pública,
Cristo se manifiesta como «misterio de luz»: «Mientras estoy en el mundo, soy
luz del mundo» (Jn 9, 5); el tercero de ellos –como quien dice, el Misterio
Central- se refiere precisamente a la proclamación del Reino de Dios. Según las
informaciones que tenemos, Jesús vivió, actuó y murió apasionado por una causa:
la llegada
del Reino de Dios, o nueva humanidad fraterna (Jesús Espeja. o.p.).
“En
ninguna parte del evangelio hallamos una explicación de lo que es el Reino de
Dios. Jesús renunció a definirlo o explicarlo teóricamente. Podemos afirmar que
él daba por supuesto que sus oyentes sabían lo que quería decir (aunque solo en
parte) con lo del Reino de Dios.” (J. Gnilka). Pero Puebla nos legó una
aclaración muy explícita: “Porque el Reino es lo absoluto, abarca todas las
cosas, la historia sagrada y la historia profana, la Iglesia y el mundo, los
hombres y el cosmos. Bajo signos diferentes en lo sagrado y en lo profano, el
Reino está siempre presente donde los hombres realizan la justicia, buscan la
fraternidad, se perdonan mutuamente y promueven la vida”. (Puebla 227-228)
Hay, en el
Evangelio de San Mateo, un puente que une la perícopa del Domingo XXVII con la
parábola del Rey que celebra las Bodas de su Hijo –Lectura correspondiente para
este Domingo XXVIII(A)-, observemos ese puente con detenimiento:
Jesús agregó: “¿No han leído nunca lo que dice la Escritura?
Dice así: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular; es
el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Por eso les digo: Se
les quitará el Reino de los Cielos, para dárselo a la gente que rinda frutos; y
en cuanto a la piedra, el que se estrelle contra ella será hecho pedazos, y si
la piedra cae sobre alguno, lo hará polvo.” Al oír estos ejemplos, los jefes de
los sacerdotes y los fariseos comprendieron que Jesús se refería a ellos. Hubieran
querido arrestarlo, pero tuvieron miedo del pueblo que lo miraba como profeta.
(Mt 21, 42-46)
«Antiguamente el maestro de obra examinaba y
aprobaba o no las piedras que debían entrar en la construcción. Las que no
servían eran dejadas de lado. Jesús, y Dios con Él, es dejado de lado en la
construcción de la sociedad injusta, pero de Él saldrá el pueblo justo, abierto
a todos aquellos que desean volver a la justicia, para que ésta sea el
fundamento de un mundo nuevo, donde todos podrán tener libertad y vida, en la
fraternidad y en la participación. Es una piedra peligrosa para los injustos,
pero liberadora para los hijos de Dios.»[1]
Nos vemos abocados a reconocer nuestra tremenda responsabilidad: Nosotros somos
ese “pueblo justo” que brota de Él. ¿Honramos esa responsabilidad? ¿Si damos
frutos de solidaridad y justicia, de libertad y misericordia?
Queremos proponer una parábola: SOLO SEMILLAS
Cuentan que un joven paseaba una
vez por una ciudad desconocida, cuando, de pronto, se encontró con un comercio
sobre cuya marquesina se leía un extraño rótulo: "La Felicidad".
Al entrar descubrió que, tras los
mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio asustado, se acercó a
uno de ellos y le preguntó.
- "Por favor, ¿qué venden
aquí ustedes?"
- "¿Aquí? -respondió el ángel-.
Aquí vendemos absolutamente de todo".
"¡Ah! - dijo asombrado el
joven -. Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas
toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión entre las
familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos..."
Y así prosiguió hasta que el
ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y le dijo: "Perdone usted,
señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino
semillas."
¿Dónde
nos quedamos en el XXVII Domingo del Tiempo Ordinario (A), o sea, el Domingo
pasado? El Señor nos preparó una Viña y la puso a punto para arrendárnosla.
¡Afortunados de nosotros a quienes nos correspondió ser sus inquilinos! Ahí
tenemos espacio para sembrar nuestras semillas y producir buen fruto. Ya vendrá
el Señor –a su tiempo- a recoger su parte de la cosecha.
El
Reinado de Dios es Eterno
Jesús
nos enseña por medio de esta tercera parábola que se nos presenta en el
Evangelio de este Domingo, apelando a la imagen de un banquete para mostrarnos la naturaleza del Reino de Dios.
Recordemos que San Mateo organiza su evangelio como una especie de Pentateuco,
y que esta perícopa está ubicada en el centro del bloque conformado por los
capítulos 19 a 25 que constituyen el quinto libro donde se nos indica, en
definitiva, cómo será ese Reino. También vale la pena recordar que al decir
Reino de los Cielos no quiere decir un reino que se construye como una realidad
escatológica, para la otra vida, sino que, como los judíos no podían (poder
ético-teológico) pronunciar el Santo Nombre de Dios, el evangelista apela a
este giro y lo llama Reino de los Cielos. No se trata entonces de un Reino
Aeróstato, que flotaría entre las nubes, sino de una realidad terrena, campo de
prácticas donde nos entrenaremos para vivir nuestra vida resucitada. Es algo
que nos dice cómo vivir nuestro hoy, apuntando hacía el mañana y no algo que
nos dice cómo vivir el mañana o el pasado mañana, que a su debida hora el Señor
nos mostrará cómo, ya que “cada día trae su propio afán” (Mt 6, 34). Conocer a
Jesús significa empezar hoy mismo –no dejarlo para mañana- a vivir como sus
verdaderos discípulos.
En
el Apocalipsis Mayor de Isaías, es decir en los capítulos 24 a 27, ya
encontramos esta imagen del “festín de manjares suculentos y vinos de solera”
(Is 25, 6) Como podemos darnos cuenta esta realidad parabólica es de muy
sencilla captación puesto que uno de los mejores momentos, plenos de amistad, de relación interpersonal
agradable y rebosante de alegría es el de un banquete. Isaías completa la
imagen de plenitud del banquete con estas notas que incorpora en Is 25, 7-8:
a)
“Arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que
tapa a todas las naciones”. Se trata de un “develar”, de retirar el velo que
oculta, que impide ver, ese que causa que miren y no vean y por más que
escuchen no comprendan (cfr. Mt 13, 13) donde Jesús hace alusión a Is 6, 9-10.
Está hablando pues de “revelarles” por fin lo que antes era impenetrablemente
incomprensible. A lo cual corresponde el verbo griego ἀποκαλύπτω (apokalupto) de dónde proviene el
título del último libro bíblico, el Apocalipsis. Lo que se revela es que el
reino es ya, y no al morirnos.
b)
“Aniquilará la muerte para siempre” lo cual nos afirma en la certeza de que una
vez resucitados no volveremos a morir. Pero el irresponsable –entendemos-
siempre corre el riesgo de quedarse eternamente muerto, así como el responsable
cuenta con la garantía de no morir para siempre.
c)
“Enjugará las lágrimas de todos los rostros y el oprobio de su pueblo lo
alejará de todo el país” esto se tiene que entender como una protección que
nunca se nos retirará, aquí Dios nos manifiesta que podemos contar con Él, que
al fin de cuentas, podemos contar con su bondad y su Misericordia puesto que va
con nosotros todos los días de nuestra vida.
Esta
tercera nota de Isaías nos conduce directamente a otro banquete, se trata del
Salmo 22 donde el Señor nos prepara la mesa, nos sirve una copa rebosante y nos
unge la cabeza con perfume. Este salmo es un salmo del huésped de YHWH, es
decir de uno de sus amigos, de uno de sus invitados, que permanece fiel en el
templo, que habitará en la Casa del Señor (el Templo escatológico) por años sin
término, es decir, se trata de uno de sus escogidos, un miembro del pueblo elegido,
que en términos cristianos no es un tema de raza sino de fidelidad y
cumplimiento de sus mandatos, de responsabilidad, de dar frutos, de dar al
Señor la parte de la cosecha que le pertenece.
San
Pablo en Filipenses, capítulo 4, nos dice que a una buena obra nuestra, como la
solidaridad que mostraron los filipenses con él -que le fue transmitida por
Epafrodito- noble acción que sube a Dios como sacrificio agradable, como
incienso de grato olor a Dios, que será seguida de la espléndida recompensa de
Dios que se encargará de cubrir todas sus necesidades, y las suplirá con
creces.
La
Alianza sellada exige responsabilidad
Por
eso el Rey (Dios) no limita la invitación a una raza, al pueblo judío, sino que
envía a sus criados (en la versión griega se habla de “esclavos” δοῦλοι, porque –como nos lo dice San Pablo
en la 1Cor 9, 16-19 – anunciar el evangelio es una obligación ineludible, y
añade, “aunque no soy esclavo de nadie, me he hecho esclavo de todos a fin de
ganar para Cristo el mayor número posible de personas”) para que conviden a
“don Raimundo y todo el mundo”, van hasta donde terminan los caminos de la
ciudad διεξόδους
y empiezan los caminos que llevan a los pueblos extranjeros sin hacer acepción
de persona; observemos que en el evangelio dice específicamente que se
convidaron no sólo a los buenos, sino también a los malos. Lo que no implica
que todos los “llamados” serán “elegidos”, sino tan sólo los que se hayan
revestido con el traje de la justicia: «no basta con aceptar la invitación,
sino que hay que aceptar vestirse con la ropa nupcial. Haberse revestido de esta
ropa es lo que señala la entrada definitiva en el reino.»[2] «No basta ser pobre y
marginado para entrar en el reino de Dios. Ese reino es de justicia y, sin la
vestidura de la justicia, o no se entra en él o no se permanece en él… Sí. El
prepara la fiesta de la libertad y de la vida para todos. Pero sólo entra el
que usa el pasaporte de la justicia.»[3]
La
invitación de un Rey -en ese tiempo- incluía, como regalo, el vestido
apropiado; y, en la parábola no se trata de ropa, sino de un vestido “Sacramental”,
aquel que nos proporciona el bautismo y, que luego, si se llega a manchar o ensuciar,
podemos llevarlo a la lavandería que en términos sacramentales es el Sacramento
de la Conversión o sea de la Confesión o Reconciliación. Cantemos la Misericordia
de mi Señor, el Rey que nos ha invitado al ¡Banquete de Bodas!, se celebran las
Bodas del Cordero con su Prometida, la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo, en
cuyas manos está asumir su responsabilidad histórica en la construcción del
reino si cultiva las semillas recibidas. Al Dios y Padre nuestro sea la gloria
por los siglos de los siglos.
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